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Nacionalidades

He asistido al coloquio que sobre la «Convivencia de culturas» se ha celebrado en Salamanca. A pesar del título, el tema distaba de ser platónico. La «convivencia de culturas» se refería realmente a la organización de nuestra vida política, a la forma constitucional de España. La asistencia de una numerosa delegación portuguesa nos recordaba la complejidad del tema.Catalanes, gallegos, vascos, andaluces y canarios presentaban en el coloquio sus peculiaridades y anhelos: desde una lengua peculiar y distinta hasta un acento más o menos peculiar. El asturiano Jesús Neira, especialista en la materia, explicó muy bien, con ciertas dudas del catalán Jordi Carbonell, que los diferentes y sabrosos bables de su tierra carecen de la unidad necesaria en una lengua regional. El canario Manuel Medina nos presentó como peculiaridad de sus islas la gran distancia geográfica, la presencia de los millares de turistas y el fermento que han dejado las persecuciones que inició la guerra civil y el centralismo de los largos años de Franco.

Los castellanos de las diferentes castillas que asistimos a las reuniones tomábamos nota y tanteábamos la necesidad de escuchar y entender a todos. Cuando el segoviano Manuel González Herrero, exagerando un poco, decía que tanto en la primitiva Castilla la Vieja, vecina de Vizcaya, como en la Rioja o en la antigua Extremadura soriana o segoviana, el elemento vasco había sido decisivo, por lo que el parentesco vasco-castellano era el más profundo, Carlos Santamaría, que representaba a los vascos, llevaba el problema al otro límite del País Vasco: a la Baja Navarra y demás territorios vascos de ultrapuertos, recordando la contribución vasca a la formación del Bearne y de toda Gascuña y la vinculación del país con estos territorios del norte del Pirineo.

Una cosa estaba clara en el aula Francisco de Vitoria de la vieja Universidad salmantina: que el Estado nacional, tal como fraguó en los siglos XV y XVI en los países de Europa occidental (España y Portugal, Francia y Gran Bretaña), está en revisión y en crisis, pero no ha desaparecido todavía. La lengua portuguesa, tan afín como es a la castellana, tenía detrás, a diferencia de las otras peninsulares, un secular Estado, un Estado que fue quizá el primero en fraguar de los citados, y se lanzó a grandes empresas en ultramar, y está ahí, con sus fronteras históricas y con su personalidad. Fronteras interestatales cruzan a través de tierras vascas y catalanas y delimitan entidades que se llaman «Francia» y «España». Es cierto que nuestra guerra civil, los éxodos de emigrados y la agitación política no sólo han hecho estas fronteras permeables, sino que han sensibilizado a hablantes del vasco y del catalán nacidos al norte de los Pirineos.

Si el problema de las «regiones» en un ámbito general y teórico podría resolverse en una Europa más o menos unida, en los «Estados Unidos de Europa», la realidad es que la Europa de los once, o de los que sean, calibra muy bien las entidades estatales que, a la escala tradicional de tales, y con todos sus problemas comerciales de unidad aduanera que firma acuerdos comerciales, van llamando a sus puertas.

Oyendo las diferentes ponencias que eran presentadas en Salamanca, y las discusiones que las seguían, casi siempre muy vivas, y en las que, naturalmente, cada representante de una nacionalidad o región procuraba sacar las consecuencias arrimando el ascua a su sardina, yo pensaba que hay que tener mucho cuidado con las tesis generales y las grandes generalizaciones históricas, de las que toda política hace abundante uso, lo mismo centralista que autonomista. Las consecuencias de estas malas costumbres, que van desde pensar lo que hubiera sido Castilla si hubieran ganado la guerra las comunidades contra Carlos V o si América no sé hubiera descubierto, hasta las averiguaciones sobre el destino de Cataluña si hubiera sido otro el resultado del Compromiso de Caspe, son graves, y los políticos harán bien en atenerse a situaciones de hecho, prescindiendo de dar vuelo a la imaginación.

A esta situación de hecho correspondía que en aquella aula Vitoria, en Salamanca, estuvieran reunidos, aparte del grupo de los portugueses, que expresó varias veces su resolución de no opinar sobre los problemas regionales de España, mientras los españoles de 1978 no encontraran sus fórmulas, celosos representantes de las nacionalidades catalana y vasca, como también defensores de las tradiciones gallega y andaluza, así como de la peculiaridad de Canarias.

Tal planteamiento responde, desde luego, a nuestra tradición de centralismo relativamente tardío, no intentando de modo sistemático hasta el siglo XVIIII, y también a la ineficacia de nuestro Estado liberal, que no creó una escuela pública «nacional» (y, por de pronto, muy insuficiente) hasta 1903. Las lenguas en España sobrevivieron casi sin problemas, mientras el analfabetismo las dejaban abandonadas a la tradicional espontaneidad. He podido leer estos días un trabajo inédito del profesor González Ollé en el que se ve que el concepto «idioma nacional» se formula sólo al aplicar la ley de enseñanza primaria, y que la discusión sobre el «castellano» o «español» y su relación en la vida política y administrativa con las otras lenguas se planteó por primera vez en las discusiones de las Cortes constituyentes de 1931. Leer este trabajo de González Ollé era muy instructivo porque todos los temas de autonomías, especialmente en su vital relación con las distintas lenguas, fueron entonces discutidos en términos semejantes a los que ahora se esgrimen. Lo terrible de la repetición de ahora es que las posiciones se han reconstruido y fijado al cabo de cuarenta años, en que la tesis centralista ha sido impuesta con todo el rigor que se podía soñar. La lección que yo saco del hecho del replanteamiento es que la única solución no está en la imposición, sino en los pactos, la política, los arreglos y las transacciones. Los gestos de rasgarse las vestiduras, de proscribir términos, de no querer admitir ni discutir palabras, recuerdan gestos de las Constituyentes republicanas que, o no triunfaron entonces, o han sido anulados por la historia ulterior.

