_
_
_
_

Aquel feliz y próspero 3 de septiembre de 1929

Supongo que la mayoría de nosotros no conservamos, sin algún tipo de ayuda, un recuerdo claro de lo que hicimos aquel día. Si nos paramos a pensarlo, puede que recordemos dónde pasamos ese verano, o ese mes, o incluso esa semana; puede que incluso podamos imaginarnos, con cierta precisión, en qué ocupamos esas horas. Pero si un juez nos preguntara amenazadoramente: «¿Qué hizo usted el 3 de septiembre de 1929?», probablemente necesitáramos que nos refrescaran la memoria. Vaya aquí, pues, esto a manera de refresco.

Más información
El hambre, a las puertas de Washington y en las calles
De la "ley seca" hasta el desastre del "Hindenburg"
Una visión anticipada e la alterniva turística
Nuevos tiempos, viejos problemas
De la dictadura a la República, con la crisis perenne a cuestas
Otros tiempos, otros problemas,...
Tiempos difíciles

Fue un día muy caluroso. En el oeste y en el sur de Estados Unidos, las temperaturas fueron moderadas; pero, de las costas del Maine a los trigales de Nebraska, el sol golpeó implacablemente.El día anterior, lunes, había sido el Día del Trabajo, el último Día del Trabajo de la época de prosperidad del Gobierno Coolidge-Hoover. (El pánico de la Bolsa iba a comenzar siete semanas después.)

A juzgar por los titulares de los periódicos neoyorquinos del día siguiente, los acontecimientos más emocionantes e importantes del 3 de septiembre, aparte del calor y de acontecimientos puramente locales, fueron un discurso del primer ministro británico, un torneo de golf y dos incidentes de aviación.

El primer ministro era Ramsay Mac Donald; el discurso iba dirigido a la Asamblea de la Sociedad de Naciones, en Ginebra. La causa de que apareciera la noticia en la primera página de los diarios de Estados Unidos (el New York Times le dedicó titulares a tres columnas, de salida) era que Mac Donald anunció que las negociaciones sobre la limitación de armamento naval entre Estados Unidos y Gran Bretaña Iban progresando muy favorablemente y que parecía cercano el momento del acuerdo total.

¿No es suficiente esta noticia para recordarles la situación de 1929? No me extraña; ha habido tantas negociaciones navales, antes y después, que las que Rarrisay Mac Donald mencionaba en particular, de forma tan esperanzadora, se pierden para la mayoría de nosotros en una tenue neblina de conferencias y fracasos diplomáticos. Pero quizá recuerde lo que sucedió unas semanas después: el primer ministro en persona cruzó el Atlántico para continuar las conversaciones personalmente con el presidente Hoover, y los dos hombres se sentaron a charlar sobre un tronco, a orillas del río Rapidan, cerca de la casa de campo de Hoover.

El torneo de golf que apareció en los titulares era el Campeonato Nacional de Aficionados celebrado en Pebble Beach (California). El juego del 3 de septiembre fue notable, entre otras cosas, por un golpe anormal: el jugador inglés Cyril Tolley lanzó la pelota hacia el decimoctavo hoyo, pero ésta aterrizó en la copa de un pino, y allí se quedó, a unos veinte metros en el aire, firmemente incrustada entre dos ramas.

Vuele «seguro» en Zepelín

De los dos incidentes de aviación, uno se trataba de un triunfo, el otro de un desastre. El Graf Zeppelin, después de haber completado con éxito la vuelta al mundo, se hallaba sobrevolando el océano Atlántico, en el vuelo de regreso de Lakehurst a Friedrichshafen; en la noche del martes había finalizado su vuelo. Los habitantes de algunas pequeñas poblaciones españolas lo vieron pasar flotando sobre sus cabezas, las cabinas intensamente iluminadas contra el cielo. Cuando la medianoche puso fin al 3 de septiembre, la nave se hallaba ya próxima a Burdeos, superado el peor de sus muchos peligros.

