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Músico frustrado y escritor inmenso

En su mesa de trabajo, todavía abiertos algunos, otros con el ángulo de la página doblados y con notas marginales: los últimos libros que estaba leyendo Carpentier: El fascismo italiano, de Mirza y Bernstein; Lenin, de Helene Carrere d'Encausse, El Islam de Es paña y el europeo, de Claudio Sánchez Albornoz; El socialismo olvidado de Yucatán, de Francisco Poli y Montalvo; La gente de Smiley, de John le Carré, y la partitura del Don Juan, de Mozart. Me olvidaba: Los siete ensayos de la realidad peruana, de Mariategui. Sobre la mesa, una foto en colores muestra a un Alejo risueño entre Carlos Fuentes y Garcia Márquez. Preside el rincón de la sala donde trabajaba todas las mañanas, desde el alba hasta la hora de la embajada, un retrato impresionante, barroco, majestuoso: es Alejo leyendo su discurso cuando recibió el Premio Cervantes. Al lado, las fotos de Fidel y del Che, encuadradas, y otra, de Alejo otra vez, en compañía de Hayde. Santamaría.

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Ahí estaba, entre sus libros últimos y las fotos de sus amigos, lo que fue este hombre que murió de pie: el escritor, real-maravilloso, el hurgador de la historia latinoamericana, entroncada con la española, el musicólogo y el hombre político, radicalmente al lado de la revolución cubana que, como decía, le había dado una razón de ser y, sobre todo, había devuelto al idioma español su dignidad, acosado y humillado como estaba por el yanqui.

Sus íntimos sabíamos que desde hace ocho años luchaba contra un cáncer inexorable. Lo operaron, sufrió, pero nunca conoció el desánimo ni perdió el ansia de trabajar en su obra y por su Gobierno.

Aún el lunes presidía la inauguración de la Semana de la Cultura Cubana en la Unesco, y todavía ayer entregaba un artículo sobre Flaubert para Le Nouvel Observateur (que hoy publica EL PAÍS), terminaba la revisión de la traducción francesa de La consagración de la primavera, y escribía dos páginas de su nueva novela.

Otras cosas quedarán inconclusas, como sus memorias, que pensaba escribir «cuando sea viejo», me decía hace poco, el libreto de una ópera con Luis de Pablo y, claro, la revolución cubana, que él deseaba siempre en constante evolución. :

Ver a Alejo Carpentier yacente más que muerto, en su lecho de la avenida de Segur, me fue intolerable, porque yo no podía imaginar su cuerpo grandullón más que sen tado en su querida mecedora de paja, levantándose de repente para enseñarnos tal cita de tal personaje en un libro que sacaba y volvía a poner en la biblioteca, contándo nos (en cenas reducidas, a las que asistimos a veces con Antonio Saura, con Jorge Enrique Adoun, con Luis de Pablo, con García Márquez, con Marta Arjona), relatos de conquistadores y de filibusteros (nos enseñaba con orgullo unos gemelos que habían pertene cido a su bisabueló, pirata en el Caribe), sus aventuras por el Ama zonas, su época surrealista con Robert Desnos, con Picasso, con Villalobos; con todos una erudición apabullante, servida por una me moria asombrosa.

Y siempre, sin fallar, hablábamos de música. En su juventud había escrito algunos cuattetos, «cosas sin importancia, chico», y luego en París, la música escénica para El cerco de Numancia, que montó Jean Louis Barrault, en 1937, como acto de solidaridad con los defensores de nuestra República. Tampoco le parecía bueno: «Lo hice únicamente con instrumentos de percusión, pero el mexicano Chaves lo hacía mejor que yo». Estaba al tanto de todo lo que pasaba en música. Ultimante había leido las memorias de Cosima Wagner, y las de Berlioz. Como literatura, en música lo conocía todo, desde El misterio de Elche, que le entusiasmaba, hasta la música repetitiva americana, pasando por todas las óperas habidas en Italia.

La fanciulla del Far-West le parecia la obra maestra de Puccini, compositor que consideraba injustamente tratado; adoraba la zarzuela, que había visto en La Habana era un ferviente de Luis de lablo, con quien mantuvimos conversaciones largas sobre este tema.

Yo creo que a Carpentier le hubiera gustado ser músico: de música fue su primer libro (La música en Cuba, pues el anterior, Ecue- Yamba-o, lo había -repudiado, y sólo autorizó su publicación en España después de que se lo pirateasen en Latinoamérica); su cuento. El acoso -tal vez el mejor- tiene la estructura de la sonata, y la duración de la intriga equivale a la de la Sinfonla heroica, de Beethoven; el Concierto barroco es un delicioso encuentro entre Vivaldi, Stravinski y Louis Arinstrong, a través de los tiempos y de los estilos, y un agudo análisis musical por encima de la jocosidad de los diálogos. Pero me estoy desviando, que yo quería emplear sóló el sentimiento en esta escritura de corrido. Tiempo habrá para analizar.

¿Alejo Carpentier fue, pues, un músico frustrado y Un escritor inmenso? Es posible: fue también un hombre amante de la vida, de la buena comida, de los vinos finos y de la belleza de las,mujeres. Era tímido y discreto, pero cuando se rompía el hielo y empezaba a lilíblar era el amigo, más cariñoso, y sus charlas se convertían en relatos, maravillosos y barrocos. Su mayor orgullo era ser diputado de la primera asamblea nacional revolucionaria de Cuba, y sus objetos más amados, unas zapatillas de fieltro que comprara en una tienda de Cuenca, hace un par de años, a una buena señora que nunca sabrá que se tas enseñaba a todo el mundo, y estaba con ellas como un niño con zapatos nuevos.

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