Por ejemplo, se nos dice que ha entrado al fin en el borrador de la Constitución la palabra «nacionalidades». Siento mucho no estar en esto de acuerdo con mi querido y admirado amigo Julián Marías, pero he de recordar que la palabra, que fue empleada como arma de guerra por los aliados en la primera guerra mundial, muy especialmente contra el Imperio Austro-húngaro, no es en sí más peligrosa que otras. De las nacionalidades surgieron en 1918 Checoslovaquia y Yugoslavia y la gran Rumania, como también Polonia y los Estados bálticos, quedando así trazado un mapa de Europa en el que las ententes buscaban más o menos ilusamente equilibrios y contrapesos contra lo que habían sido bloques imperiales. Pero la misma idea de las nacionalidades fue utilizada en la Unión Soviética de modo distinto. Lenin y Stalin fueron sucesivamente especialistas en esta política, y ahí está el resultado de un gigante político que, sostenido por la organización del partido único, tiene en las «nacionalidades» un rico y coloreado folklore de lenguas, alfabetos, literaturas y traducciones de Marx-Engels y Lenin. Parece que, a veces, por ejemplo, en Ucrania, el sentimiento nacional bordea en la clandestinidad el separatismo, pero, en conjunto, las nacionalidades no parecen comprometer la convivencia de todo un complejo mundo cuyo vínculo de unidad es la lengua rusa. Lo positivo de esta solución a problemas de lenguas y nacionalidades le puede ver en un hecho del que tengo noticia: en Alemania occidental hay centros donde se recibe y prepara a gentes venidas de diferentes países comunistas. Los que pertenecen a minorías nacionales alemanas (colonias establecidas hace siglos en Rusia, en Rumania, en Polonia, etcétera) llegan con un conocimiento de su lengua nativa basado en la lectura y la enseñanza sólo cuando han asistido a la escuela en la Unión Soviética; sólo allí existen escuelas bilingües donde la lengua nativa y nacional es no sólo respetada, sino utilizada en la enseñanza.

Lo que no podían sospechar los políticos occidentales que en la primera guerra mundial lanzaron el explosivo de las nacionalidades es que, al cabo de un poco más de medio siglo, galeses y bretones, corsos y alsacianos, vascos y occitanos y escoceses, iban también a reivindicar sus lenguas y «nacionalidades», o sus tradiciones y su mal humor, en los primeros países que se constituyeron como Estados nacionales.

Ahí están, pues, las nacionalidades. Y como los Estados subsisten aún, y los «Estados Unidos de Europa» son a lo sumo un horizonte que, si todo va bien, acaso se alcanzará algún día, la solución en España ahora es una política inteligente de nacionalidades. El profesor González Casanova lo dijo muy bien en Salamanca, después que el profesor José Sebastião da Silva Dias nos explicó, a través de la historia cultural de Portugal, que en ciertos momentos la búsqueda de la nacionalidad política podía haber llevado al vecino país a una desiberización más o menos radical, mientras que la monarquía dual que establece Felipe II corresponde a un grave estancamiento de la cultura. Un profundo conocedor de la literatura portuguesa, Antonio José Saraiva, nos explicaba la esencia de la tradición, mientras que, por otra parte, Vasco Pulido Valente, representando una actitud escéptica ante el cambio, se esforzaba por hacer ver lo bizantino e inútil de andar buscando lenguas menores cuando en el mundo las corrientes son hacia unidades que lo absorben y destruyen todo.

Oíamos a los profesores de Derecho Político, que aportaban sus precisiones conceptuales y esclarecían lo que, a veces, es más problemático en un planteamiento confuso; así, Pedro Vega o el andalucista Luis Uruñuela o P. Lucas Verdú. Tesis gallegas presentó Carlos Amable Baliñas, y vascas, Martín de Ugalde y un aragonés establecido en Vergara, A. Poblador.

Cuando dejaba Salamanca, en el tren, me preguntaba yo mismo si ese tema que nos preocupa tanto a los que vivimos de veras en nuestro siglo: el de la eficiencia del Estado español, no estará entre nosotros finalmente dependiente de romper el molde uniforme, impersonal y centralista que viene administrándonos. ¿Eran o son mejores ciertas gerencias (de carreteras o montes o cuidado de monumentos) en ciertas diputaciones provinciales, porque los conciertos económicos favorecen injustamente a esas provincias, o porque la cercanía de la Administración hace la gestión más directa y económica? ¿El progreso de las escuelas en la Cataluña autónoma de 1932 no se debió al celo inmediato y directo? En la Alemania occidental de hoy son de competencia regional multitud de funciones administrativas, como la enseñanza en todos sus grados, la policía, los bosques...

Lo que en Salamanca nos convocó como «convivencia de culturas» quizá tiene, a fin de cuentas, un reverso que no es sino la mejor utilización y manejo de ese instrumento a menudo indócil e ineficiente que es el funcionario. Quizá el funcionario que en Madrid o desde Madrid no es conducido con energía, lo fuera si en muchos terrenos de la Administración pasara a depender de autoridades más próximas e inmediatas, más de cerca tocadas por los problemas. Se ha comenzado a hablar del peligro, desgraciadamente amenazador, de que las autonomías condujeran a la duplicación en muchas escalas administrativas, pero ¿no se podría pensar, por el contrario, en una inyección de realismo y en una vivificante vinculación del funcionario con el suelo donde ha de trabajar si se regionaliza la misma Administración pública, si las viejas escalas centralizadas van siendo sustituidas por nuevas promociones de gentes interesadas en los problemas que en su tierra les tocan de cerca?

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