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Tribuna
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Respuesta a una carta

Hace más de tres años un relato mío fue prohibido en Argentina; en él se narraba la inexplicable desaparición de un hombre en una oficina nacional a la que había sido convocado junto con otras personas. Que ese cuento fuera visto como una denuncia y una provocación no tiene nada de extraño; tal vez a los censores del régimen les hubiera parecido más extraño enterarse de que el cuento había sido escrito dos años antes de que en mi país las desapariciones se transformaran en un nuevo, silencioso y eficaz vehículo de la muerte.Un escritor responsable debe asumir las consecuencias de sus escritos, que a veces sobrepasan lo imaginable. Yo inventé un desaparecido, y hoy me toca volver a ese tema en un terreno horriblemente real y cotidiano. No soy el único que enfrenta ese deber y esa tarea, pero me cabe el triste privilegio de haberlo vivido ya imaginativamente antes de que se concretara en múltiples ocasiones en Argentina. Un mero personaje de palabras y papel tiene ahora los rostros de mujeres y de hombres bruscamente disueltos en la nada como una nube en el aire; tiene cada vez más nombres, aunque aquí, como en aquel cuento, yo hablé solamente de uno de ellos; pero esa sola persona es legión, y es por ella y de ella que hablo.

Desde México me llega una carta de Daniel Vicente Cabezas para pedirme, como miembro del Tribunal Bertrand Russell, que haga todo lo posible para denunciar y esclarecer la desaparición de su madre, Thelma Jara de Cabezas, ocurrida en Buenos Aires el 30 de abril último. La prensa ha informado ya ampliamente sobre el hecho, puesto que la señora de Cabezas era la secretaria de la comisión de familiares de desaparecidos y detenidos por razones políticas, y lo era por la misma razón que hoy motiva estas líneas: su hijo Gustavo Alejandro, un estudiante de diciesiete años, desapareció en mayo de 1976, sin que hasta la fecha se hayan tenido noticias de su destino.

Es sabido que un grupo de madres y esposas en situaciones análogas- se reúne semanalmente en la plaza de Mayo en un desfile silencioso frente a la casa de Gobierno, y que su calificación de «locas de la plaza» contiene la mejor, exacta e implacable definición del régimen, que así pretende humillarlas y desalentarlas. Es igualmente claro que esa presencia reiterada bajo los balcones de la Junta Militar tiene un sentido contra el cual nada pueden las explicaciones oficiales ni los disimulos de los servicios diplomáticos en el exterior. como el coro de la antigua tragedia griega, ese puñado de mujeres admirables es un testigo que turba el sueño de los déspotas. Pero llega el día en que los déspotas buscan expulsar el coro del palacio, y la técnica de las desapariciones, perfeccionado a lo largo de varios años, entra en acción. No es por casualidad que se cumpla hoy en la persona de la señora de Cabezas, puesto que se trataba de una de las dirigentes del grupo, y su ausencia asesta un duro golpe a quienes viven en el desconcierto y la amenaza permanentes.

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Al escribirme desde México, su hijo Daniel Vicente cometió un error comprensible por la falta general de información que reina en nuestros países cuando se trata de lo que toca a la auténtica soberanía de los pueblos. Al apelar a mi intervención como miembro del Tribunal Russell, ignoraba que este tribunal llegó hace tres años al término de su cometido y que se disolvió luego de haber investigado la situación imperante en Argentina, Chile, Uruguay y otros países latinoamericanos sometidos a regímenes dictatoriales, y dictado una sentencia que condenaba (sólo moralmente, por desgracia) a esos regímenes en base a pruebas aplastantes de sus infinitas violaciones de los derechos humanos más elementales. Pero frente a la carta y la petición de Cabezas, tanto yo como cualquiera de los miembros del Tribunal Russell en una situación análoga, sólo podíamos hacer una cosa: asumir personalmente la responsabilidad de reiterar la denuncia del caso en cuestión y, por los medios a nuestro alcance, difundir lo más posible sus incalificables circunstancias. Como escritor, tengo la posibilidad de hacer llegar mi palabra a muchos lectores latinoamericanos y españoles, y nunca lo habré hecho con tanto deseo de ser leído como hoy, porque si nuestras armas intelectuales poco pueden contra la fuerza bruta, la mentira y el desprecio, tienen otro tipo de fuerza a largo plazo que se basa en la confianza en el lector honesto y libre, en la seguridad de que ese lector recogerá el mensaje que le alcanzan las palabras y a su vez le difundirá y le dará cada vez mayor peso, mayor eficacia.

Quisiera señalar algo que, en su siniestra simetría, da a la desaparición de la señora de Cabezas un sentido todavía más condenatorio para quienes vejan así a todo un pueblo en la persona de una mujer que valerosamente supo asumir su atroz sufrimiento de madre frente a la desaparición de su hijo adolescente y luchar, con otras mujeres igualmente valerosas, por la causa de la libertad. Todo el mundo recuerda la espectacular visita que hiciera el general Videla al Papa en el Vaticano; lo que pocos saben, en cambio, es que la señora de Cabezas se trasladó a Puebla, en México, para interesar al nuevo Papa por la suerte de los desaparecidos y prisioneros políticos en Argentina. El general Videla volvió a sus funciones y allí sigue; la señora de Cabezas regresé a Buenos Aires y poco tiempo después una bomba destrozó su automóvil; como resultara indemne, lo que no se logró con la violencia de un explosivo se consumó en el silencio de una desaparición sin rastros. Si el Papa leyera estas cosas, tendría acaso materia para una útil reflexión nocturna.

En todo caso, Jorge Daniel Cabezas leerá este texto en México, y los miembros de la Junta Militar argentina lo sumarán a sus expedientes sobre lo que llaman la subversión manipulada desde el exterior. No puedo hacer más, pero si muchos seguimos contestando así las cartas que nos dirigen, y denunciando lo que las prensas oficiales buscan ahogar bajo resonantes triunfos deportivos y otros de la misma calaña, el día de la luz estará más próximo. Lo digo pensando en Nicaragua, por ejemplo.

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