El mítico Sonny Rollins
El pasado martes se clausuró la XIII edición del festival de jazz de San Sebastián con las actuaciones de Crash y Sonny Rollins.El grupo polaco Crash ganó el primer premio de jazz moderno en la pasada edición del festival y su bajo fue nominado como mejor instrumentista. Este año Crash venían ya como profesionales a ofrecer su cada día más estructura do y fluido jazz-rock, en el cual poco a poco van incorporagdo una mayor cantidad de temas propios. Su sección rítmica sigue siendo soberbia y el comentario generalizado era que todos hubiésemos salido ganando si el domingo Crash hubiera sustituido a los insoportables Shivanada.
Porque a pesar de la gran actuación de los polacos el número fuerte de la noche (y del festival en la ausencia de Bill Evans y Me Coy Tyner) era Sonny Rollins, uno de los mitos vivientes del jazz moderno. La palabra viviente no puede ser mejor utilizada, ya que, a lo largo de los años, Rollins ha ido recreando su estilo, e incluso su sonido, con una versatilidad asombrosa. Sin embargo, sigue conservando su gran personalidad, y el concierto que ofreció en San Sebastián parecía especialmente pensado para llegar a una audiencia tan heterogénea como la que ha venido asistiendo al festival en todas sus sesiones. Rollins, respaldado por una sección rítmica en la cual destacó sobre todo el batería Al Foster, realizó una música densa, caliente y casi bailable que pasaba con facilidad del calipso al reggae a un tema soul basado posiblemente en alguna canción de Stevie Wonder. Sin embargo, lo mejor de la noche fue una balada preciosa cuyo solo se llevó a la gente de calle. Rollins no engañó ni pudo decepcionar a nadie. Hizo Jazz de primera, una música estupenda que llegaba de forma inmediata tanto al cuerpo como a la mente.
El festival en su conjunto ha tenido mala suerte. A, la ausencia primero de Bill Evans se unió más tarde la espantada de Me Coy Tyner, de forma que todas las previsiones de la organización se fueron por tierra. Dicha organización fue desigual. En el terreno puramente organizativo todo funcionó con fluidez y facilidad, si exceptuamos unas luces tan discotequeras que llegaban a cansar y la batería que se alquiló para las últimas sesiones, que era de juguete malo. No puede decirse lo mismo del concurso amateur ni de la programación general. El concurso falló desde la casi total ausencia de músicos en el jurado hasta el establecimiento de unas secciones (jazz tradicional, moderno, rock) a priori que debieran haberse establecido en todo caso después de comprobar qué es lo que realmente hacían los grupos.
En lo que a profesionales se refiere, y habida cuenta de las huidas antedichas, ha de tenerse en cuenta que el festival de San Sebastián es el único que presenta en España grandes figuras, y por ello posee un marcado carácter didáctico. Y a pesar de ello, lo único realmente original que se ha visto fue la Pasadena. El resto de las figuras son tan fundamentales como conocidas y se echaba de menos gente que hoy están practicando una música nacida en y para los años setenta. Ralph Towner, Jan Garbarek, John Abercrombie, el mismo Anthony Braxton u otros más difíciles no pueden ser la base de un festival, pero su presencia ayudaría a comprender un poco más globalmente el panorama del jazz contemporáneo.
Mención aparte merece el público. Excepto el día de Lee Konitz, ese público respondió muy bien y se lo pasó en grande. Generosísimos con los aplausos), más rockero que jazzístico, su entusiasmo demostró a quien no lo supiera que el. jazz no es una música esotérica, sino una de las formas musicales con mayor capacidad de comunicación. Tal vez esa sea la mejor conclusión y el mejor estímulo para que el jazz logre de una vez contar con más locales, más festivales y más posibilidades
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