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La amistad de Bergamín con Unamuno y Ortega

Una paz idílica, «cimentada en el consenso», reinaba en los quinceañeros tiempos de este siglo. De cuando en cuando, esta armonía se veía turbada por algunos atentados terroristas. Un fantasma recorría Europa y también había atravesado las sólidas fronteras españolas. Un joven «esqueleto vivo», delgado y estirado, que se llama José Bergamín, se asoma por aquellos años a la vida española.No somos creadores de nuestro ser, aunque podamos formar nuestra figura espiritual. Nadie es padre de sí mismo. Comenzamos a descubrir nuestra personalidad por una identificación inconsciente, no sabia. Así, este joven Bergamín, oidor de las andanzas del fantasma, buceador de sombras clásicas, sufría ya las cruelísimas antítesis del pensamiento, la pasión pura de la razón paradójica y dual. Es lógico, pues, que siendo tan naturalmente unamunesco, al conocer a Unamuno, naciese entre ambos una amistad viva y perenne. El primer encuentro se produjo con motivo de una conferencia que dio Unamuno en el Ateneo. Don Francisco Bergamín, entonces ministro de Instrucción Pública, había destituido a Unamuno del rectorado de la Universidad de Salamanca. Sin embargo, acompañado de su hijo, acudió a la conferencia. Al verle allí, Unamuno se sorprendió y, rindiéndose ante el gesto de don Francisco, renunció a atacarle.

Cuando Bergamín publica su primer libro, El cohete y la estrella (1923), apareció un comentario de Unamuno sobre esta obra: «Existir es pensar y pensar es comprometerse. ¿Sabe el joven José Bergamín, al decir esto, lo que significa?», escribía Unamuno. Sí que lo sabía desde mucho tiempo, pues pasaba la vida abismándose en los laberintos de la razón pura crítica. «Existir», continúa Unamuno, «es salir fuera de sí, enajenarse o enloquecerse, poniéndose loco.» La existencia es alienación, ajenarse u objetivarse, dice Marx, y lo confirmaría más tarde Sartre. Y pensar es defenderse, guarecerse contra la locura de la existencia, ensimismándonos en nuestra pequeña parcela interior. «Pensar es comprometerse con la eternidad», afirma Unamuno. Pero Bergamín se comprometerá, además, con el tiempo, con la historia, con la lucha heroica del pueblo español o de los pueblos españoles.

Al asumir Bergamín la dirección de Los Lunes de El Imparcial, escribió a Unamuno, invitándole para colaborar. Aceptó el ofrecimiento y envió un artículo sobre Renán, con motivo de su centenario. La dictadura de Primo de Rivera destierra a Unamuno. Formando parte de la manifestación de protesta que dirigía el poeta y torero Sánchez Mejía, vuelven a encontrarse fugazmente en la estación del Norte. Pero cuando se creará una amistad más íntima es en el primer verano del exilio de Unamuno, en Hendaya. Jean Cassou estaba traduciendo La agonía del cristianismo, y Unamuno pidió a Bergamín que hiciese unas observaciones sobre esta traducción. A su vez, escribía Bergamín Cabeza a pájaros, que dedicó a «Unamuno, sembrador de vientos espirituales». Y comienza una íntima y jugosa correspondencia: «Estoy releyendo a Shakespeare... Y comparé la muerte de Falstaff con... Y con la muerte civil de España, a la que para consolarla le dicen que no piense en la justicia. Sólo nos acordamos de ella los pesimistas. Los alcahuetes no hablan más que de eso que llaman orden. Sin percatarse de qué orden es el que hay... Y que más terrible que el salto en las tinieblas es el vagabundeo en el vacío. Y le dejo. No olvide saludar a su padre. Y usted sabe cuán su amigo es Miguel de Unamuno. Hendaya (Hotel Broca), 13-2-1926.»

Los diablos que nos habitan

Con el advenimiento de la República, Unamuno se instala en Madrid y Bergamín puede verle con frecuencia. Una tarde, don Miguel le lee una narración: Don Sandalio, jugador de ajedrez. En mayo de 1932 pronunció Bergamín una conferencia sobre La importancia del demonio, en la Residencia de Señoritas, que completó Unamuno con una disquisición sobre los diablos que pueblan el mundo y nos habitan. Funda Bergamín Cruz y Raya y le invita a colaborar. Unamuno no aceptó porque, no siendo católico, no creía que debía hacerlo. Sin embargo, le ofreció ayuda y colaboró enviándole, el 18 de octubre de 1934, cuatro admirables sonetos, uno de ellos dedicado a Ortega y Gasset. Unamuno visitaba con frecuencia la revista. En cierta ocasión se tradujo a sí mismo del alemán, de un ensayo de Landsberg y también tradujo del griego un fragmento de los presocráticos. En 1936 volvieron a verse y hablaron de la santificación de Pío X. « ¿Cómo ve usted la situación?», le preguntó Bergamín. «No veo, no veo», contestó Unamuno presa de gran desasosiego. Fue la última vez que se vieron.

Bergamín profesó siempre por Ortega una gran admiración, por su estilo literario y su pensamiento rico, vivo, inequívocamente experimental. Al regresar Ortega de Alemania e iniciar sus clases en la Universidad, Bergamín fue de los primeros en inscribirse en su curso de psicología. Aparece La deshumanización del arte (1925) y Bergamín formuló en El Sol unas observaciones críticas que no fueron del agrado de Ortega. También algunos epigramas que publicó empañaron levemente su amistad. Pero cuando Bergamín dictó una conferencia sobre El pensamiento hermético de las artes, en el Museo de Arte Moderno, Ortega se le aproximó a susurrarle un consejo al oído: «Lea usted muy despacio, y cuando crea que va muy deprisa, lea todavía, más despacio.» Más tarde, Ortega, afanoso de una formulación más rigurosa y sistemática de su pensamiento, se interroga sobre ¿Qué es la filosofía, en una serie de brillantes conferencias que no satisfacen por completo a Bergamín, mejor dicho, que le dejan ansioso de una respuesta definitiva.

Al primero que pidió consejo y ayuda Bergamín, cuando estaba organizando Cruz y Raya, fue a Ortega: «Y lo encontré tan generoso que me añadió su propia colaboración personal para uno de los primeros números, colaboración extraordinariamente significativa, por serlo suya y por el contenido del texto elegido por él para dármelo».

En agosto de 1936 estaba gravemente enfermo Ortega, en la Residencia de Estudiantes. Bergamín, que había sido elegido presidente de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, fue a saludarle e interesarse por su salud. También le agradeció su firma en el Manifiesto de Adhesión a la República, que María Zambrano le llevara días antes. Bergamín le aconsejó que fuese a operarse al extranjero. Ortega fue el primero en hablar de los acontecimientos y le confesó su dolor, como republicano y liberal, ante la guerra civil. Al despedirse, tomó la mano de Bergamín y le dijo: «Apruebo lo que usted hace. Yo haría lo mismo en su lugar, quedándome en España y luchando ... » «Sus palabras son para mí como una bendición a mi conducta», le respondió Bergamín.

En 1939 Bergamín se exilia. Después de su largo peregrinaje, Ortega regresa, y fallece en Madrid en noviembre de 1955. Su entierro fue una impresionante manifestación juvenil de protesta y dolor que inició el camino de la resurrección de España.

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