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Tribuna
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En los años treinta, España también fue diferente

Al igual que para el resto de los países europeos, los años treinta constituyen en España un período crucial de su historia contemporánea. La proclamación de un régimen democrático tras siete años de dictadura y decenios de corrupción en la vida política abrió una nueva etapa en la evolución del país. La inmediata explicitación de las graves tensiones acumuladas, y la falta de acierto de los gobernantes republicanos -agresivos ante la Iglesia y el Ejército, pero tímidos frente a los chantajes económicos, como nos recuerda Pierre Vilar-, debida, en última instancia, a su incomprensión de los problemas fundamentales que Planteaba la estructura económica, agudizaron los enfrentamientos sociales e hicieron fracasar la primera experiencia democrática de la España del siglo XX.El frustrado proceso de modernización que intentaron algunos sectores de la sociedad española, alejados hasta entonces de los centros de poder, coincidió con la depresión económica más grave de la historia del capitalismo. De 1930 a 1933, y de forma ininterrumpida, la situación en la inmensa mayoría de los países no dejaría de empeorar, hundiendo la producción y los intercambios entre naciones y haciendo crecer el paro hasta unas tasas sin precedentes que no han vuelto a ser alcanzadas. Y en los años posteriores, la coyuntura no sufriría mejoras apreciables, especialmente en los dos últimos aspectos, ya que la recuperación de algunas economías se consiguió a costa de mantener entre un 15% y un 25% de la población activa desempleada y aplicando casi todos los medios conocidos para restringir las importaciones.

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La economía española y la depresión

Las repercusiones más importantes de la depresión en la economía española tuvieron lugar a través del comercio exterior. El hundimiento de los precios en el mercado internacional, resultado en gran parte de la consolidación del proteccionismo que siguió a la entrada en vigor de la tarifa Hawley Smoot en Estados Unidos, a mediados de 1930, y a la devaluación de la libra esterlina en septiembre de 1931, no podía dejar de incidir sobre unas exportaciones como las españolas, formadas casi exclusivamente por productos del sector primario. La economía del País Valenciano, con una agricultura intensiva relativamente desarrollada y decididamente orientada hacia el exterior, hasta el punto de aportar más de la tercera parte del total exportado, sería la principal perjudicada.

Las dificultades se iniciaron en 1930, pero los problemas más graves se plantearían en 1933 con la entrada en vigor de los acuerdos preferenciales establecidos por los países de la Commonwealth en la Conferencia de Ottawa. Las ventajas concedidas por Gran Bretaña al arroz indio y a la naranja procedente de Africa del Sur implicaron una elevación notable de los derechos aduaneros para los dos productos valencianos, que hasta entonces habían encontrado en el mercado británico su principal destino.

Dada la fuerte defiación que dominaba el panorama económico internacional, la elasticidad de su demanda y el nulo interés mostrado por los exportadores en el control de la oferta y la calidad, los nuevos aranceles fueron trasladados casi en su totalidad sobre los agricultores. En el caso de la naranja, primer producto de la exportación española, el ruralismo selvátivo que, también entonces, dominaba la ciudad de Valencia, agravó todavía más la situación. Los intentos del ministro de Agricultura, Marcelino Domingo, por conseguir una ordenación racional de los envíos y un control eficaz de la calidad de la fruta exportada, fracasaron ante el individualismo de propietarios y exportadores que, hábilmente manipulados por los grupos más conservadores, hicieron suyos los planteamientos de la prensa tilasquista, según la cual, aquéllos formaban parte de un plan de «gobernantes enemigos de Valencia, apoyados por serviles traidores» que «intentan arruinar la región ».

Sin negar la importancia de las repercusiones de los Acuerdos de Ottawa en el País Valenciano y, en general, de la depresión en las zonas en las que la exportación era un factor relevante de su actividad económica, hay que señalar que las consecuencias de la coyuntura internacional sobre el comercio exterior español fueron limitadas. El que las estadísticas oficiales del comercio exterior muestren un descenso espectacular entre 1929 y 1935 no es una prueba de que éste existiera en la realidad, ya que la fiabilidad de los datos oficiales es nula. Reelaborando la serie es posible comprobar que, por el contrario, la disminución de las exportaciones fue menor que el de la mayor parte de los países de Europa.

Las razones que explican esta evolución son varias. Entre las más importantes pueden destacarse la intensa, y como señaló Keynes en su corta estancia en España, positiva depreciación de la peseta que, iniciada en 1928, se prolongaría hasta 1932, a pesar de todos los esfuerzos realizados por los diferentes Gobiernos y, también, la estabilidad de la demanda de algunos de los principales productos de exportación. Así, por ejemplo, a pesar del descenso general de los precios agrarios durante aquellos años, la naranja -que representaba cerca de la cuarta parte del valor total de las exportaciones- mantuvo la cotización en sus principales mercados, incluido el alemán,

Jordi Palafox valenciano, veintisiete años, es profesor en la cátedra de Historia Económica en la facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Valencia. Se doctoró el pasado año con una tesis sobre el impacto de la gran depresión en España y ahora prepara un libro sobre el mismo tema.

