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Juventud, guerra, revolución y apocalípsis

En un artículo anterior, el último que publiqué aquí, intenté describir la impresión que a un visitante que pasa unos días y que habla, de verdad y con libertad, con las gentes del país le produce la vida cotidiana de San Sebastián, la ciudad más conflictiva del País Vasco. Sobre ese fondo, hoy voy a hacer un esfuerzo para, sine ira, intentar entender, previamente a toda valoración, los principales ingredientes, digamos políticos, de la situación de Euskadi.Los protagonistas de ésta, los que llevan a cabo los atentados, los que, el día de mi conferencia, improvisaban barricadas cruzando coches en la calzada, y se enfrentaban con la policía, eran y son gentes muy jóvenes. Se trata, pues, fundamentalmente, de un movimiento juvenil, aunque respaldado, total o parcialmente, por gran parte de la población (no la totalidad, y, ambiguamente, la mayoría). Tratemos, pues, de entender lo que allí está pasando poniéndolo, por de pronto, en el contexto de lo que los movimientos juveniles han significado en la lucha contra el franquismo. En Cataluña, en Madrid y en muchos otros puntos de España, los jóvenes, estudiantes y trabajadores se opusieron a aquel régimen. En general, lo hicieron presentando resistencia, recurriendo a la huelga, también a la obstrucción, distorsión y disrupción (no sistemáticamente organizadas como, por ejemplo, en Estados Unidos), a la manifestación testimonial y, a veces, al abierto enfrentamiento violento. Sin embargo, el tipo más frecuente de «contestación» fue la conspiración, es decir, las reuniones clandestinas y, como tales, perseguidas por la policía, cuya «finalidad sin fin» más -y menos- tangible era la invocación de un nuevo y laico pentecostés o descenso sobre España de lenguas de fuego que, más bien pasivamente, se esperaba. El movimiento juvenil vasco, completamente diferente, fue desde muy pronto aguerrido, activista, apocalíptico, de lucha frontal contra el Poder. Toda la España democrática estuvo -sin decirlo suficientemente- de su parte cuando el famoso juicio de Burgos, y buena parte de ella también, al menos en cuanto al procedimiento, durante el irregular y trágico juicio de Madrid y Barcelona. En cuanto al atentado, técnicamente perfecto, contra el impopular Carrero Blanco, hoy lo podemos ver, en perspectiva, casi como los más graves crímenes de la Revolución francesa: reverso lamentable e inevitable de una operación «política» que yuguló todo estricto continuismo franquista, pues el tartufo y lacrimoso Arias Navarro era a todas luces impotente -quizá el otro, el muerto, también- para desempeñar el papel de continuador de Franco. Lo cierto es que muchos demócratas, que hoy se rasgan las vestiduras ante los crímenes de ETA, vieron con agradecimiento aquel saltar por los aires, pues, sin mancharse las manos de sangre, habían de beneficiarse de él.

Después ocurrió la muerte de Franco y el tránsito a lo que llamamos democracia. Democracia que a muchos jóvenes -y no jóvenes- no les parece tal, y que a otros nos está dejando insatisfechos. La reacción española de los disconformes está siendo la crítica intelectual de la política, o la acracia, o la mansa utopía y, en el extremo de la inacción, el pasotismo. La reacción vasca, en el extremo opuesto, ha sido y es la lucha sin cuartel. ¿Es exacto llamar a esta lucha «terrorismo»? Objetivamente, sí, desde el punto de vista de su interpretación subjetivo-comunitaria, no. Terrorismo fue la bomba de la calle del Correo, lo ha sido la de California 47, y también los actos del oscuro GRAPO. Con ETA las cuentas están claras. ETA ha aceptado la definición franquista. que el atropellado Fraga, convertido ahora en simple comparsa de Fuerza Nueva, hizo suya, de que la guerra contra la anti-España -separatismo, comunismo- no terminó en 1939 ni terminará, en realidad, nunca. («Guerra permanente», como réplica franquista de la «revolución permanente».) Los actos perpetrados por ETA, por mal que nos parezcan, son didácticamente explicados siempre al pueblo vasco como operaciones de guerra contra el país «invasor» y «ocupante», España. Según ha visto bien Enrique Gil Calvo en un artículo para El Viejo Topo, de análisis marxista, se trata de un conflicto entre el nacionalismo vasco y el nacionalismo español. (Que, simétricamente a ETA, es representado a ultranza por Fuerza Nueva y vergonzosamente por las huestes de Fraga.)

