El espectáculo de Viena
HAY UNA diplomacia secreta y una diplomacia pública. El valor de la diplomacia pública es esencialmente el de un lenguaje, el de una expresión. Los viajes de los grandes de este mundo, las recepciones, los discursos y hasta los comunicados se dirigen principalmente, más que a sus interlocutores, a las opiniones públicas. Los acuerdos, las negociaciones, van por otra vía. Cuando la diplomacia pública tiene dos protagonistas como Brejnev y Carter, su condición de espectáculo es considerable. A partir de su condición de «hecho histórico». Es evidente que cuando sólo se han celebrado ocho reuniones de este tipo en la historia de las relaciones entre los dos países, cada una de ellas tiene un significado importante. Es también la primera que Carter tiene con un máximo dirigente soviético, después de dos años de mandato.Carter llegó a la Casa Blanca con una filosofía kennediana del poder modificada por una praxis determinada. Trataba de volver, después del desastre de Vietnam, a la tesis de la expansión de la democracia, de la idea del «mundo libre», a la revaluación de los derechos humanos. La doctrina de postguerra de Estados Unidos sostuvo -menos en el paréntesis de Kennedy- que esta tendencia serviría para la penetración del comunismo; la práctica ha ido demostrando que, por el contrario, era la política «dura» de contención la que servía para su expansión: la del comunismo o la de revolucionarismos equivalentes. Como en Cuba o en Vietnam, como hoy en Irán o mañana en Nicaragua. Para invertir el proceso, Carter necesitaba demostrar que no llegaba a ninguna concesión con la URSS: la política de «derechos humanos» se cebó especialmente con las condiciones de vida en la Unión Soviética, aunque la praxis le llevara a la aberración de la lógica, al sueño de la razón, de buscar una alianza con China, donde las condiciones humanas son probablemente peores aún que las de la URSS.
Pero finalmente hay una realidad que vuelve siempre al galope, por mucha doctrina y mucha filosofía con que se la quiera envolver, y esa realidad es la relación de fuerzas. Una realidad que se llamó «el equilibrio del terror» y que sigue existiendo de la misma manera que cuando forzó a entenderse a Kennedy y a Krutschev, Carter y Brejnev, o quienes les sustituyan a la larga o a la corta en el poder, están forzados a negociar sobre la economía de las armas, su uso y su instalación; y sobre las zonas de influencia en el mundo y el equilibrio de potencias. A ello han ido conduciendo las negociaciones SALT y las numerosas retenciones de los dos países en los conflictos locales. Todo ello se ha ido conduciendo por una diplomacia secreta o semipública, y todo podría continuarse por esa vía, si no llegara un momento en el que las cabezas visibles de los dos países tienen que explicar al mundo esta necesidad de entenderse. La entrevista que hoy comienza en Viena es, por tanto, un fin en sí misma.
Tienen razón los que dicen que no puede esperarse de ella nada que sea definitivo para la marcha del mundo. Pero también la tienen los que la califican de hecho histórico. Es un hecho histórico que los dos países hayan decidido mostrar que los dos años de hostilidad, amenazas, resurrección de condiciones de guerra fría, pueden tener una tregua, que hay una voluntad y una necesidad de entendimiento. Y es una realidad que del comunicado final probablemente no salga nada de carácter sensacional. La entrevista es un espectáculo, un fin en sí. Es importante para subrayar los términos de la coexistencia. Por debajo, continuará una diplomacia menos visible -sólo visible cuando les convenga-, que no ha dejado de funcionar en todo este tiempo, y que está obligada a continuar.
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