Crónica y testimomo sobre exiliados/ y 2
Conque empezaron a llegar los exiliados españoles en circunstancias políticas muy adversas, cuando muchos argentinos empezaron a sentirse exiliados interiores, como entrenándose para serlo exteriores, Con la presidencia del general Justo, golpista inaugural, que había derribado manu militari al presidente legítimo, empezaba la escalada reaccionaria de los terratenientes -los «vacunos», en la terminología popular-; de los empresarios colonialistas y de los prefascistas del nacionalismo aseñoritado, con fondo de generales y coroneles poseedores infusos de la ciencia política y exclusivos administradores del patriotismo, como siempre. Al final de nuestra guerra hubo un corto interludio normal con la presidencia del doctor Ortiz, radical desteñido y descendiente de vascos. Con él empezamos las tratativas. Estaba ciego de una diabetes y ya con un pie en el vámonos final, que se produjo en seguida. Todo lo que conseguimos fue la promesa de que entrarían sólo los vascos, «por ser gente tranquila, trabajadora y de costumbres cristianas». No sé qué haría hoy con sus preferencias raciales...Ya en marcha la guerra mundial, le sucedió el vicepresidente Castillo, oscuro abogado de provincias, con facha espectral, ojos obsesos y nazi desde el claustro materno o antes, porque yo creo que estas cosas son más; de los genes que de las dialécticas. En las academias militares se analizaban las primeras batallas hitlerianas con la certeza de que la victoria era pan comido. Se hablaba de algunos generales aliadófilos, pero uno pensaba que serían como los jesuitas en sus buenos tiempos, que siempre tenían dos o tres discrepantes planificados y relevables según vinieran las tornas.
El doctor Castillo -allí son doctores todos los abogados-, presionado por la opinión, el Parlamento y la prensa, que en su 90% eran simpatizantes de la República, abrió un poco la mano al mismo tiempo que otorgaba poderes discrecionales a la Sección Especial para la represión del comunismo, instaurada por Justo, lúgubre aparato de tortura y escamoteo de «demorados», como se llamaba a los detenidos, partiendo de la certeza de que todos los exiliados españoles eran agentes del oro de Moscú para quedarse con el país...
Pienso ahora en aquellos angélicos ministros y tribunos de la juridicidad -algunos nos llegaban con el exilio-, deidad inviolable mientras la derecha patriótica urdía la sanjurjada; en aquellos fiscales de la República incapaces, por buena fe, de «fiscalizar» lo que se nos venía encima, y estos tímidos sabios y profesores que se quedaron de pronto sin saber qué hacer con sus vidas y saberes: símbolo mayor de ellos, el doctor don Pío del Río Hortega, sucesor de Ramón y Cajal en la investigación y en la cátedra, menudito, todo cabeza de hueso tan mondo y cristalino que se le veían bullir los arabescos histológicos de la sesera; su voz pequeña, sus ademanes ordenados, su dulzura casi monjil... Nos llegaba reexilado de Oxford, donde era honoris causa, porque allí no había cafés de parloteo y humazos de puros baratos que, como se sabe, sirven de amistoso alcaloide a los españoles. Los «nacionales» le acusaron de haberse llevado todo el radium del Instituto del Cáncer en el bolsillo del chaleco. Su indignación aún le duraba, y la expresaba así: «Lo que me duele es el escándalo internacional de la acusación, propia de analfabetos. Por lo visto, en la Junta de Burgos no había nadie que supiese lo que es llevarse una carga de radium en el bolsillo.»
Pero, en fin, fueron llegando, uno a uno, penosamente filtrados por trámites y expedientes. En contraste, de México los llamaban por disposición del presidente Cárdenas, que Dios tenga en su gloria, aun en el improbable caso de que fuera masón.
Pablo Neruda, cónsul general en París, fletó un transatlántico, el «Winnipeg», y los metió en un lote, incluso curas y frailes, pues en Chile había un Gobierno de Frente Popular, que, como es sabido, no se comían a la gente cruda. (La «constante» de los Frentes Populares -Chile, Francia, España- fue el haber sido arrasados por las gentes de orden para desembocar en largas o cortas dictaduras o en la falsía de las dictablandas.) En Valparaíso los recibió el gentío con sus autoridades, banderas y pancartas. La más grande de ellas decía: «Bienvenidos los coños», lo que causó cierta perplejidad en la varonía desembarcada. Hubo que explicarle que «coños» se les llamaba cariñosamente a los españoles por el repiqueteo conversacional con que usamos el vocablo, pues para otros usos tienen los chilenos distintos sinónimos; por ejemplo, «choro», que es un mejillón grande.
En Uruguay la recepción fue aún más vehemente, como si en vez de derrotados llegasen triunfadores. La bandera de la República española siguió luego, años y años, al lado de la uruguaya, en el balcón de las casas sociales de la vieja emigración, hasta que los golpistas de turno la mandaron arriar. Los desfiles del 1º de mayo que abarcó nuestra guerra delicados a la República fueron los dos actos de más entrañable hispanoamericanismo que yo haya visto, ni antes ni después, por las calles de Buenos Aires, y que tal vez sean igualados en la visita del primer demócrata coronado que va a llegarles desde la «madre patria», que es como nombran a España los argentinos ya desde el lenguaje escolar... En fin, que nuestros exiliados allí se quedaron, allí trabajaron, allí se casaron y se separaron y se recasaron, con prole mezclada y bien avenida, y muchos murieron sin volver a la patria, negada por el largo ensañamiento de sus usurpadores.
¿Y ahora vamos a echar a quienes vinieron a la «madre patria» por las mismas causas, a los mismos que la retórica de los «Días de la Raza» llamó hermanos? El pretexto es oscuro y poco honroso: que si el paro, que si la delincuencia común. Cierto es que en una investigación que hicimos allá por los años cincuenta los exillados españoles arrojaban en Argentina las cifras mínimas, casi insignificantes, de la delincuencia común imputable a los extranjeros. Publicamos estos datos en sazón de unos turbios rumores, semejantes a los que ahora circulan por aqui, confundiendo gordura con hinchazón. Y han de ser los propios exiliados políticos quienes deben interesarse porque tales promiscuidades no se produzcan, que a veces se producen al socaire de la buena fe sorprendida y de una tergiversada solidaridad como procedimientos propios de la truhanería errante. Y ya con el pretexto desmontado y puestas las cosas en su punto, pueden tener la seguridad los exiliados de las dictaduras de nuestra América, que de aquí no los va a mover nadie sin pasar -pisándolas- por encima de nuestras plumas o tratando de asordar nuestras palabras con sofismas politiqueros. Si hay parados -que desgraciadamente los hay-, nos repartiremos el hambre como ellos repartieron su pan con los que allá llegaron. Y no sólo por los derechos humanos, por la solidaridad política o por lo que sea, sino por un agradecimiento ya histórico. Tal como escribió no sé quién: «No hay más que un exceso recomendable: la gratitud.» Pues eso.
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