Veinte años de revolución cubana
EL ASALTO de casi 10.000 personas a la embajada de Perú en La Habana en busca de asilo político (que significaría para ellos la concesión de visados y salvoconductos para abandonar el país) sitúa al Gobierno de Fidel Castro en el punto más bajo de su credibilidad, tras un lento deterioro que comenzó con el «caso Padilla» (marzo de 1971), el poeta que fue detenido y forzado a firmar una confesión de culpabilidad (hoy exiliado y silencioso en Estados Unidos). Veinte años de revolución no pasan en balde. Los alegatos de los castristas para justificar la dureza de su régimen por el hecho de vivir continuamente bajo la amenaza y la intervención clandestina de su poderoso vecino, Estados Unidos, y por los exiliados de Miami, a más de por la necesidad de cambiar enteramente las estructuras sociales de un régimen podrido como fue el de Batista, ya no son suficientes. La realidad es que Fidel Castro no ha sabido resolver las proporciones necesarias entre un desafío exterior que comportó un bloqueo rígido y las libertades individuales. Todo lo que a lo largo del tiempo ha ido consiguiendo el régimen en materia de escolarización, de sanidad, de reducción de las desigualdades sociales, de moralización de la vida pública, está descompensado por el mantenimiento de un régimen policíaco y de unas condiciones de vida que, impulsan a aventuras trágicas como la que está sucediendo en la embajada de Perú.El tema atañe a la viabilidad misma del comunismo como sistema de gobierno, en todas las experiencias hasta ahora conocidas. No sólo el ejemplo de la Unión Soviética, que a los 63 años de su revolución sigue sin resolver la posibilidad de que el progreso como potencia mundial y técnica esté acompañado por un verdadero avance en los derechos humanos y en la constitución de una sociedad sobre bases nuevas; el fracaso del comunismo en China, que está llevando a ese país a una ideología inversa a la de sus propósitos iniciales, pero sin aflojar la tiranía interior, ha sido después seguido por los más recientes de la península indochina, con la tragedia de sus fugitivos, y por el de Cuba, que nos da estas muestras de insoportabilidad por parte de sus propios beneficiarios. Y no sólo, en el caso insólito del asalto a la embajada de Perú, sino en el permanente del millón largo de personas que solicitan el visado de salida, demostrando que prefieren el profundo drama del exilio a la vida bajo un régimen que restringe las libertades. Para quienes esperaron tanto -y con tantas razones- de la revolución cubana, es una ilusión más que se derrumba.
El fracaso del sistema no puede atribuirse simplemente a los manejos de sus enemigos, por muy poderosos que sean, que lo son. Cuando los enemigos del castrismo intentaron el desembarco en la bahía de Cochinos, en abril de 1961, encontraron con sorpresa que la población no se levantaba contra el régimen, y, es que entonces la revolución no tenía más que dos años y la contracción de libertades con que actuaba parecía todavía justa, o al menos explicable y no irremediable. Veinte años después, esa situación no puede seguir siendo válida.
Una vez más, un régimen comunista (y uno tan atípico como el cubano por su origen y desarrollo, que llegó a entenderse como una suma de comunismo y «pachanga») se encuentra en el callejón sin salida de sacrificar los derechos humanos y las libertades individuales en el altar de la equidad económica y la justicia social, no siempre conseguidas, por otra parte.
Los eurocomunismos, que ahora parecen verterse en una euroizquierda, son críticos de esas situaciones; tendrán mucho que trabajar todavía para convencer a la opinión democrática que se han alejado suficientemente de las bases del sistema en sí y que lo que proponen para cuando lleguen al poder es esencialmente distinto. Sus viejos camaradas les están haciendo la tarea muy difícil.
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