El desastre fue la caída de un avión de la Transcontinental Air Transport (TAT) sobre Nuevo México, a causa de una tormenta; murieron ocho personas. El golpe causado al transporte aéreo norteamericano parecía grave. A comienzos de julio, la TAT, con el coronel Lindbergh como consejero, había comenzado un servicio de costa a costa, junto con la compañía de ferrocarriles de Pensilvania y la de Santa Fe. En los anuncios de periódico se veía a Lionel Barrymore descendiendo del Airway Limited, que había reducido la duración del viaje de Nueva York a Los Angeles a un tiempo récord de 48 horas. Los pasajeros tomaban un tren nocturno de la Compañía Pensilvania, de Nueva York a Columbus, en el estado de Ohio; de día volaban desde Columbus a Waynoke, en Oklahoma, y de allí, tomaban otro tren nocturno, de la compañía de Santa Fe, hasta Clovis, en Nuevo México, continuando por avión hasta la costa. Parecía que se habían tomado todas las precauciones; no se les permitía volar de noche. Y ahora, justo antes de acabar el primer verano de servicio, uno de los grandes trimotores se encontraba destrozado en la ladera del monte Taylor, en el estado de Nuevo México.

Paradojas de la historia de la aviación

Compárense estos dos acontecimientos a la luz de los posteriores progresos en aviación. El primero resultaba esperanzador, y, sin embargo, durante los ocho años siguientes ninguna nave más ligera que el aire cruzó el Atlántico norte, a excepción del Graf Zeppelin, y del malogrado Hindenburg, al tiempo que todas las experiencias con dirigibles de la Marina de Estados Unidos resultaron claramente funestas. El segundo acontecimiento resultaba desesperanzador y, sin embargo, el servicio aéreo nocturno entre Nueva York y Los Angeles está totalmente normalizado. Todavía continúan ocurriendo desastres aéreos ocasionalmente, pero ahora ya sabemos -o creemos que sabemos- que se tratan tan sólo de ligeros contratiempos en lo que es un avance inevitable.

Abra las páginas del periódico y encontrará una diversidad de acontecimientos que tuvieron lugar el 3 de septiembre. Podrá leer que en Carolina del Norte se estaba formando un jurado para el juicio de dieciséis huelguistas y supuestos comunistas, acusados del asesinato del jefe de policía de la ciudad industrial algodonera de Gastonia, en la que desde hacía meses se venía desarrollando un desagradable conflicto laboral. Podrán leer los escándalos petroleros del Gobierno de Harding. A Harry F. Sinclair, que cumplía condena en la cárcel del distrito de Columbia, por desacato al Senado, se le informó que no se le permitiría más salir de la cárcel para realizar recados para el farmacéutico de la prisión, a quien se le había asignado, en calidad de ayudante de farmacia. Verá que el comandante Byrd (todavía no era almirante) se hallaba esperando en medio de la nieve de Little America para realizar el primer vuelo sobre el Polo Sur, pasando el tiempo en la emisión de un impulso de radio, que descorrió las cortinas de una gran foto suya en la Exposición Nacional de Radio de Los Angeles.

Esa noche se estrenó en Nueva York Dulce Adelina, un espectáculo musical que mostraba una nueva tendencia a un nostálgico regreso a los sentimientos y locuras de. los años noventa. Eddie Cantor actuaba en Whoopee. Los aficionados al teatro acudían a ver Escena callejera y El fin del viaje. Los neoyorquinos que preferían el cine podían elegir entre Mujeres modernas, con Joan Crawford y Rod la Rocque; La dama miente, con Claudette Colbert y Walter Huston; El feroz Drummond, con Ronald Colman, y Dilo con música, con Al Jhonson.

