Una copa con Suárez
Estábamos allí en el Congreso, o sea en el bar, y Suárez se tomaba una copa de algo, que ha dicho el cuarto poder (La Cierva lo llama el cuarto querer), que el presidente no se explica, y en vez de explicarse en el púlpito, prefirió hacerlo en la barra, la otra tarde, que queda más cheli y ya he anotado yo, en mi antológica definición de lo cheli, que Suárez es lo cheli de la derecha y Carrillo lo cheli de la izquierda.
Y mientras Suárez y yo y el personal nos tomábamos la copa, resulta que el mundo no paraba de dar vueltas y los africanos se preguntan por qué ha tenido ahora tanta resonancia lo de la OUA, que es lo mismo de hace años, y que hace años no tuvo onda, eco, cosa. Y Fraga queriendo chupar rueda.
—Lo primero es la Constitución —me dice Suárez—. No tenemos una Constitución y estamos improvisando todo el día. Improvisando en todo. Hay que tener una Constitución y luego convocar las municipales.
Me lo dice a mí, casi me riñe. Como si tuviera yo la culpa. Alguien ha contado que le propuso a Franco hacerle un homenaje a Picasso. Y Franco le dijo:
—Mire usted a ver si le deja Carrero.
No creo yo que Suárez lleve su retrofranquismo interior, asimilado y superado, al extremo de usar las viejas tácticas del general. Es él quien tiene que urgir la Constitución, y no yo, o sea la calle, el personal, la cosa. Suárez cuenta por los dedos los problemas del país, desde el agrario hasta Boadella, y me dice que todo se arreglaría mejor teniendo una Constitución, un marco legal, un punto de referencia, eso.
—Gracias por el calendario, presi, aunque no tenga cromo.
Suárez está pálido. Se le han aclarado hasta los ojos. Se le ha desteñido en Purísima el azul de la camisa. Lleva la pasta en el bolsillo derecho del pantalón y el tabaco en el bolso interior de la chaqueta, donde dicen los contraespías que esconde la pistola. Como no fumo, no me ha dado fuego con el arma. Menos mal. Cuando estábamos allí, en la barra, como en el drugstore de la política, cuando Pío Cabanillas contaba su accidente y Fernández Ordóñez sus infortunios de la virtud financiera, llegó Carmen Tamames, vestida de sauce verde y sexy. Hola, Carmen.
—Hola, chicos.
La esposa de don Juan de Borbón parece que no va a venir a la boda de Cayetana de Alba. No puede. Suárez está aquí, en la tarde de primavera previa, llena de sol de Madrid, Suárez está aquí dentro, en el bar del Congreso, apoyado en la barra, como un congregante de los Luises y Kotskas, pálido, con el mejor esculpido a navaja de Madrid, y la gran derecha levanta estandartes por toda España y saca los cuerpos incorruptos de Fernández de la Mora y Silva Muñoz para curiosidad del personal.
Por algún mundo gira el planeta oscuro de Abril Martorell y Suárez no me dice si hablará o no hablará en el debate de las municipales. A estas horas ya se sabrá si habló o no habló, bien oiréis lo que dirá. Suárez, digo yo, no es exactamente la gran derecha, sino la pequeña derecha pequeñoburguesa de los buenos chicos que van a más y tratan de convencer a los grancapitalistas de que se porten bien, hombre, y pongan un poco de justicia social. Hay otra gran derecha que es Areilza o el misterio de Elche, porque en Elche ha dado un gran mitin, pero la gran derecha propiamente dicha y propiamente grande usa sombrero de tres picos, tiene a Osorio como ideólogo —«Ucedé ya no tendría los votos que tuvo en junio»—, a Silva como antipapa y a Fernández de la Mora como Teresa Newmann o estigmatizado que mueve a fe y arrepentimiento. Si Suárez no cuenta pronto con la izquierda, le va a devorar la gran derecha. Esto le iba a decir yo, hombre, en la barra del bar, cuando nos sacaron una foto, pagó la copa y se fue. «Si hablo, te aviso», se me burla.
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