En los años treinta, España también fue diferente

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por encima del índice medio de deflación.

Teniendo en cuenta, por otro lado, la tendencia a la autarquía de la economía española durante los decenios anteriores, que había llevado a que las barreras arancelarias fueran, según un cálculo de la Sociedad de Naciones, unas de las más elevadas del mundo, y también a un sensible descenso de la importancia del comercio exterior respecto a la renta nacional, los matizados efectos de la depresión sobre aquél tuvieron escasas repercusiones para el conjunto de la economía.

Las dificultades por las que atravesaran las distintas actividades ligadas a la exportación no fueron, sin embargo, los únicos problemas de la economía española en aquellos años. Ni tampoco los más importantes. En la agricultura, y al margen de las conocidas tensiones que provocó la reforma agraria, Josep Fontana ha mostrado como las extraordinarias cosechas de trigo de 1932 y 1934 provocaron un empeoramiento sustancial de las condiciones de vida de los pequeños campesinos de la submeseta norte, quienes, defraudados por la escasa atención de los gobernantes republicanos a sus peticiones, comenzaron a prestar oídos a los planteamientos falangistas, que les hablaban de la superioridad moral del campesino frente a los ciudadanos.

Y el sector siderúrgico y, en general, las industrias de bienes de inversión, fuertemente vinculadas al capital financiero, sufrieron una profunda recesión que superó en su gravedad a la de la mayor parte de los países europeos. Su origen fue, sin embargo, el resultado de los estrangulamientos generados por el tipo de crecimiento profundamente desequilibrado impulsado en los decenios anteriores por los grupos económicos dominantes; no las repercusiones de la situación mundial.

La crisis industrial

A diferencia del modelo de crecimiento industrial que podríamos denominar clásico, en el cual el Estado mantiene una actitud relativamente neutral en el fomento de la demanda, en España el crecimiento de la producción en los sectores de bienes de inversión durante los primeros decenios del siglo XX se realizó, en gran parte, a través de un aumento progresivo del intervencionismo del sector público.

La. etapa culminante de este proceso tendría lugar, precisamente, en los años inmediatamente anteriores al inicio de la depresión. A través de una compleja y confusa maraña en la que se entrecruzaban Presupuestos Generales del Estado, ordinarios y extraordinarios, emisiones de deuda pública de organismos autónomos como la Caja Ferroviaria o las Confederaciones Hidrográficas, presupuestos extraordinarios de la Administración local y crédito de la banca oficial, el sector público aumentó de forma espectacular su inversión durante los años de la dictadura de Primo de Rivera. A cambio de generar fuertes tensiones financieras, los intereses y amortización de la deuda pública suponía, en 1930, una cuarta parte del gasto total presupuestado, el crecimiento del déficit permitió el incremento de las ganancias en los sectores de bienes de inversión especialmente beneficiados de los efectos multiplicadores de la inversión pública concentrada en los ferrocarriles y las obras hidráulicas,

La caída del régimen dictatorial, en enero de 1930, supuso un giro de 180 grados en la política del gasto público; una ruptura radical con las directrices expansivas seguidas en los años anteriores. Desde la llegada de Argüelles al Ministerio de Hacienda, hasta 1936, los diferentes ministros de este departamento intentarían por todos los medios a su alcance el reestablecimiento del equilibrio presupuestario, a través de la reducción del gasto, principio básico de lo que entonces se entendía por una honesta gestión de las finanzas públicas. Como consecuencia, las industrias de inversión orientadas, como años después recordaría Indalecio Prieto, casi exclusivamente al abastecimiento de las necesidades de los ferrocarriles, verían desaparecer uno de los componentes básicos de su demanda, entrando en una profunda etapa recesiva.

A las repercusiones de este giro en la política del gasto, se añadiría el cambio, no menos fundamental, de la situación política. La retirada del apoyo a la monarquía por parte de los dirigentes de los partidos políticos tradicionales, el paso de éstos al frente republicano, la ausencia de un programa de estabilización política en los distintos gobiernos formados durante la llamada dictablanda y el aumento de las reivindicaciones sindicales, repercutieron negativamente sobre la confianza en el futuro de un empresariado acostumbrado a poder ejercer un rígido control sobre las exigencias del movimiento obrero.

En este contexto, el impacto de la proclamación de la Segunda República española fue de una importancia extraordinaria. La retirada de fondos de las cuentas bancarias hasta un importe próximo a los mil millones de pesetas -cerca del 15 % de los recursos ajenos de la banca privada- sería la respuesta inmediata de la clase dominante al cambio de régimen. El progresivo endurecimiento de las reivindicaciones de los sindicatos, ante el boicot a toda transformación por parte de la derecha agraria y la timidez de la coalición republicano-socialista a la hora de poner en práctica sus promesas, unidas a su falta de atención, o mejor de comprensión, de las graves dificultades de la industria siderúrgica que intentó conseguir, sin éxito, la continuación, a un ritmo menor, de los planes de obras públicas de la dictadura, provocaron la caída de la inversión, de los beneficios y de la producción.