A falta de la Casa Blanca, bueno es el Empire State

Por las columnas sociales de los periódicos se podía uno enterar de que el antiguo gobernador Alfred E. Smith se había alejado de las aceras de Nueva York lo suficiente para encontrarse como invitado de honor de un banquete de la elegante Southampton, durante el cual habló a los otros invitados sobre el servicio social. Después de haber sido derrotado por Herbert Hoovér en las elecciones de 1928, Smith se estaba preparando ahora para una presidencia más elevada, si bien algo más reducida, la del Empire State Building. Pero, por el momento, el rascacielos no era más que un proyecto. En la esquina de la Quinta Avenida con la calle Treinta y Cuatro, donde pronto se alzaría, los obreros estaban demoliendo el viejo edificio de ladrillo y piedra del hotel Waldorf Astoria.

Encontrará más cosas en el periódico que no aparecen como noticias, que cobran ahora un significado diferente del que parecían tener para los lectores de septiembre de 1929. Los anuncios de los grandes almacenes, por ejemplo, aparecían entonces naturales; ahora resultan curiosos. Aparecen chicas con vestidos con grandes escotes y largas caderas, en un intento de atraer lo que parece seguir siendo el deseo de toda mujer: parecer lo más estrecha y de pecho plano posible (las curvas de Mae West no se habían convertido todavía en una influencia nacional). Los vestidos de noche llegan, por delante, justo hasta debajo de las rodillas, aunque en los costados llegaban hasta el suelo, presagiando la llegada del vestido largo del comienzo de los años treinta.

O volvamos a repasar la lista de las películas. Encontrará algunas clasificadas como sonoras, y otras, en cantidades parecidas, aparecen como mudas. En septiembre de 1929, el cine sonoro constituía todavía una novedad; los críticos discutían de las diferentes técnicas con el cine mudo, considerando al sonoro más o menos como un torpe arribista.

La noticia histórica no estaba

El porqué el 3 ce septiembre de 1921) será recordado durante más tiempo es algo que no encontrará en los periódicos. Efectivamente, no podría haber un ejemplo mejor del contraste entre la perspectiva periodística y la perspectiva periodística y la perspectiva histórica que la manera, casi despreocupada, en la que los diarios publicaron un fenómeno de gran significado histórico: la lista diaria de precios de la Bolsa de Nueva York.

El hecho de que en el 3 de septiembre el precio de las acciones de la Dow Jones había alcanzado una nueva cota no era por entonces noticia de importancia. No se merecía grandes titulares. Los comentaristas financieros señalaron que un exceso de entusiasmo había provocado «otro de una larga serie de nuevos precios récords establecidos por el mercado de acciones». Ese, era todo. Los directores de periódicos no suelen volverse locos por acontecimientos normales. Y no podían saber entonces que la marca que esta última ola de agitación especulativa había dejado en el mercado financiero permanecería Imbatida durante mucho tiempo.

Y, sin embargo, fue el 3 de septiembre de 1929 cuando el gran mercado de ganado llegó a su punto culminante. En efecto, si hay que considerar un día en particular para señalar el punto máximo del período de prosperidad del Gobierno de Coolnidge-Hoover, la estadística se muestra clara: ese día fue el 3 de septiembre de 1929. En esta fecha, el pueblo de Estados Unidos traspasó la línea divisoria económica y comenzó el descenso hacia la Gran Depresión.

El significado histórico de las cifras de las páginas financieras nos pasó inadvertido, tanto a usted como a mí. No teníamos ni la más mínima idea de que estábamos cruzando una línea divisoria. Pensábamos que todavía podíamos seguir avanzando. Y, sin embargo, en ese mismo momento, la tierra sobre la que pisábamos estaba empezando a abrirse.

Hombres y mujeres, desde Portland hasta Portland, en grandes masas, abarrotan las oficinas de los corredores de Bolsa, observando cómo los teletipos daban los precios del día: Por todas partes se habla de la Bolsa, de las fabulosas ganancias de fulanito, de bedeles vaqueros y criadas que han hecho una fortuna; se escucha en las fiestas, en los tranvías, en los trenes de cercanías.

