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El atentado

La iglesia de las Salesas Reales de Madrid aparece desde hace tiempo rematada por una antena de televisión. Saliendo desde Conde de Xiquena, cualquiera puede ver este sencillo monumento a la incultura de un país, sobre el frotón rococó trazado por Francisco Carlier. Habida cuenta la importancia del antiguo convento al que el templo perteneció en su día, sería Curioso saber quién mandó colocarla, quién concedió el permiso pertinente y, sobre todo, qué piensa de tal atentado el pueblo madrileño.Bien es verdad que desde tiempo atrás un calvario de cruces similares venía amenazando desde más escondidos aledaños. Ya las casas a espaldas de la iglesia mostraban sus colgajos de cables y sus tejados repletos de mástiles enhiestos desde las viejas cubiertas de pizarra hasta las cimas pobladas de grises jarrones y arcángeles blancos. Pero aun así no se debían recibir bien los programas porque ahora ese nuevo elemento de nuestro paisaje, imprescindible en campos y ciudades, ha venido a asentarse en lo más alto de los muros que sirven de panteón solitario al mejor alcalde de Madrid, un rey amante de la paz, que vivió y pasó a mejor vida con el nombre de Fernando VI.

Parece ser que cuando la televisión en sus albores ganó rango, en América, de espectáculo para hogares privilegiados, muchos que no lo eran instalaron en sus tejados antenas, a fin de que losvecinos y amigos de paso imaginaran interiores repletos de confort en torno al aparato extraordinario. El templo de las Salesas de Madrid es difícil que trate de empatar. ¿A quién?, ¿a las Descalzas Reales?, ¿a la escondida Encarnación?, ¿a la Virgen del Puerto que ya tiene su antena inevitable?

No; esa antena colocada en lo más alto de un monumento nacional del siglo XVIII mira seguramente más a los canónigos que a medirse con las que le rodean dentro y fuera del barrio. Pero ¿qué canónigo prebendal, lectoral, magistral, penitenciario, asilvestrado o regular ve los programas que por ella llegan? Si prebendal, tal vez prefiere los filmes que acaban en solemnes juicios; si lectoral, la vida de Moisés recibiendo del Señor las Tablas de la Ley; si magistral, escuchará las prédicas con que amontonan votos futuros ministrables; si, en fin, penitenciero, puede que aprenda a conocer el fondo de los hombres poblado por igual, de vicios y virtudes.

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Como el ejemplo cunda, si nadie pone coto a desmanes tales, podría darse el caso de ver a nuestros monumentos convertidos en campos de marcianos. Quien lo dude no tiene sino visitar en Muel la ermita de Nuestra Señora de la Fuente decorada por Goya en sus comienzos. Su exterior más parece una estación de radar que capilla donde dejó su huella uno de los tres más grandes pintores españoles.

Propietarios, devotos, guardas, canónigos, todos aquellos que de un modo u otro viven vecinos a nuestras iglesias y palacios se dirán: ¿Por qué nosotros no? Y por tales razones se podrán alzar antenas o repetidores en cualquier real sitio, en las torres de cada catedral, en el Patio de los Leones de la Alhambra.A no ser, claro está, que la antena de marras se deba a algún deseo póstumo del rey Fernando VI. Pues, como todos sabemos, nuestro mejor monarca de la paz resultó, en sus días, el rey más aburrido de nuestra propia historia. Nada le entretenía; ni el Gobierno o la caza, ni mucho menos los espejos de palacio que le representaban, no como sus artistas le pintaban, sino tal como era: bajo, sombrón, callado y melancólico. Su constante miedo a la muerte, su soledad sin hijos, sus constantes depresiones de las que Bárbara de Braganza no siempre era capaz de rescatarle, hicieron de él una sombra furtiva y, sin embargo, cordial para los madrileños que siguieron sus días, paso a paso, desde las frondas de su Buen Retiro hasta Villaviciosa de Odón, en donde sucumbió a su locura finalmente. No hubo hasta entonces, ni después tampoco, una pareja real menos dotada por la naturaleza; pues si el rey no era precisamente un dechado de gracias, la reina, con su boca desproporcionada, sus ojillos menudos y redondos mofletes, no le iba a la zaga ni siquiera en la faz de las medallas que con motivo de sus bodas se acuñaron. Y, sin embargo, resultó su reinado. uno de los más felices, prósperos y tranquilos que conocieron por entonces los españoles. El único en no disfrutarlo fue el monarca, que eligió como mentores en los negocios del Estado y del alma a dos singulares personajes. Cada cual a su modo debían de aliviarle. Si el padre Rávago le empujó hacia la paz, Carlos Broschi Farinelli, «el prodigio de Europa», consiguió alzar a su regio protector de los negros abismos de la melancolía. El tal Farinelli, napolitano, de la ilustre progenie de los famosos «castrati», ganó a lo largo de su vida tanto como perdió en la operación a la que en la niñez fue sometido para aguzar sus trinos en bien de los melómanos. Su canto, que según sus contemporáneos embelesaba tanto a nobles como a sabios, tuvo la singular virtud de ganar para siempre el favor real, convirtiéndole en cortesano destacado. Su genio no se mostraba sólo en sus dotes superiores, sino que supo organizar, durante años, sucesivos espectáculos en el Retiro, de Madrid, y en los jardines de Aranjuez, donde nunca faltó la aristocracia de la corte.

Mas, como nada dura eternamente, ni siquiera la vida de los príncipes, María Bárbara de Braganza, pensando sobrevivir al rey, murió antes que el monarca, tras fundar el convento del que hablamos. El destino quiso que, si escuchó las protestas del pueblo por el gasto excesivo, no llegara, en cambio, a ver el final de las obras, llevándose consigo la poca luz que a su esposo le quedaba.

Unidos en la vida y en la muerte, en el fondo convencidos burgueses, seguramente hubieran sido, entusiastas de una televisión real a su medida si en la pantalla, entre festival y festival, hubiera sonado la voz de su bien amado Farinelli. Desde su sitio real, tal vez le hubieran nombrado asesor de programas musicales, o quién sabe si director general, puesto que dominaba como nadie el espectáculo. Si así fuera, si desde su panteón el rey Fernando, abúlico y noctámbulo, ve los programas de la noche, sería cuestión de tomarlo en cuenta para mejorarlos; mas si la antena es sólo un desafuero de sacristanes o canónigos, un atentado a medias entre la incultura y el desacato, mejor sería retirarla para dar al arte lo que es del arte y a Dios los que es de Dios en la vida y en los muros eclesiásticos.

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