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Entrevista:

Alberto Moravia: "Las vacaciones de un escritor consisten en escribir"

Jornadas veraniegas del novelista italiano en Marruecos

Toparse con Alberto Moravia en medio de un palacio marroquí se aproxima, de entrada, a un espejismo. Prudentemente, casi con sarcasmo, comenté en dirección de los pintores con los que entonces me encontraba: «Es una copia exacta de Moravia». Hubo risas. El aludido, que está bastante sordo, no creo que oyese nada de mi comentario inoportuno y poco diplomático. Pero su acompañante se acercó a nosotros y, vengativamente, aclaró en español: «Es Moravia». Hubo muchas más risas. Sin embargo, la realidad del ser se impuso pronto al puntual delirio del parecer. Y todos nos quedamos de piedra.Quise poner remedio práctico a tan embarazosa situación. Y le propuse al autor de El conformista que conversásemos después, tranquilamente: «¿Para EL PAÍS? Ya me hicieron una entrevista. Por cierto, ni sé lo que me preguntaron ni sé lo que respondí. Fue todo muy confuso. Ni siquiera sé si me la hizo un hombre o una mujer». El cultiva ahora mismo la confusión. Porque el desdén preciso que dibujan sus labios queda ampliamente desmentido con la mirada azul que curiosea, ansiosa, bajo sus grandes y blanquecinas cejas. Centra el nudo del pequeño foulard estampado que rodea su cuello. Avanza algo hacia mí, tieso de compostura y cojeando noblemente. Parece que desea una respuesta. Su acompañante, eficaz y jamás rencorosa, intercede al instante: «¿Quedamos a una hora para la entrevista?». Le respondo que no, que acaso lo ideal es no exponerse a un nuevo desencuentro.

Dos días después, la acompañante de Moravia, que resultó ser su cuñada, crítico de arte y es posa de un pintor marroquí, me comunica que el novelista está dispuesto a que comamos juntos. Nos reencontramos en los jardines de un céntrico restaurante de Arcila, llamado Alcazaba, donde Moravia está pinchando ya lechuga, tomate, chopitos chamuscados y boquerones en vinagre. Se halla rodeado de mujeres, que van desde la propia a otras de parentesco. no menor. Un laudista turco acude a saludarle: «¡Maestro! ». El maestro no responde nada, limitándose a dejar el tenedor sobre la mesa y a hacer una ligera inclinación de deferencia.

Me invita luego a preguntarle algo. Coloca, al mismo tiempo, un plato sucio al lado de otro limpio que acaban de traerme. Se agita mucho en el sillón metálico donde se halla sentado. Mi primera pregunta, en torno a sus actividades de veraneante ilustre, desencadena en él la mansa furia: «¿Que qué hago?

¡Pues qué voy a hacer! ¿Qué es lo que hace un escritor que merezca ser llamado así? Pues seguir escribiendo ... ». A una obviedad tan en bandeja, le replico con otra similar. Retrocede en el tema: «Lo que quería decirle es que escribo todos los días, esté o no de vacaciones. Ultimamente he terminado una novela corta, cuya acción se sitúa en los años treinta».

Hablamos de su amplia producción narrativa de manera borrosa y harto breve, deteniéndonos algo más en El desprecio. Moravia rompe el hilo de continuo para llevarle la contraria a su esposa, para alejar a un perro callejero o para que le cambien la madura sandía por un verde melón.

Cuenta que ya había estado antes en Marruecos: «Vine a elegir los escenarios naturales de una película de Passolini: Edipo rey». Conoce los problemas del festival cultural de Arcila, donde él ha intervenido en un debate sobre cine: «No tendrían que invitar a extranjeros occidentales, sino sólo a intelectuales del Tercer Mundo. Eso daría un resultado de mayor coherencia y evitaría no pocos quebraderos de cabeza». Entre una y otra opinión, siempre desliza Moravia algún reproche venial di rigido a sus familiares cercanos Sigue pasándome platos sucios. Sigue moviéndose. Sigo gritándole trivialidades.

Me mira ahora Moravia de reojo. Le debe suceder lo que a mí: no sabe si ha empezado la entrevista o si hace rato que finalizó. Sólo en otra ocasión me ha sucedido algo semejante. Conversando con el pintor Francis Bacon, éste me subrayó que una nueva entrevista sería inútil, dado que no tenía nada nuevo que decir. Cuando pareció resignarse al diálogo, le señalé, sin el menor asomo de mala fe, que esa argumentación era impecable, que estaba convencido de su validez y que, por consiguiente, accedía al silencio. Silencioso de nuevo, pues, veo que ya Moravia se despide, que otra vez lleva al centro del cuello el nudo del pequeño foulard estampado y que, por vez primera, esboza una extraña sonrisa, no sé si de malicia o de complicidad con las causas perdidas.

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