La fama
Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar.
Recordar el patio de tierra y la parra, el zaguán y el aljibe.
Haber heredado el inglés, haber interrogado el sajón.
Profesar el amor del alemán y la nostalgia del latín.
No haber salído de mi biblioteca.
Ser Alonso Quijano y no atreverme a ser don Quijote.
Haber conversado en Palermo con un viejo asesino.
Conocer las ilustres incertidumbres que son la metafisica.
Leer a Macedonio Fernández con la voz que fue suya.
Agradecer el ajedrez y el jazmín, los tigres y el hexámetro.
Haber enseñado lo que no sé a quienes sabrán más que yo.
Ser esa cosa que nadie puede definir: argentino.
Haber honrado espadas y razonablemente querer la paz.
No ser codicioso de las islas.
Ser ciudadano de Ginebra, de Montevideo, de Austín y (como todos lo hombres) de Roma.
Agradecer los dones de la Luna y de Paul Verlaine.
Haber urdido algún endecasílabo.
Haber vuelto a contar antiguas historias.
Haber ordenado en el dialecto de nuestro tiempo las cinco o seis metáforas.
Haber eludido sobornos.
Ninguna de esas cosas es rara y su conjunto me depara una fama que no acabo de comprender.
Buenos Aires, 1979
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