Tengo un alambique en casa

La prohibición del alcohol es otro tema constante. La enmienda decimoctava está en pleno vigor, igual que los contrabandistas de licor. Muy poca gente ve la abrogación de la enmienda como una razonable posibilidad. Los estudiosos políticos bien informados argumentan, con total convicción, que algunos Estados secos podrían bloquearla indefinidamente. Los moralistas achacan la ola de delincuencia a la influencia de las tabernas clandestinas y lamentan que incluso hombres y mujeres de peso e influencia sigan acudiendo de cuando en cuando ante la puerta, con la ventanita de barrotes, donde Tony o Mino les escudriñan antes de permitirles que pasen a disfrutar unos Martinis.

El presidente Hoover ha nombrado una comisión para estudiar la cuestión del cumplimiento de la ley, y hoy mismo, el presidente del comité, George W. Wickersham, se encuentra en viaje de Nueva York a Washington, estudiando la agenda de la reunión de mañana por la mañana, en la cual se decidirán las personas encargadas de realizar varios estudios. Van a comenzar la realización de unos estudios sobre la forma en que se comportan los tribunales, la libertad vigilada, la libertad provisional, el índice de delincuencia entre los nacidos en el extranjero, la falta de respeto a la ley entre los funcionarios del Gobierno, y así hasta completar una larga lista. La prohibición es tan sólo uno de los muchos asuntos que se proponen investigar; efectivamente, de cinco largas páginas de las actas de la reunión de mañana, tan sólo se le menciona en dos líneas. Pero a la gente común sólo parece importarles la prohibición.

El coronel Lindbergh acaba de regresar a Hicksville, en Long Island, después de haber realizado alguna acrobacia espectacular con el escuadrón High Hat, de aviadores de la marina, en la competición aérea de Cleveland. El coronel lleva varios meses casado. Hace tan sólo unos días, su esposa efectuó su primer vuelo en solitario en Hicksville. Hasta el año siguiente no nacerá Charles A. Lindbergh, hijo, y todavía pasarán dos años y medio antes de que la tragedia entre en la familia.

Sin novedad en el frente encabeza la lista de libros más vendidos, a bastante distancia de Dodsworth, de Sinclair Lewis, y de El arte de pensar, de Dimnet. La primera edición de Adiós a las armas, de Ernest Hemingway, se encuentra en encuadernación; aparecerá dentro de unas semanas... Al Capone está cumpliendo una sentencia de un año en la penitenciaría oriental de Filadelfia por llevar una pistola, pero su nombre sigue siendo todopoderoso... Mire en las calles, a su alrededor; fíjese en los automóviles, largas líneas horizontales con ángulos rectos en las ventanas; pocas curvas, ningún extremo acabado en punta, en ninguna parte se ve una línea aerodinámica...

Entre los nombres familiares a la gente común, nombres que aparecen frecuentemente en la prensa, están los del obispo Cannon, Texas Guinan, el senador Heflin, Mabel Walker Willebrandt, Hugo Eckener, Dolly Gann, Jimmy Walker, «Doug y Mary», Legs Diamond...

La prosperidad se da por descontado. En Chicago, Samuel Insull se halla en la cumbre de su carrera; ve cómo las acciones de Inversiones Insull Utilities alcanzan un alto precio, ese día de 115, unas acciones que le llegaron a él, hace menos de un año, a un precio por debajo de ocho. Está preparando el lanzamiento de otra súper-súper compañía más, y se dispone a presenciar la primera temporada de ópera popular, que se celebrará en el gigantesco edificio que él le ha preparado... En Detroit, grandes hombres de negocios están discutiendo una jugada para combinar docenas de bancos en grandes grupos... En Nueva York, el edificio Chrysler está creciendo, y ya se han tendido los primeros cables a través del Hudson para la construcción de lo que todo e mundo llama el puente del río Hudson, pero que, más tarde, aprenderán a llamar el puente de George Washington... Los inversionistas se preguntan si deberían cambiar sus acciones de primera clase por acciones del nuevo grupo de inversión Blue Ridge... El volumen de negocios del día, según lo refleja el gran tablero, es de 4.438.910 acciones; el dinero a 1 vista para los especuladores está a 9%, y el redactor-jefe de la sección financiera de uno de los periódico neoyorquinos está escribiendo s artículo para la edición matutina de mañana: «Las operaciones siderúrgicas han descendido, per puede perdonársele a Wall Street que no considere el asunto con total seriedad, ya que el tradicional descenso veraniego se ha aplazado hasta el final del verano.» Quizá s está usted diciendo a sí mismo «¿Por qué no comprar ahora s tengo dinero en el banco o puedo conseguir un préstamo? ¿Por qué no comprar antes de que los grupo de inversión retiren del mercado todas las buenas acciones?»