La causa abertzale lo es, pues, e inseparablemente, de guerra y de revolución (socialista). Esta última era común a los jóvenes extremistas españoles. La reforma sin ruptura terminó con ellos, dejando a los residuales en estado de marginación. Los jóvenes vascos fueron los únicos que, comunitariamente, arrastrando tras ellos, de grado o por la fuerza de las circunstancias, a gran parte de la población, no entraron en el juego de la reforma sin ruptura, este similar de democracia en el que vivimos. Los catalanes, por ejemplo, han aceptado las nuevas reglas de juego, pero los vascos no. Hasta las elecciones, España, Madrid, vivieron en el autoengaño de que la ETA estaba compuesta por una banda de pistoleros y colocadores de bombas explosivas, sin otro apoyo popular que el prestado por miedo. Hoy hemos salido del error y hasta Abc reconocía, el 30 de mayo, que «hay gentes tan obcecadas y fanáticas que, creyentes de una causa justa, justifican con esa fe y ese ideal el empleo de los medios, aun los más inhumanos e indiscriminados».

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Naturalmente, no es la primera vez en la historia -ni aún en la de España: recuérdese la Guerra de la Independencia -que se da esta fusión de guerra y revolución-. Y en este punctum crucis, el PNV, partido moderadamente nacionalista, arrastrado, más allá de lo que quisiera, por el nacionalismo radical, y partido eminentemente burgués, que ni quiere ni puede querer la revolución socialista, se encuentra inmovilizado, entre la espada y la pared, prisionero de su propia debilidad y de su propia contradicción. (Y, en el fondo, razonablemente esperanzado de que, tras el apocalipsis, las aguas vascas vuelvan a su curso de la neocapitalista economía -social- de mercado.)

El próximo día intentaremos comprender, lo que no es fácil, el proyecto abertzale de comunidad vasca. Sus motivaciones capitales son, ya lo hemos visto, una vivencia subjetivo-comunitaria de «estado de guerra», exaltada por un pathos de nacionalismo estructuralmente semejante al de los jóvenes de Fuerza Nueva, y un voluntarismo revolucionario socialista que les opone diametralmente a éstos, y que se despreocupa por completo de las «condiciones objetivas». Junto a ambas hay que poner el factor religioso, el «milenarismo» del que ha hablado Juan Aranzadi. La importancia de éste es constatable en revistas de muy buena calidad, como Herria 2000 Eguna (¡milenarismo del año 2000 para el país y la iglesia vascos!), y en un nuevo -y antiguo- tipo de líder político que, así como el profesor Negri uniría el autor y el activista, en la figura de Telesforo Monzón funde el jelkide con el gudari. («Mitad monje y mitad soldado», podría decirse también.) Ni ETA ni los dos partidos que políticamente la representan son confesionales, por supuesto. Pero la raíz funcionalmente y estructuralmente religiosa es constatable y, como fe estrictamente dicha, es identificable en cualquier conversación con cualquier simpatizante con los fines de ETA, aunque no, suele agregarse, con sus medios. (También en guerra formalmente declarada se lamenta por la población no beligerante la operación militar de diezmar un poblado enemigo ocupado, en cuyo seno continúan operando focos ilocalizables de resistencia activa. Se lamenta, sí, pero se comprende.) Es a partir de estos tres -o cuatro- factores, el juvenil, el nacionalista, el revolucionario-socialista y el apocalíptico-religioso, como se ha de analizar el proyecto abertzale de comunidad nacional vasca.

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