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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las relaciones laborales

EL ENVIO por el Gobierno al Congreso del proyecto de ley del Estatuto del Trabajador va a abrir, probablemente, una acalorada discusión sobre el marco deseable y posible de las relaciones laborales en nuestro país. Sin duda, este conjunto de cuestiones constituye uno de los cuellos de botella de cuyo desatasco depende el relanzamiento de la actividad económica. Es de temer, sin embargo, que la discusión cubra tonos broncos y apasionados. Ya se empiezan a perfilar, en torno al problema del empleo, posiciones antagónicas que, tanto en el campo empresarial como en el terreno sindical, tienen en común el menosprecio de la situación real del mercado de trabajo y la persecución de objetivos no siempre compatibles con una economía de mercado y una vida institucional democrática. A este respecto, lo único seguro es que ni un imposible liberalismo manchesteriano que Ignorase los costos humanos, sociales y políticos de una alteración drástica del régimen de despido, ni un aberrante marxismo-gironismo que tratara de hacer una lectura ventajista del paternalismo autoritario del pasado y simulara olvidar que la legislación laboral del franquismo era indisociable de un proyecto político autoritario tienen nada sensato que decir al respecto. Hacemos votos por que ni el señor Ferrer Salat ni los señores Camacho y Redondo obliguen a los españoles a elegir entre la peste y el cólera.A lo largo de 1978 la cifra de parados ha aumentado en España en 250.000 personas hasta totalizar algo más de un millón de desempleados. Esto significa que un 8% de nuestra población activa; es decir, los hombres y mujeres capaces de trabajar y dispuestos a hacerlo, no encuentran empleo. Mientras en los años 1972 y 1973 había casi trece millones de personas efectivamente ocupadas, en 1979 la cifra ha descendido a doce millones.

La razón principal es, evidentemente, la depresión económica, con sus negativas consecuencias sobre las inversiones y el empleo. Otros factores han contribuido también a incrementar el paro. Las consecuencias demográficas derivadas de una mortalidad en rápida disminución y de un adelanto de la edad matrimonial han producido un notable rejuvenecimiento de nuestra pirámide de edades. Mientras en la década de los sesenta llegaban al mercado de trabajo poco más de 50.000 jóvenes, hoy la cifra supera los 100.000. El flujo migratorio a Europa ha cambiado de signo; entre 1974 y 1976, cerca de 200.000 trabajadores regresaron a España. Sectores como la vivienda y la construcción naval, intensivos en trabajo, han sufrido severamente los efectos de la crisis, mientras que la agricultura continúa expulsando habitantes de las zonas rurales hacia las ciudades, donde una industria y unos servicios estancados o en contracción resultan incapaces de absorberlos.

Todo el mundo está de acuerdo en que la solución ideal para los males de nuestro país es el aumento de los puestos de trabajo, principalmente en la industria. El seguro de desempleo, en esta perspectiva, no es más que la forma de aliviar los síntomas de la enfermedad y no la medicina para curarla. A este respecto, parece obligado que el Gobierno abandone su absurda pretensión de monopolizar la administración y la distribución de los fondos de la Seguridad Social asignados a ese fin. Los ayuntamientos, después de su renovación democrática, deberían ser inapreciables colaboradores de la Administración central para la organización del «empleo comunitario», seguramente la forma más dignificadora y socialmente eficaz de combatir el paro. Los fraudes, abusos y prácticas picarescas en la percepción del seguro de desempleo, triste fruto de varias décadas en las que la sociedad no encontró ejemplo moralizador alguno en una vida política corrompida, podrían tener un freno eficaz si las centrales sindicales fueran responsabilizadas en su gestión. Ahora bien, resulta impensable que Comisiones Obreras y UGT acepten esta colaboración con el Estado mientras el Gobierno, con argumentos de picapleitos y pretextos que lindan con el cinismo, siga aplazando la devolución de su patrimonio a las centrales históricas y la regulación del usufructo de los bienes verticalistas. Porque en este terreno sólo una cosa es segura: a quien, desde luego, no pertenecen esos activos es al Poder Ejecutivo.

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Lo primordial, entonces, es estimular la actitud positiva hacia el trabajo y favorecer la creación de puestos de empleo. Hay que proporcionar incentivos claros a las empresas para que puedan contratar, sin límites temporales, a nuevos trabajadores, aligerando durante un período de tiempo las cargas de la Seguridad Social. Así como hay que reforzar en nuestro sistema de relaciones laborales el papel de las centrales sindicales, para lo cual es condición sine qua non acabar con el secuestro gubernamental del patrimonio sindical, es preciso también rehabilitar social y políticamente la figura del empresario y de la iniciativa privada, agentes fundamentales de la actividad productiva en esa economía de mercado que la Constitución ampara y garantiza. La alianza impía entre la izquierda parlamentaria y la empresa pública creada, patrocinada y desarrollada por un sistema político autoritario es una de las figuras más asombrosas de confusión política y nebulosidad conceptual del período de transición desde el franquismo. Nadie puede sostener con un mínimo de coherencia que la solución de la crisis económica pasa por el aumento del despilfarro, en forma de incremento de la inversión pública de las empresas que todavía manejan y controlan los políticos secularizados del anterior régimen. Mientras las Cortes no promulguen un Estatuto de la Empresa Pública, no se renueven los cuadros directivos de esas corporaciones y los criterios de eficacia, rentabilidad y competitividad no sustituyan las subvenciones a fondo perdido y los monstruosos déficit de funcionamiento, la defensa del sector público por los partidos de la izquierda no sólo constituye una peligrosa insensatez, sino que también puede dar lugar a la sospecha de que sus dirigentes aspiran a ser invitados a esa auténtica merienda de negros.

La discusión del marco de relaciones laborales no puede olvidar que una de las amenazas que en estos momentos pesa sobre los trabajadores españoles es la perpetuación de las fronteras que separan a los ocupados de los desempleados. No hay más alternativa que partir de la realidad en que vivimos y analizar, sin demagogias marxistas-gironistas ni catastrofismos liberal-olarrianos, la posibilidad de lograr una España democrática y pluralista que, a la vez, ofrezca posibilidades de trabajo a sus ciudadanos. Un paro creciente y una ocupación estancada son factores de inestabilidad social y política que ningún marco de relaciones laborales, por avanzado que sea, puede ignorar. Sería paradójico que los representantes de los trabajadores, al defender más allá de lo razonable sus intereses gremiales y las zonas de poder de las centrales sindicales, contribuyeran al incremento del paro, a la crispación de las clases medias y al desaliento de los empresarios. Nidos donde se empollan los huevos de la irracionalidad, la involución y el apoyo social a las fórmulas autoritarias que la izquierda parlamentaria tanto teme y que los partidarios de las libertades y del pluralismo en cualquier caso rechazan.

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