La mayoría de la población chilena vive peor que antes del golpe
Pinochet lo dijo bien claro el mismo día del plebiscito: «Esta es nuestra segunda victoria sobre el marxismo; pero el enemigo no está eliminado definitivamente, sigue presente». Esta terminología bélica ocupa todos los días las páginas políticas de una Prensa que ni siquiera necesita ya consignas para reflejar el pensamiento del alto mando. Los militares siguen estando en guerra -el estado de emergencia se renueva semestralmente desde el golpe- y aplican el criterio de que en épocas de contienda el comandante en jefe siempre lleva la razón.«Por la fuerza de la razón o por la fuerza de la fuerza», así reza el lema del escudo chileno. Los militares aseguran que no han hecho otra cosa que recoger este mandato histórico. La tradición prusiana del Ejército de Chile, apreciable hasta en sus uniformes, amenaza ahora con invadir todos los resortes de la vida civil.
Incluso los ayuntamientos se consideran demasiado peligrosos para dejarlos fuera de la jurisdicción castrense. Generales cargados de condecoraciones deben decidir sobre las obras de alcantarillado, la conducción del tráfico o la recogida de basuras. Como corresponde, las decisiones o, mejor, las órdenes son siempre unipersonales. Como máximo hay un estado mayor de técnicos que asesoran y aconsejan, pero que carecen de capacidad decisoria.
Dentro de una lógica cuartelera impecable, es obvio que la dirección de la guerra no admite discrepancias. Hugo Zepeda, ex presidente del Senado, ex presidente del partido liberal y defensor del régimen militar en su primera hora, manifestaba en vísperas del referéndum: «Demasiado tarde he llegado a comprender que no se puede discrepar sin ser considerado opositor a ultranza, movido por ambiciones o empujado por el comunismo».
Los grafitos como válvula de escape
La disidencia pública recibe la consideración de «atentado de la seguridad interior». Bajo esta acusación se ha procedido durante toda la campaña plebiscitaria contra quienes se manifestaban en la calle o repartían panfletos por el no. Mientras tanto, las oficinas públicas distribuyeron miles de pegatinas para que los coches se convirtiesen en anuncios rodantes del sí.
Como en casi todos los sistemas dictatoriales, la disidencia se ha refugiado en los chistes y en los WC públicos. A falta de un diálogo político en los medios de comunicación y en los del Estado, este país ha descubierto, de pronto, la eficacia de los grafitos.
Un periodista de El Mercurio, el diario que ha sustentado ideológicamente al régimen, confesaba que la falta de debate en la redacción había sido reemplazada por apasionados enfrentamientos dialécticos en los servicios de la casa. «Por lo escrito en las paredes», decía, «hay muchos más seguidores del no de lo que pudiera pensarse en un periódico que ha seleccionado cuidadosamente. a su personal por afinidades ideológicas»
Los chistes tienen un destinatario casi exclusivo: el general Pinochet. Es un humor directo, brutal, nada sutil. Nacido casi siempre de la impotencia y del hambre. Así, uno de ellos dice: «¿Sabes por qué a Pinochet le llaman Hood Robin? Porque roba a los pobres para dárselo a los ricos».
Bien mirado, la academia de humanismo cristiano, creada a la sombra del arzobispado de Santiago, denuncia algo de esto. El programa de empleo mínimo (PEM) puesto en vigor hace cinco años, para paliar el tremendo paro -rondaba el 20%- ha derivado en una fórmula utilizada por el Estado para subemplear a losdesocupados, pagándoles sueldos que están muy por debajo de los mínimos legales.
El PEM iba a ser una solución trarilitoria. A cambio de quince horas de trabajo semanal en cámaras municipales -construcción de viviendas, obras públicas, reforestación-, se daba a los parados un tercio del salario mínimo. En la práctica, sin embargo, se han visto obligados a trabajar ocho horas diarias por la misma cantidad. Según el estudio citado, la productividad de los trabajadores del PEM ha sido tres veces superior a sus sueldos.
«El Estado se ahorró así», dicen, «unos 680 millones de dólares y poco a poco esto le permite ir a la desaparición del salario mínimo legal, ya que miles de trabajadores están empleados por mucho menos dinero. Una iniciativa contra el paro se ha convertido, de hecho, en un mecanismo de máxima explotación».
Igual que los perros
Unas 140.000 personas trabajan en el PEM actualmente a cambio de 1.200 pesos mensuales (2.400 pesetas). Un reciente artículo publicado en El Mercurio estimaba justamente en esta cantidad el coste del mantenimiento mensual de un perro de tipo medio. La coincidencia de las cifras le ha costado no pocos disgustos al periodista, a raíz de un artículo feroz publicado en una de las escasas revistas opositoras que aún salen a la calle.
Humberto Vega, un economista expulsado de la universidad que realiza estudios para la vicaría de Pastoral Obrera, estima que el mínimo vital para una familia con dos hijos no baja de los 12.000 pesos mensuales. El salario legal no alcanza, sin embargo, los 4.000, y las estadísticas oficiales revelan que el consumo de la mitad de la población no llega al mínimo familiar.
Esta mitad de la población chilena tiene un poder adquisitivo real inferior al de los últimos años del mandato de Frei en un 20%, mientras que las rentas de las capas sociales más altas han conocido un aumento espectacular.
Incluso los opositores más fervientes del régimen militar reconocen un crecimiento numérico de la economía chilena, basado fundamentalmente en las aportaciones externas y en el buen precio del cobre, que en dos años pasó de 0,6 dólares la libra a más de un dólar.
El monocultivo del cobre, que supone la mitad de las exportaciones chilenas, no ha podido evitar, sin embargo, que los últimos ejercicios se cierren con saldo negativo en la balanza comercial. Con todo, el régimen insiste en que la economía crece a un ritmo del 8% anual. La oposición replica: «Es cierto; pero de ello sólo se benefician los grupos más privilegiados».
La media salarial de los obreros no cualificados se sitúa entre los 7.000 y los 12.000 pesos, mientras que. los profesionales recién salidos de la universidad empiezan su vida laboral con sueldos de 3.000 dólares y los gerentes de ciertas empresas de tipo medio no perciben menos de 10.000 dólares al mes.
Uno de los siete grandes bancos españoles que se instaló recientemente en Santiago ofreció para su director una remuneración de 3.000 dólares. Nadie se presentó.
Resulta, por lo demás, curioso el tratamiento que las estadísticas oficiales dan a los trabajadores del PEM. Los consideran como personas ocupadas a la hora de evaluar el paro nacional, pero los excluyen del capítulo de asalariados cuando se trata de fijar el nivel medio de los sueldos. «Hasta los mendigos sacan más que nosotros», reconocía uno de estos trabajadores, «pero yo no quiero pedir mientras pueda trabajar».
El paro oficial reconocido se sitúa en torno al 13% de la población activa, a lo que debe sumarse el 3,7% de personas acogidas al PEM y un porcentaje no determinado de quienes buscan su primer empleo. Menos de tres millones de personas están efectivamente empleadas dentro de una población de once millones. Se estima que sólo el 15% de los asalariados percibe un subsidio de 3.200 pesos.
En este cuadro salarial no resulta extraño que las adhesiones más fervorosas al régimen y las denuncias más violentas aparezcan perfectamente delimitadas socialmente. En el barrio alto de Santiago -un conjunto residencial que, en opinión de un diplomático español, es difícil encontrar en Europa- es muy poco probable que se critique al régimen militar. En los barrios periféricos, donde se suceden miles de infraviviendas, ni siquiera el miedo silencia ya las frases más gruesas contra los actuales mandatarios.
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