Los nuevos apóstoles de la procreación
Hace ya casi veinte años se publicó en Estados Unidos un serio estudio sobre demografía, debido al doctor Paul Ehrlich, cuyo gráfico título, The population bomb, asimilaba los peligros de nuestra superpoblación galopante a los de la entonces temerosa bomba atómica. No por la influencia de la tal obra, sino más bien por intermedio del simple sentido común, que todos los días aprecia cómo se nos entran por los ojos y por los pulmones los nocivos efectos de las grandes aglomeraciones urbanas que padecemos, parecía que esta vieja batalla entre natalistas y antinatalistas estaba definitivamente perdida para los primeros. Pero he aquí que desde hace un par de años los partidarios del «creced y multiplicaos» empiezan a exhibir una nueva arma en su panoplia de argumentos contra el control de natalidad. Seguramente, en vista de que las exhortaciones bíblicas están de capa caída, nos visten sus deseos con fantasmales datos económicos para intentar devolvernos de nuevo, al alegre deporte, tan caro a los ojos del Señor, de la procreación masiva. Como buenos teóricos de la ciencia de la política conservadora saben que el mejor camino hacia el corazón pasa por la cartera. Y este nuevo fantasma, providencial castigo para los pueblos en los que abundan los pecadores que fornican por placer y no como deber cívico, es el envejecimiento de la población. Y no sólo nos describen con sombríos términos esta «sociedad envejecida», sino que la adjetivan con toda esa serie de términos antropomórficos tan caros a la pseudociencia: caduca, débil, irresoluta o falta de visión de futuro. Y para remachar, tocan el punto neurálgico del conservadurismo: el dinero. En esta sociedad vieja cada vez habrá más ancianos jubilados, y por tanto, los que trabajan tendrán que cotizar más a la Seguridad Social para financiar la vejez y las enfermedades de los que gozan -o padecen- el retiro.Hay otros argumentos también de peso, pero que se dejan en una estratégica segunda fila, ya que al referirse a un futuro incierto pierden efectividad en la lucha presente contra el control de la natalidad, que por ahí va la cosa. Se trata de la consabida inmersión de los pueblos ricos -todos de escasa natalidad- por los subdesarrollados, de invasora demografía. Bien es verdad que hasta ahora las grandes naciones industriales se han dejado gustosamente inundar por africanos, turcos, portugueses, armenios o hindúes, que trabajan para ellas igual que los autóctonos, pero con muchos menos derechos y que no han hecho más que contribuir a la riqueza de los países que los acogen.
Pues sí, evidentemente, en las sociedades modernas aumenta el porcentaje de los ciudadanos de más de 65 años en relación con la población activa. Y no podía ser de otro modo, dado el aumento en el promedio de vida que se ha producido en el presente siglo. Al mismo tiempo, se observa una constante disminución en los índices de nacimientos, que en algunos países está ya en aquel punto teórico del «crecimiento cero», presentado hace años como único remedio contra los males de la superpoblación, y hoy, poco menos que catástrofe nacional. Como no sería bueno que
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los estamentos conservadores de la sociedad propugnaran un acortamiento de la vejez de las clases improductivas -quizá algún día nos sorprendan con el argumento de que las cargas sociales de los viejos son un gasto difícilmente soportable-, lo que propugnan es el retorno a la procreación cristiana, a la de «todos los hijos que el Señor quiera», que tan buena cantera de carne proporcionó en tiempos pretéritos pero cercanos para la fábrica y para la guerra.