La lección del pasado

La perspectiva y una excesiva simplificación nos dan a veces una falsa impresión del estado de cosas en cualquier momento del pasado, y, en particular, del ambiente en el que los dirigentes públicos realizaban su trabajo diario y se enfrentaban a sus problemas cotidianos. Por algunos de los libros que se han escrito recientemente sobre la neutralidad norteamericana en el período 1914-1917, se podría deducir que Woodrow Wilson pudo prever que la guerra europea continuaría hasta 1917, y que los alemanes se engarzarían en una guerra submarina ilimitada. Y, lo que es más, se podría decir que la cuestión de la neutralidad fue la única cuestión de política importante a la que Wilson tuvo que hacer frente. Según algunas versiones de historia más reciente, se podría sacar la idea de que Franklin Roosevelt, que se hallaba haciendo campaña

(Pasa a página 42)

(Viene de página 41)

para la presidencia, en 1932, debe haber previsto el colapso total del sistema bancario en 1933, y que, por consiguiente, debería haber explicado que, al acaecer este desastre, sentiría la necesidad de hacer algunas cosas que no había incluido en su manifiesto electoral de 1932. Y, según otras versiones de historia reciente, se podía suponer que el 3 de septiembre de 1929, Herbert Hoover debe haber previsto un pánico que llevaría a una depresión prolongada, y que todo lo que tenía que hacer era decidir cómo hacer frente a esta situación apurada. Podríamos llegar a olvidamos qué variadas y apremiantes eran las responsabilidades de la presidencia, y qué espesa era la niebla que cubría el futuro.

Ese día, el presidente Hoover acababa de regresar al cegador calor de Washington, después de un fin de semana en su residencia campestre de Rapidan. Estuvo reunido con el Gabinete de diez y media a doce.

Como el Comité Nacional debía reunirse pronto, se puede suponer que ciertas cuestiones de organización del partido, de nombramientos, así como de estrategia política, ocupaban al menos parte de la atención del presidente y de sus invitados durante su estancia en la Casa Blanca. Estas cuestiones eran numerosas y urgentes. No tenemos ningún registro de lo que discutió el Gabinete esa mañana, pero sí sabemos cuáles eran algunos de los problemas que les preocupaban, en especial al presidente.

Estaban, por un lado, las negociaciones de armamento con Gran Bretaña, con una serie de problemas técnicos y diplomáticos. Hoover había averiguado que tres compañías constructoras de buques norteamericanas habían contratado a un experto naval, un tal William B. Shearer, como observador en una reciente conferencia de desarme, con la intención, seguramente, de que intentase bloquear la reducción de equipo naval. ¿Debería sacarlo a la luz pública? (lo hizo tres días después).

Por otro lado, estaba la espinosa cuestión de los aranceles, sobre la cual un comité del Senado iba a presentar un informe al que Borali y un grupo de progresistas acababan de anunciar su oposición: había aquí otra fuente de dificultades técnicas y otros problemas de conciliación y adaptación. Había el peligro de que Rusia y China entraran en guerra por el Ferrocarril Oriental chino del norte de Manchuria, un peligro que olvidamos ahora porque fue superado. Había también la cuestión de la prohibición, de la ayuda a la agricultura, y de la política mexicana, y así sucesivamente, en una lista larguísima de problemas.

