Alejandra Pizarnik, a la poesía, por el humor y la sangre
La condesa sangrienta constituye el epíteto que Valentine Penrose une al nombre de Erzébet Bathory referente real de la protagonista del poema en prosa que sirve de fuente al texto de Alejandra Pizarnik. Al igual que Valentine, la poeta argentina se concentra «en la belleza convulsiva del personaje» para dar a luz este «texto marginal». Marginal y siniestramente bello es el malditismo de cuatro siglos compendiado en esta historia y, más aún que en ella misma -los crímenes de Erzébet- en la trama de relaciones intertextuale que se va tejiendo a través de una lujosa galería de acápites y citas de un Sade, un Rimbaud, Baudelaire, Artaud, Gombrowicz e, indirecta mente, George Bataille.Autora de los poemarios El árbol de Diana, Los trabajos y las noches, Extracción de la piedra de locura y El infierno musical, por nombrar sólo los más importantes, Alejandra Pizarnik hace de La condesa sangrienta un aleph donde se con centran los que serán los tópicos básicos de su obra poética. Pero si de aleph o de espejos se trata -«he tenido muchos amores, dijo, pero el más hermoso fue mi amor por los espejos»-, cabe detenerse en qué tipo de espejo constituye este conjunto de notas al libro de Penrose. La obra de Alejandra es un corpus bien articulado de espectros nocturnos, miedos infantiles, niñas extraviadas en el bosque, damas de lilas y rojos cantando la canción de la muerte. Ecos, silencios, imágenes lozanas seguidas de sombras cadavéricas. («Los ausentes soplan y la noche es densa. La noche tiene el color de los párpados del muerto. Toda la noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche.») Se trata de un mundo poético en el cual el yo de la enunciación -que se desdobla en un yo y un tú que no es una segunda persona sino otro rostro de sí mismo- sucumbe y teme. («Me quieren anochecer, me van a morir./ Ayúdame a no pedir ayuda».)
La condesa sangrienta
Alejandra Pizarnik. López Crespo Editor. Buenos Aires, 1978.
Frente a ese yo temoroso, tembloroso, débil de puro desglosarse en otros mil, que rige (o es regido por) el discurso de los poemarios, se alza, como decíamos, el curioso espejo de La condesa sangrienta: la visión de ese mundo hecho de añicos, de restos, surge, en el libro que comentamos, como sometida a la luz del día. «Pero a tí quiero mirarte hasta que tu rostro se aleje de mi miedo como un pájaro del borde filoso de la noche.» Entonces los fantasmas se diluyen, las formas se precisan, el monstruo se vuelve, inofensivo, más aún: grotesco. El temblor cambia en sonrisa, en suficiencia. La escritura cambia; se erige el imperio del cinismo. Técnica, recurso: la ironía.
La perversión sexual de la condesa Bathory, el «reino sub terráneo» de su castillo de Csejthe, las torturas empleadas contra las doncellas, los retratos de las viejas sirvientas, la condena final de la dama de blanco (o de rojo: la sangre era el fluido capaz de enaltecer la belleza del atuendo hasta convertirlo en las nocturnas ceremonias en toga sacerdotal, sacrificial) todo ese mundo es vertido en el texto como una imagen re vertida, una caricatura casi de los tópicos propios, desaprensiva mención de lo que había de consti tuir un idiolecto cerrado, estricto, recurrente hasta la conjuración y el exorcismo.
El recurso a través del cual se logra este efecto de desaprensión, de cinismo, de amoralidad es la ironía. La ironía surge en La condesa sangrienta del choque violento entre vocablos de carga connotativa disímil, contraria incluso. No olvidemos que la connotación no es sino el producto de una educación, de un determinismo cultural. Así Alejandra provoca ese fenómeno que podría definirse como una descarga eléctrica, como un cortocircuito entre palabras que se repelen, se atraen, se anulan, se retroalimentan (¿acaso es otra cosa la poesía?). Entonces describe de este modo «la jaula mortal»: «Tapizada con cuchillos, adornada con filosas puntas de acero, he aquí la gracia de la jaula.» O más adelaríte, al referirse a la estirpe de los Bathory: «Los numerosos casamientos entre parientes cercanos colaboraron, tal vez, en la aparición de enfermedades e inclinaciones hereditarias: epilepsia, gota, lujuria.»
Evidentemente, el desconcierto surge de esa cercanía de vocablos que remiten a niveles distintos de significación. Si hablábamos de la connotación como determinismo cultural, unir la gota a la lujuria, el aceite de jazmín al olor a sangre, incluso la homosexualidad a «los placeres sádicos», no puede dejar de arrancarnos esa sonrisa bajo el imperio de la cual parece haber sido producido el texto. «Y sobre todo mirar con inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto.»
Con estas palabras podría resumirse pues la poética, el lugar desde el cual fueron tejidos los enunciados de La condesa sangrienta, poética y contrapoética ella misma del resto de la producción de la autora.
Babelia
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