El difícil futuro de Chile
LA SITUACION en Chile, las palabras vanas de sus dirigentes y el creciente desprestigio internacional de la Junta Militar, en el poder desde el 11 de septiembre de 1973, pertenecen a una fenomenología que -con más o menos tristeza-, resulta familiar a los españoles. Cualquiera de nosotros con un conocimiento crítico del régimen de Franco puede proceder al descubrimiento de la farsa del poder y de la represión que explica, en buena parte, el mantenimiento de una dictadura, ayer en España, hoy en Chile. Todavía no se encuentra nuestro mundo en el paraíso de la democracia y de los derechos humanos -algo que parece ser el inalcanzable Punto Omega de la Humanidad-, y, sin embargo, los tiempos que vivimos no aceptan ya dictaduras descaradas y sistemas de represión general. Al menos son difíciles de legitimar en el mundo occidental y en la zona de cobertura norteamericana.La crisis en la Junta Militar provocada por la dimisión del general Gustavo Leigh y la persecución judicial de Estados Unidos contra el general Contreras, implicado en el asesinato de Orlando Letelier, ministro de Asuntos Exteriores con Salvador Allende, suponen dos valiosos indicios de que algo está cambiando, o debe cambiar, en Chile. De momento, cualquier posibilidad de progreso requiere, forzosamente, su paso a través de los enfrentamientos entre los dirigentes militares y de un nuevo descenso en las valoraciones internacionales de la ya desprestigiada Junta Militar. Ambas crisis son complementarlas y, a su vez, se conectan con otros elementos negativos para Pinochet y sus hombres: ruptura con Bolivia y fricciones con Argentina, enfrentamientos con la Iglesia, cierto resurgir del movimiento obrero, pequeños brotes de resistencia armada y dificultades en la normalización económica. Si a todo ello se une la falta de un verdadero calendario político que devuelva al país la libertad perdida, resultan difíciles, aunque no excluibles del todo, las posibilidades de una evolución de la dictadura, de su tránsito hacia formas políticas convencionales y de su dulcificación en la violencia. Si la represión de la Junta Militar es ya más suave, evidentemente, es porque quedan menos personas que reprimir. Y, sin embargo, esta paz de los cementerios vuelve a ponerse seriamente en entredicho por los impulsos del pueblo chileno y de la sociedad internacional.
Toda situación política suele gozar de la estabilidad que le proporcionan la inercia del poder y el cansancio de los perseguidos. No esperemos cambios radicales o rápidos en Chile. No creamos que Estados Unidos es partidario de un cambio político inmediato, y ello porque sus multinacionales se hallan en el mejor de los mundos, donde a la desnacionalización se unen el abaratamiento de la mano de obra, la supresión de la protesta sindical y el regalo de generosísimas facilidades fiscales. Tampoco creamos que disidentes como Leigh, disidentes de esta última hora, pero que gozaron del poder sobre vidas y haciendas cuando se atentó contra Leighton en Roma, se asesinó a Prats en Buenos Aires y a Letelier en Washington, cuando se torturaba y asesinaba en los campos de concentración de la metrópoli, serán los verdaderos profetas del futuro de Chile. Pese a todo ello los egoísmos contrariados, los de países como Estados Unidos o de fascistas ilustrados como Leigh, poseen la máxima efectividad en segar la hierba bajo los pies de una dictadura que a quienes menos gusta es a sus entusiastas de antaño.
Presidida, pues, por el abandono de sus amigos, una de las pocas cosas que otorgaría cierta benevolencia histórica a la dictadura de Pinochet sería el establecimiento de una cuenta atrás hacia las elecciones generales y la devolución del poder al pueblo. Lo demás, un referéndum de autoafirmación, un mazazo a la oposición de cuando en cuando para que no se oxide la violencia, imposibles defensas ante la sociedad internacional, etcétera -cosas que el pueblo español ha tenido que sufrir con creces-, de nada valen, a nadie convencen. De algún modo, Chile recobrará la normalidad política, y el gran favor, el último y el único, que la dictadura podría brindarle residiría en facilitar el tránsito sin bruscos y sangrientos movimientos de péndulo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.