Las estrechas relaciones de la banca privada, especialmente de las seis mayores entidades, con los sectores más afectados por la crisis, hicieron que su actividad también se viese afectada por este proceso.

La política monetaria restrictiva seguida en aquellos años bajo el control del Ministerio de Hacienda influyó, sin duda, en ello. Pero, la causa principal de la contracción de su actividad hay que buscarla en las consecuencias de la situación política general en sus expectativas. De hecho, los bancos no exigieron una disminución del tipo de interés del Banco de España, mientras que, por el contrario, insistieron en sus memorias una y otra vez en su falta de confianza ante el futuro. Como señalaría una importante entidad, al comentar en 1933 el aumento experimentado por sus recursos ajenos, «en con traste con este síntoma favorable, nos hemos visto frente a la dificultad de darle empleo adecuado y remunerador, por la inactividad manifiesta de la industria, del comercio y de los negocios en general». Dificultad para garantizar la rentabilidad de sus operaciones provocada, en opinión de los distintos representantes del bloque industrial, por la ausencia del principio de autoridad en la actuación gubernamental.

Frente a estos diagnósticos, las declaraciones de Prieto sobre su incapacidad para estar al frente del Ministerio de Hacienda, o su propuesta de solucionar la crisis siderúrgica «facilitando la emigración de los obreros sin trabajo a Fernando Poo», pagándoles el viaje no harían sino empeorar la situación.

La estabilidad de la renta nacional

A pesar de la gravedad de la crisis esbozada en las líneas anteriores, la estimación más fiable de la evolución de la renta nacional refleja una ligera tendencia expansiva de 1930 a 193 5. La causa de este comportamiento general de la economía española, claramente atípico en relación con el contexto europeo, fue la política salarial impulsada, no sin graves contradicciones, por los diferentes Gobiernos republicanos entre 1931 y 1933, que debido a la fuerza de las organizaciones sindicales no fue contrarrestada en los dos años siguientes cuando los partidos políticos de la derecha controlaron el poder ejecutivo.

La elevación de los salarios reales entre un 20%-30%, según los sectores, tras la proclamación del régimen democrático, hizo posible, dada la situación de la mayor parte de los trabajadores, un sensible aumento de la demanda de bienes de consumo, especialmente alimentos, calzado y textiles. El crecimiento de la producción de cereales, que tantos problemas causó a los pequeños cultivadores, y de otros productos agrarios, junto a la expansión de las industrias del textil y del calzado en estos años constituye una buena prueba de ello. De esta forma, la recesión de las actividades, que ya he señalado, fue compensada, en términos globales, por la coyuntura ligeramente expansiva del sector agrario y de bienes de consumo, que seguían siendo los más importantes en la atrasada economía española de los años treinta.

Las consecuencias de los aumentos salariales, sin embargo, no serían exclusivamente positivas. Al no ir acompañados de un crecimiento paralelo de la productividad, sus efectos sobre los costes redujeron las tasas de beneficios, descapitalizando las empresas o, en todo caso, provocaron un enfrentamiento de los empresarios con el Gobierno que los había pernÍtido y al cual habían apoyado en un principio. La expansión del consumo durante aquellos años, que hizo posible que el conjunto de la economía creciera en términos reales, se hizo, por tanto, a costa de crear graves tensiones a medio plazo al limitar las posibilidades de inversión en el conjunto de los sectores productivos, algunos de los más importantes estaban sufriendo, además, las negativas consecuencias del descenso de la ayuda gubernamental. La ligera disminución de la producción en la industria textil, a principios de 1934, indica, muy probablemente, que el cambio en el modelo de crecimiento inaugurado con la caída de la dictadura comenzaba a afectar de forma visible, también, a este sector. La estabilidad de la renta nacional no supuso, por tanto, la inexistencia de graves tensiones económicas. Por el contrario, todo lo señalado hasta aquí viene a poner de manif-lesto los importantes problemas económicos de España durante los años de la depresión. La negativa de los empresarios a afrontar la necesaria y urgente reestructuración de sus empresas, la falta de decisión de los gobernantes a la hora de plantear soluciones a las dificultades de la economía y la demagógica actitud de algunos de los más destacados dirigentes del sindicalismo socialista, llevarían al fracaso del régimen republicano, la responsabilidad del cual hay que atribuirla, por consiguiente, a la incapacidad de los dos sectores sociales fundamentales en encontrar una alternativa civil que superara las contradicciones y no a las repercusiones de la grave situación económica exterior.

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