Resulta característico del temperamento de la época que cuando el 4 de septiembre el Herald Tribune, de Nueva York, dedicó un largo editorial a una alabanza de los seis primeros meses de Hoover en la presidencia citase muchos logros y se refiriese a muchos problemas, pero no dijera ni una palabra sobre la Bolsa, ni insinuara al menos en una línea que el presidente es responsable del mantenimiento de la estabilidad económica. Permítaseme volver a repetir que la prosperidad que el país venía disfrutando se consideraba como algo natural. Muchísima gente pensaba que la Bolsa estaba peligrosamente alta y que algún día se vendría abajo y haría mucho daño, y el presidente mismo se encontraba molesto ante la situación. Pero entre las nubes de tormenta que se divisaban en el horizonte poca gente veía una depresión económica de grandes proporciones. Nadie sabe probablemente con exactitud qué pasó por la mente de Herbert Hoover durante las opresivas horas del 3 de noviembre, e incluso puede que él mismo no lo recuerde, pero es posible que ni en una sola ocasión prestase atención, durante el día, a la situación económica general o que sintiese ningún presentimiento de hundimiento económico.

Esta conjetura no va ni en defensa de Hoover ni intenta condenarle. Tan sólo intento dar una idea de cómo parecía estar todo en Washington el 3 de septiembre de 1929. Había mucho por hacer, había problemas, cuestiones complejas y confusas; pero el hombre de la Casa Blanca, y aquellos otros que caminaban lentamente bajo el resplandeciente sol de Washington para conversar con él en la reunión del Gabinete no se daban cuenta de que también ellos se encontraban a punto de traspasar la línea divisoria.

En ese 3 de septiembre murió el último superviviente de la guerra contra México. Hacía dieciséis años y medio que William H. Taft había descendido por la avenida de Pensilvania, camino del Capitolio, con el presidente Wilson, sonriente, a su lado; ahora, Taft era juez supremo de Estados Unidos, pero su salud era mala; sólo le quedaban unos pocos meses de vida. Thomas A. Edison, a sus 83 años de vida, con todos sus éxitos como inventor a sus espaldas, se hallaba, en este día tan caluroso convaleciente de un ataque de pulmonía, sentado en una silla, fumando puros y declarando que esperaba regresar a Dearborn dentro de algunas semanas para celebrar los cincuenta años de la bombilla incandescente. Sus esperanzas estaban justificadas: el día de la celebración se encontraba allí; todavía le quedaban dos años completos de vida.

La herencia de Sacco y Vanzetti

Pero resulta más interesante, examinado 1929 desde la perspectiva de 1937, echar un vistazo a los tímidos nacimientos de corrientes de influencia o de agitación popular, que habían de convertirse más tarde en disturbios.

Walt Disney llevaba alrededor de un año realizando películas del Ratón Mickey y acababa de estrenar su primera Sinfonía estúpida, aunque todavía no estaba seguro de que hubieran acabado sus años de amargo desaliento y necesidades; las nuevas películas iban bien, pero su fama era todavía algo limitada, y la niebla ocultaba todavía a Los Tres Cerditos y el Lobo Feroz.

En el observatorio Lowell, de Flagstaff, Arizona, los astrónomos se hallaban enfrascados en una búsqueda rutinaria de un planeta cuyo descubrimiento en el borde exterior del sistema solar hacía tiempo que se había predicho. Era un trabajo desalentador, pues la búsqueda llevaba realizándose intermitentemente en Flagstaff desde 1905. El 3 de septiembre, Clyde W. Tombaugh estaba engrasando el mecanismo impulsor del telescopio de trece pulgadas, tomando una serie de notas de observación, disponiendo el suministro de placas fotográficas para preparar el traba o de dos semanas durante las cuales iban a fotografiar una región del cielo donde se suponía que se encontraba el planeta. No sabía que esta búsqueda sería infructuosa, pero que al cabo de cinco meses darían, por fin, con la región correcta del cielo y que el descubrimiento por el doctor Tombaugh del planeta Plutón sería aclamado como el más importante acontecimiento astronómico del año 1930...

