Ante la ley de Autonomía Universitaria
El proyecto de ley de Autonomía Universitaria, al ser aprobada la discusión en la Comisión de Universidades del Congreso, de nuevo se ha convertido en uno de los puntos clave de nuestro inmediato futuro legislativo. A pesar de la actitud de UCD, cifrada en las repetidas intervenciones del ministro de Investigación y Universidades, en los distintos medios de comunicación, y nada excluyente en cuanto al juicio que la propia ley merece al partido en el seno del cual ha sido elaborada, el proyecto sigue suscitando reticencias mal razonadas que llegan incluso a implicar a UCD en una cierta mala conciencia por no haber conseguido elaborar un borrador menos progresista. Tal afirmación olvida que la ley se configura como el desarrollo concreto de la Constitución en materia de educación universitaria, cumpliendo así con el objetivo fijado por el Gobierno de ir desarrollando progresivamente los mandatos constitucionales en el camino de normalización de nuestro cuerpo legal presente. La ley es lo que los españoles hemos querido que sea nuestro nuevo desarrollo legal, pues se inserta con toda claridad en los ejes dispuestos por el texto constitucional mayoritariamente aprobado. Parece ocioso precisar que la ley respeta absolutamente los diversos estatutos de autonomía, por cuanto éstos se ven regulados, en último término, por la Constitución, la cual, además, autoriza expresamente la elaboración del proyecto.Cualquier planteamiento que pretenda hacerse ante la ley de Autonomía Universitaria debe partir, inicialmente, de la evidencia más clara que, a cualquier observador consciente, le surge de inmediato en el análisis del problema: la universidad española necesita un cambio, y necesita un cambio que no sólo habrá de referirse a sus propias estructuras técnicas, sino también a la relación, tan deteriorada ahora, entre universidad y sociedad. Tal vez está aquí uno de los puntos que configuran el sentido real de esa palabra, «autonomía», cuyo contenido profundo pasa por la mutua dependencia entre la institución universitaria y el resto del cuerpo social. En este sentido, la introducción en la ley de un «consejo social» encargado de la ejecución práctica de esas mismas relaciones y de la articulación económica entre ambos estamentos constituye un punto clave en este proceso de acercamiento entre universidad y sociedad. El «consejo social» deberá terminar, entre otras cosas porque así lo exige la propia mecánica de la autonomía universitaria, con ese exclusivismo que ha impedido, tantas veces, la vitalización de la actividad universitaria a favor de una inmovilidad que no ha hecho sino alejar progresivamente la institución docente de los postulados más vivos de la cultura Interesar a la sociedad en la universidad puede suponer que ésta vea su acción como una faceta más del desarrollo de aquélla y no como una forma de aislamiento que separe a quien se forma en sus aulas de la realidad en la que activamente deberá participar. La autonomía de la universidad conduce a potenciar sus actividades y dotarlas de un necesario dinamismo que no excluye la cooperación ajena. Universidad -y las distintas de ellas entre sí-, Administración y sociedad deberán colaborar, por tanto, en esa autonomía, que afectará favorablemente a todo el sistema universitario y que tiene en las figuras del «consejo social» y del Consejo General de Universidades sus realidades más palpables.
El desconocimiento de la ley y de sus propuestas ha hecho que se vertieran sobre el borrador de su texto toda clase de despropósitos con intenciones claramente demagógicas. Por ejemplo, cuando se la ha atacado aludiendo a que situaba el precio de las tasas académicas en niveles inalcanzables para las economías, no ya modestas, sino incluso medias, y que ponía la universidad al alcance sólo de los más pudientes. Parece ocioso referirse a la falsedad de tal afirmación, por cuanto nadie puede pensar que una ley elaborada para el desarrollo de una constitución tan ampliamente progresista como la española consagre la desigualdad y certifique la injusticia. Las tasas académicas serán, según los casos, reducidas y hasta suprimidas, con objeto de que su cuantía crezca proporcionalmente a los ingresos de quienes han de abonarlas. Para ello, además, se establecerá un sistema de ayudas y de becas -incluso añadibles a la total reducción de tasas-, de tal modo que los alumnos mejor dotados, cualesquiera que sean sus recursos económicos, puedan acceder a la universidad en igualdad de condiciones y sin que ello suponga sacrificios imposibles de subsanar .para las familias. Todo lo que sea afirmarse en cantidades tan poco razonables como las que se han venido barajando no es sino pretender servirse de los esfuerzos del Gobierno -mediante la tergiversación de datos y las informaciones no contrastadas- para los propósitos concretos de una no demasiado clara política de partido.
La ley sitúa las cotas de participación de los estudiantes en el gobierno de la universidad entre las más altas de Europa. Ello supone, además, el profundo respeto que en la ley, y con base en el mandato constitucional, se guarda por el sistema democrático que todos los españoles hemos aceptado. La participación estudiantil en el «consejo social» se suma a la de otros estamentos pertenecientes o no a los cuerpos docentes y discentes que aportan su responsabilidad a determinadas decisiones de la institución universitaria. La figura del Board of Trustees de las universidades anglosajonas puede ser, en este aspecto, un modelo a tener en cuenta.
Parece claro, entonces, que el único modo de comprender la profunda evolución que, en la sociedad española, debe marcar la ley de Autonomía Universitaria, sólo puede ser juzgado a partir del análisis detenido del contenido de la propia ley, al margen de manipulaciones y estrategias demagógicas. Sólo así aparecerán con claridad los aspectos de la misma que, suponiendo un evidente progreso en el ordenamiento legal y perfeccionando el funcionamiento de la institución universitaria, son presentados como regresivos, por determinados sectores políticos. Ello ocurre claramente con la libertad de creación de universidades privadas, para el ejercicio de la cual la ley exige determinados requisitos al tiempo que advierte muy claramente que bajo ningún concepto la existencia de universidades privadas implicará eI debilitamiento presupuestario de las universidades públicas.
El proyecto de ley de Autonomía Universitaria perfectible, como ha indicado el ministro de Investigación y Universidades a lo largo de su debate, ha de convertirse en una ley cuya trascendencia resulta evidente. El ordenamiento de nuestra universidad, su dinamización profunda y su definitivo incardinamiento a la sociedad española son necesidades inaplazables que la ley anuncia como logros inmediatos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Opinión
- MIU
- I Legislatura España
- UCD
- Congreso Diputados
- Presidencia Gobierno
- Gobierno de España
- Comisiones parlamentarias
- Política educativa
- Legislaturas políticas
- Política social
- Universidad
- Ministerios
- Educación superior
- Partidos políticos
- Parlamento
- Gobierno
- Sistema educativo
- Legislación
- Educación
- Administración Estado
- Justicia
- Política
- Administración pública
- España