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Tribuna
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Perspectivas genéticas de una nueva sociedad

Catedrático de GinecologíaParece claro, y esto con una perspectiva de cuarenta años, que la segunda guerra mundial significó, con su dolor y su tragedia, el fin de una de esas eras o épocas en que los historiadores acostumbran a dividir un tanto arbitrariamente, como decía Menéndez Pidal, la vida de la Humanidad. La caída del Imperio Romano, la conquista de Bizancio por los turcos, la toma de la Bastilla nos han enseñado desde la escuela que dividían las edades antigua, media, moderna y contemporánea. ¿Pero cómo llamar a esta otra era que comenzó el mismo día que estalló la bomba de Hiroshima, y que ya Toynbee y Pirenne comprendieron inmediatamente que era una nueva fase de la vida del hombre? Esta es nuestra verdadera «edad contemporánea» y no aquella que Michelet llamaba así porque expresaba la contemporaneidad de entonces, concepto relativo y, por ende, cambiante. Busquen los filósofos de la Historia un nuevo nombre a la fase que empieza en 1789 y termina en 1945, pero abstengámonos nosotros de llamar contemporánea a la nueva etapa, que pronto cumplirá los 35 años: la edad de un adulto capaz de haberla vivido y de comenzar a entenderla.

Los ingredientes de esta nueva era que ahora comenzamos al menos a vivir son la explosión demográfica, la rebelión del Tercer Mundo y el desarrollo de la ciencia y la tecnología, cuyas dos no únicas pero sí principales manifestaciones han sido la fisión del átomo y el invento de la computadora.

Perdonadme si dejo fuera de estas grandes fuerzas, digamos así cosmohistóricas, al marxismo, porque ya estaba presente en la etapa anterior, y a la sociedad de consumo, porque no es en sí una doctrina, sino una consecuencia. Pero una cosa es clara: estas grandes corrientes de la vida humana están configurando al final de este siglo XX una nueva sociedad.

Los políticos y los sociólogos enroscan alrededor de estos fenómenos, a la vez grandiosos y sencillos, complicadas teorías que nos llevarán aún muchos años de discusión y de polémica y que ojalá no nos lleven a enfrentamientos sangrientos y brutales.

Pero yo, que soy biólogo de vocación, y que considero la psicología y la sociología como ciencias biológicas, a la manera que Carrel lo hacia, trato de comprender esta nueva sociedad no como consecuencia de fenómenos políticos o ideológicos, sino simplemente como una reacción vivencial del ser humano frente a su ecosistema. Perdonadme, pues, que, como médico, haga un intento de diagnóstico y pronóstico de la nueva sociedad.

En primer lugar, ocupémonos de la explosión demográfica. El mundo se compone de 4.000 millones de habitantes en los momentos actuales. Esta cifra se incrementa de un modo exponencial. Ya lo dijo el reverendo Malthus hace más de doscientos años, y no se había equivocado. La primera interrogante que se nos plantea es si esta explosión va a poderse contener y permitir la convivencia humana sobre el planeta Tierra o, por el contrario, va a constituir un conflicto insuperable. No podemos opinar aquí sobre ella; pero sin duda es un hecho real que está modificando el ritmo de la vida moderna.

La explosión demográfica

Al lado de esta explosión existe también una implosión demográfica. La segunda revolución industrial ha concentrado la población agraria en los grandes centros urbanos, creando cada vez aglomeraciones urbanas de mayor volumen, que plantean en colectividades limitadas problemas aún más graves que los de la explosión demográfica a nivel mundial. Finalmente, hay una displosión demográfica, con lo que se quiere decir que las relaciones entre los sexos han cambiado de tal manera que los problemas de la reproducción y la natalidad se han distorsionado. Estas tres modificaciones en el equilibrio reproductivo humano han cambiado y van a cambiar mucho más aún, en los decenios próximos, las perspectivas de nuestro mundo. Veamos porqué.

En primer lugar, y ya lo hemos dicho en otras ocasiones, por lo que no creemos necesario insistir demasiado en este tema, aunque sí subrayar su gravedad, porque, al disminuir la reproducción de la especie humana con un carácter voluntario por la contracepción y al disminuir paralelamente la mortalidad por los cuidados higiénicos y médicos cada día más desarrollados, resulta de todo ello que los factores de selección de la especie humana se deterioran. Vamos hacia un deterioro genético de la especie humana que se deja sentir en el aumento notable de enfermedades que antes eliminaban sectores enteros de la población y que, siendo hereditarias y ahora curables, permiten que proliferen los seres por ellas afectados y constituyan un porcentaje cada vez mayor en nuestra demografía. Señalemos a la diabetes y al síndrome de Down (mongolismo) como una de las más llevaderas y otra de las más graves formas de este deterioro genético. El hecho es que el número de seres limitados por la enfermedad o por la subriormahdad se incrementa de día en día.

Al mismo tiempo el aumento rápido y progresivo de la vida media incrementa el número de los miembros de la tercera edad. ¿Qué hacer con ellos? Si se los mantiene en sus puestos, taponan el acceso de los jóvenes y tienden a acentar el desempleo. Si se acelera en ellos el proceso de jubilación, se da paso laboral a nuevas generaciones, pero, en cambio, la sociedad se carga con un enorme número de pensionistas, que constituyen, juntamente con los subnormales y los enfermos crónicos, un gasto cada vez mayor y más difícil de superar. Sería demencial y contrario a la misma naturaleza humana y a la ética del progreso, desde cualquier punto que se la mire, el renunciar a los progresos de la sanidad y de la medicina. Por lo cual parece evidente que tengamos que pensar, en el futuro, que cada vez una proporción menor de población activa deberá trabajar más para mantener a una gran población inactiva. Habrá también que buscar la reinserción de estos inactivos, subnormales, ancianos o enfermos capaces de sobrellevar un trabajo con su dolencia crónica en el ciclo de producción de las nuevas sociedades.