El hombre entonces gobernador de Nueva York era grandemente conocido como un atractivo y popular dirigente del Partido Democrático, y como amigo y discípulo de Al Smith. Resulta interesante señalar que el 3 de septiembre de 1929 el gobernador Franklin D. Roosevelt estaba esperando las respuestas a un cuestionario que acababa de enviar a los alcaldes y presidentes de consejos de todo el Estado de Nueva York, preguntándoles si sus pueblos recibían la energía eléctrica de compañías privadas o de centrales municipales, y cuál era el coste. Esta acción podría parecer profética, pero a los mortales, a los que se les niega el don de la profecía, no les pareció muy importante en ese momento. Cualquier habitante de Albany les hubiera dicho que Franklin D. Roosevelt estaba recogiendo la información que creía necesaria para «llevar a cabo la política energética de Al Smith».

El 3 de septiembre de 1929, un tal Adolf Hitler era el cabecilla de un grupo político en crecimiento en la República alemana, si bien pocos alemanes bien informados le tomaban en serio. Jorge V era rey de Inglaterra, y al príncipe de Gales, que llevaba algunas semanas aprendiendo a volar, le pasó inadvertida la presencia en Inglaterra de la joven señora de Ernest Simpson.

La madeja histórica

En la madeja de la historia hay incontables hilos individuales semejantes al anterior, así como un número infinito de combinaciones. La historia de cada empresa de negocios es una serie de combinaciones, al igual que la de cada comunidad, grupo profesional, arte, deporte, industria. Si le preguntasen a un político de Chicago qué estaba haciendo el 3 de septiembre de 1929, la mejor manera de situarle la fecha en la memoria sería recordarle que fue el día en que murió el antiguo alcalde Denver. Ese hecho habría tenido en su propia corriente histórica mayor importancia que cualquiera de los otros que he mencionado hasta ahora. Para un leñador de Idaho, el 3 de septiembre podría ser ese día de preocupación en el que los incendios forestales se aproximaban a su demarcación; para un entusiasta de las carreras de caballos sería el día en que Nut ganó el Handicap Hourless, convirtiéndose en el principal aspirante al Trofeo Lawrence; para un químico, el día en que finalmente decidió acudir a la reunión de la Sociedad Norteamericana de Química en Minneápolis, en la que Bonhoffer habría de leer su ponencia sobre la división de hidrógeno en parahidrógeno y ortohidrógeno. Cuando un hombre se sienta a escribir una historia del ferrocarril norteamericano, o de la ciudad de Schenectady, o de la poesía californiana, combina algunos de estos hilos. E, inmediatamente, el problema comienza a confundirle. ¿Qué acontecimientos, qué tendencias deberá incluir y qué importancia debe darle a cada una? Hasta cierto punto, toda decisión que tome dependerá, naturalmente, del número de gente que se vea afectada por esos acontecimientos o tendencias. Los incendios forestales de Idaho, por ejemplo, afectan claramente a más gente que el hecho de que tía Sarah pueda ya sentarse en el porche. La decisión dependerá, hasta cierto punto, de la duración del efecto: los incendios pueden afectar el trabajo de los leñadores o el comportamiento de los ríos de Idaho mucho tiempo después de que Nut haya sido ya retirado a pasar los últimos años de su vida en una granja. El historiador intenta conseguir una especie de común denominador de nuestras experiencias colectivas, corregido por lo que sus conocimientos le dicen sobre su importancia a largo plazo. Pero en todas sus decisiones interviene un poco el arte de la adivinanza.