Si el doctor Ehrlich fue en su día el buen apóstol del control de la natalidad -para otros, como un columnista de San Francisco, era la «Casandra de la anticoncepción», y tan peligroso como Hitler-, hoy, el campeón del natalismo y profeta de los males del envejecimiento demográfico es el escritor francés Pierre Chaunu, cuyos dos últimos libros, El rechazo de la vida y Un futuro sin porvenir, han sido profusamente comentados, y sin ánimo de contradicción, desde los más progresistas semanarios, como La Calle, hasta los púlpitos de nuestras jerarquías eclesiásticas. Según el autor, el mundo occidental, que es la cuarta parte más inteligente del planeta, está a punto de eliminarse tranquilamente de la aventura humana por suicidio demográfico. A la vista de lo que la inteligencia ha hecho de nuestro mundo actual, cabría preguntarse si este suicidio universal no sería a la postre deseable. Se trataría de un nihilismo escogido y no impuesto por los detentadores del arsenal atómico o del terrorismo liberador. Pero renunciemos a la tentación de este pesimismo sin salida, pues el catastrofismo histórico de Pierre Chaunu deja ver demasiado groseramente la hilaza de su tejido reaccionario y de su intencionalidad política. Y si aún sus argumentos científicos fueran inobjetables, podrían tomarse en serio sus predicciones, pero, como es muy corriente al manipular datos demográficos, se sacan conclusiones demasiado vastas sobre datos harto temporales y fragmentarios, pecado en el que ya incurrió nuestro buen Malthus. La realidad, luego, no suele ser tan inmisericorde como la voz de estos augures. En 1938, también la asociación francesa Alliance contre la Depopulation, editó un llamativo cartel en el que muy gráficamentese mostraba cómo unos jóvenes mantenían sobre sus hombros una plataforma con ancianos. Desde 1860, en que diez porteadores soportaban a cuatro jubiladas, se pasaba a un lejano y catastrófico 1970, año en el que los jóvenes eran aplastados por los viejos. No previeron, naturalmente, que la gran matanza de la segunda guerra mundial haría que parte de aquellos jubilados futuros descansaran, no sobre los hombros de sus compatriotas, sino bajo la tierra de los campos de batalla, o los escombros de sus ciudades arrasadas. Bien es verdad que la guerra, junto con las epidemias, fueron siempre reputadas como medios «naturales» de regular la población, cualidad que, desgraciadamente, no se le ha reconocido todavía a la píldora.
El apocalipsis demográfico que Pierre Chaunu arroja sobre esta nuestra sociedad, tan sensible hoy a todos los profetas de la catástrofe, coincidió sospechosamente con la discusión de la ley Veil sobre el aborto y con la lenta pero constante organización de los Centros de Planificación Familiar. El autor lleva al banco de los acusados a todo tipo de instituciones y movimientos ideológicos, desde Simóne Veil, autora de la referida ley, a la izquierda socialista, desde la escuela laica a la contracultura. Olvida la voluntad de las parejas, que pueden tener unos conceptos sobre la familia y la paternidad distintos de los del autor. Y como buen representante de la ciencia reaccionaria se inclina preferentemente por la coerción y el temor. Hay que prohibir el aborto, limitar el uso de anticonceptivos y desanimar a los matrimonios que piden orientación familiar. Ni se le ocurre pensar que si el Estado quiere más nacimientos lo que debe hacer es velar porque las parejas dispongan de una vivienda digna, de que haya abundantes y baratas guarderías y que los embarazos sean objeto de una vigilancia médica extensa y gratuita.
Finalmente, hay que hacer notar que al barajar datos estadísticos sobre los crecientes costes que la Seguridad Social arroja sobre la población que trabaja, éstos se distribuyen entre un determinado número de ciudadanos en lugar de hacerlo sobre sus rentas. Así, se oculta el hecho de que si la proporción de jubilados aumenta constantemente en relación con las clases activas, el gran incremento anual que se produce en el producto bruto o la renta per cápita acorta considerablemente esta distancia, si a términos financieros nos referimos. En España, por ejemplo, sólo desde 1968 a 1973, se duplicó la renta nacional, pasando, en millones, de 1.552.130 a 3.050.200. Por otra parte, estos derrotistas investigadores de la población siempre nos presentan a las naciones como «islas» demográficas, como compartimientos estancos, a solas tras sus fronteras con su drama de sus decrecientes fuerzas de trabajo y la carga abrumadora de los viejos, cuando la realidad nos enseña que nada hay más fácil que la aportación de refuerzos proletarios. En los países subdesarrollados esperan millones a que se les abran las fronteras de las naciones ricas, y en ellas, van precisamente a dejar trabajo, cotizaciones y riqueza sin pedir a cambio jubilación alguna. Todo esto, mucho más sencillo que poner en pleno funcionamiento a las madres, como máquinas procreadoras bajo la supervisión de los Gobiernos. Al lentísimo suicidio con el que nos amenaza el señor Chaunu tendríamos, de seguir sus consejos, otro más rápido y más cruel: el hambre, la polución, el hacinamiento o la guerra.
Como dijo aquél, un remedio peor que la enfermedad.
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