La mujer, autosuficiente

Este es un desafío a la imaginación de los estadistas y al planteamiento de las doctrinas políticas del futuro. De nada nos servirán ya -no nos engañemos- esas estériles polémicas sobre si la burguesía explotá al proletariado o si la clase obrera chantajea a las empresas. Todo esto está olvidado o debería estarlo. Debemos considerarnos como un cuerpo social único. Debemos tener la suficiente ética y justicia social para no lesionarnos los unos a los otros, y cualquiera lque sea el puesto que un hombre ocupe en la compleja máquina de la vida moderna, tiene que sentirse solidario de todos sus hermanos y comprender que a todos nos incumbe una tarea común, grave, difícil y penosa.

Nuevos problemas se plantean, no ya en el terreno de la productividad y el trabajo, sino en otro ámbito, no menos importante y conflictivo: el de la reproducción humana. La contracepción tiene dos efectos inmediatos: uno, la reducción del tamaño medio de la familia; otro, la disociación entre sexualidad y procreación. La primera parece un fenómeno deseable. La «familia nuclear» moderna es la respuesta de la sociedad a la ecología de los tiempos nuevos. La otra ya es más discutible. Las relaciones entre los sexos se han visto profundamente afectadas por la posibilidad de evitar el embarazo. La consecuencia más inmediata ha sido la liberación de la mujer, fenómeno justo que era deseable y que adquiere ahora, por primera vez en la historia, una dimensión nueva. Pero al mismo tiempo la mujer, al no sentirse amenazada por el binomio amor-embarazo, tiende a prescindir del apoyo masculino, a bastarse a sí misma y a decidir su destino. Esto no debe ser lamentado más que en el sentido de que también el sexo contrario, el masculino, se siente desvinculado del otro, del constitm do por las mujeres, y de esta manera, los sexos, cada vez más, en vez de atraerse, se repelen. No es una aberración degenerativa de los tiempos modernos el que aumente la homosexualidad en uno y otro sexo. Este aumento de la homosexualidad y aun de la asexualidad es la consecuencia de que se ha perdido indirectamente la motivación esencial del atractivo entre el hombre y la mujer. Esta afirmación parece grave, pero no lo es tanto si consideramos algunos hechos biológicos recientes que parecen apoyarla. Así, por ejemplo, la inseminación heteróloga. Hoy día, una mujer puede ser madre sin concurso de varón. Simplemente haciéndose fecundar por semen de un banco, como quien se hace una transfusión de sangre. Al ser la mujer autosuficiente frente a la sociedad y serlo también en cuanto a la maternidad, una de las caracteristicas que puede llegar a alcanzar el mundo futuro es la aparición de la madre sin esposo, la cual es cada vez, y con justicia, más protegida por las leyes. Alguna busca el contacto con un varón solamente para quedar encinta, desentendiéndose luego en absoluto del padre de su hijo. Pero otras, para obtener una mayor independencia y un total anonimato, buscan este método de la inseminación artificial con semen de un donante desconocido. La «madre sola» es un fenómeno con el que nos encararemos en las próximas décadas.

Otras, enamoradas de su trabajo, de su profesión, en una palabra, de su quehacer en la vida de relación, prefieren no ligarse al hombre y satisfacer su instinto sexual, si es que lo sienten en algún momento, mediante uniones no comprometidas, favorecidas especialmente por el uso de los contraceptivos. No le faltará a este tipo de mujeres un amante ocasional o permanente, pero su vida, sin la sobrecarga de un embarazo y de unos hijos, transcurrirá en el cauce de su vocación o trabajo propios. Se está creando así lo que no nosotros, aunque se nos atribuya la idea, sino ya Unamuno, en 1903, llamaba el tercer sexo. La especie humana, compuesta de hombres y mujeres, se transformará pronto, como un hormiguero o una colmena, en una sociedad triple, constituida por machos, hembras y obreras.

Todo cuanto estoy diciendo puede parecer la elucubración de una mente retrógrada, que añora el pasado y que desearía ver restablecida la familia patriarcal, con muchos hijos y con un padre omnipotente, dentro de una sociedad, en forma tradicional e invariable. No es así. Yo no emito juicios morales sobre los cambios que estoy enuncíando, solamente los señalo y trato de atisbar cuáles pueden ser sus consecuencias para la constitución de un modelo futuro de sociedad. Es evidente que en las postrimerías de este siglo el hombre ha llegado a enfrentarse con su propio destino, pues no otra cosa es el llegar a disminuir progresivamente su natalidad hasta desaparecer de la faz de la tierra o, por el contrario, a encontrar fórmulas que le permitan vivir en armonía y en paz con sus semejantes. Lo que no cabe duda es que todo ello necesita una gran cantidad de inteligencia e imaginación por parte de los hombres encargados de regir las sociedades y de estructurar el futuro. Este es un desafio, más que para los politicos, para los estadistas. Pero no se olvide ningún político que si no piensa en las soluciones a largo plazo, y sólo se limita a trampear día a día con el juego y eso que se ha llamado «el arte de lo posible», no es ni siquiera un político. Decía Letamendi que «el médico que sólo sabe medicina, ni medicina sabe». Parafraseándole, habría que decir que el político que sólo se ocupa de política no es digno de llamarse así.

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