Variarán según sus prejuicios personales, sus opiniones, sus áreas de conocimientos y de ignorancia. A un comunista, el 3 de septiembre de 1929 le puede parecer el día en que el capitalismo norteamericano comenzó su última (o casi última) crisis camino del colapso total. A un conservador republicano le puede parecer el día en que comenzó una crisis causada por un exceso de entusiasmo especulativo, acelerada por el pánico europeo resultante de la guerra y prolongada por la demagogia económica de los demócratas.

Vemos de nuevo que las adivinanzas del historiador variarán de acuerdo con el momento en que sean hechas. Hace ahora casi dos

(Pasa a la página 44)

(Viene de la página 43)

años que pensé, por primera vez, escribir el artículo que está leyendo ahora. En esa época redacté un borrador del texto sobre el Graf Zeppelin. Escribí que desde « 1930 ninguna nave más ligera que el aire había cruzado el Atlántico Norte, a excepción del Graf Zeppelin». Unas semanas después leí que un nuevo zeppelin iba a sobrevolar el Atlántico Norte durante la primavera de 1936, y entonces me di cuenta de que en muy poco tiempo podía cambiar todo el panorama. Pronto se consideraría el triunfal vuelo del Graf Zeppelin, en 1929, no como el falso amanecer de una era de vuelos transatlánticos en dirigibles, sino como un amanecer auténtico, aunque prematuro. Y, consiguientemente, corregí el borrador. Llegó el Hindenburg, realizó con éxito toda una serie de vuelos rutinarios, confirmando aparentemente lo acertado de mi corrección. Mientras tanto, yo había dejado el artículo a un lado, inédito. Entonces sucedió el desastre del Hindenburg, y de nuevo, la aparente importancia relativa de los dos acontecimientos de aviación del 3 de septiembre de 1929 dio un brusco cambio. ¿Quién sabe hoy lo que estos dos acontecimientos le dirán al historiador de 1950 o del año 2000?

¿E incluso, quién sabe qué opinión merecerá lo que he escrito sobre John L. Lewis? Si por casualidad lee este artículo en 1950, en una colección encuadernada de la revista Harpers, ¿le extrañará que dedicase más espacio a Lewis que a Howard Scott o al doctor Townsend, o le extrañará que no tuviese la inteligencia de dedicarle toda una página? (Si está totalmente seguro de la respuesta, escríbala ahora, guárdela hasta 1950 y luego compare su previsión, con, digamos, la del señor Hoover y sus ayudantes, en 1929.)

Son ejemplos pequeños, pero característicos, de la forma en la que los nuevos acontecimientos cambian constantemente nuestra opinión sobre hechos pasados.

Jamás cesa de haber cambios. La gente habla a la ligera del veredicto de la historia, como si fuera alguna vez unánime o segura. No lo es. ¿Cuál fue la grandeza de Karl Marx? ¿Qué provocó la caída de Roma?

Sin embargo, el paso del tiempo hace menos difícil nuestras adivinanzas. Nadie que esté escribiendo una historia de Estados Unidos, en 1937, sugeriría que las diferencias de opinión sobre la ley de aranceles de los republicanos en septiembre de 1929 tenían mayor importancia que los acontecimientos de la Bolsa de Nueva York. Nadie que haya presenciado los cambios económicos que han tenido lugar desde entonces y los cambios políticos que han provocado puede negar que estábamos en un punto divisorio, que atravesamos, inconscientemente, ese caluroso martes de comienzo de septiembre. Poco a poco se van acumulando las pruebas, y empezamos a tener una idea más clara del tamaño y la forma de los bloques con los cuales se levanta el edificio de la Historia.

Pero, incluso ahora, no tenemos todas las pruebas. ¿Quién sabe si a los hijos de nuestros hijos el 3 de septiembre de 1929 puede recordarles principalmente el nacimiento de algún muchacho que está hoy todavía en la escuela?

Este artículo fue escrito por Frederick Lexis Allen y publicado por Harper's Magazine, en 1937. Copyright, by 1937 Harper`s Magazine. Todos los derechos reservados. Traducción R. Palencia

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_