Cataluña y las autonomías
ANTEAYER TOMARON posesión de sus cargos los doce ministros del Consejo ejecutivo de la Generalitat provísional de Cataluña. La presencia en el acto del capitán general de Cataluña y las elogiosas referencias a don Juan Carlos expresadas por el señor Tarradellas en su discurso habrán tranquilizado los ánimos de quienes, injustificadamente, tienden a pensar que la articulación de la comunidad política española en nacionalidades y regiones dotadas de regímenes de autonomía significa algún tipo de amenaza para la pervivencia de España como nación.Conviene dejar en claro, sin embargo, que el proceso de transformación de un Estado rígidamente centralizado en una estructura política, económica y administrativamente plural no ha hecho sino comenzar. Son numerosos y complejos los problemas que comporta ese proyecto cuando, como sucede en España, las nacionalidades históricas con mayor conciencia de su pasado y con más inequívoca voluntad de afirmar sus peculiaridades culturales e idiomáticas son, a la vez, regiones económicamente desarrolladas que han prosperado debido a su mayor iniciativa empresarial pero también gracias a las fronteras de un mercado estatal protegido por elevados aranceles y a la utilización de una mano de obra forzada a emigrar de las zonas agrarias del centro, del Sur y del Oeste.
Catalanes y vascos se lamentan, y con razón, de la represión de que han sido objeto su lengua, su cultura y sus instituciones de autogobiemo durante la etapa franquista. Sus reivindicaciones tienen un peso histórico que las sitúa fuera de la duda. A la vez sin embargo, su legítima satisfacción plantea delicados problemas, que no son únicamente prácticos. La oferta de que los trabajadores inmigrados se integren en Cataluña y Euskadi, propuesta que figura en los programas de la casi totalidad de los grupos de definición nacionalista, conjura el fantasma del chauvinismo o del racismo. Pero no constituye una solu ción válida para las minorías inmigradas que deseen mantener vivas sus tradiciones culturales e idiomáticas. El deseo de que las autonomías no sean un lujo y que la financiación de las instituciones de autogobierno no signifique la duplicación de los impuestos tiene una justificación evidente. Pero tampoco puede extrapolarse hasta el punto de negar la solidaridad con las regiones subdesarrolladas del resto de la Península, que sólo podrán salir del atraso y de la pobreza mediante el reparto de una riqueza a cuya creación han contribuido decisiva mente los trabajadores inmigrantes en Cataluña y en Euskadi.
Ante problemas complejos como éste, las recetas elementales para nada sirven. Y en esa perspectiva surgen serios temores de que la política del Gobiemo y de UCD en tomo a las autonomías, en vez de contribuir a clarificar temas en sí confusos y difíciles, no esté haciendo más que confundir y enturbiar la situación.
Así, en Cataluña, lo que fue en el mes de julio una medida de habilidad y prudencia política -el acuerdo del Gobierno con el señor Tarradellas para restablecer el nombre, aunque no las funciones, de la antigua Generalitat- puede convertirse en una fórmula desgastada e inútil en el plazo de poco tiempo. La negativa del señor Tarradellas a reconocer competencias a la Asamblea de Parlamentarios, la fórmula de fidelidad a su persona exigida a los ministros al tomar posesión de sus cargos, los cabildeos para la formación del Consejo y el descontento producido por algunos de los nombramientos; la falta de contenido, en fin, de las funciones asignadas al nuevo Gobierno, son otros tantos factores que pueden sembrar la desilusión y dar lugar a frustraciones en los votantes que refrendaron plebiscitariamente la autonomía para Cataluña. Sobre todo si no se comienza, desde ahora mismo, a preparar el tránsito desde esta Generalitat provisional a las instituciones definitivas, que sólo podrá establecer un estatuto de autonomía elaborado por los propios catalanes dentro del marco constitue ional apro bado por las Cortes.
Y ese marco constitucional no puede crearse a hurtadillas Y en régimen de confidencialidad. Es indispensable abrir un debate esclarecedor sobre lo que significará para el futuro de nuestro país una estructura estatal articulada sobre las atitonomías, tan reclamadas ahora, pero sobre cuyo contenido tantas dudas existen aún. Las prisas viajeras del ministro para las Regiones y el chalaneo para establecer estatutos de preautonomía quizás puedan mejorar la imagen electoral de UCD en las próximas elecciones municipales, pero no contribuye a resolver en nada las dificultades del tránsito del centrailismo al autonomismo. La experiencia de lo que suceda en Cataluña será, por eso, en muchas cosas paradigmática. Sobre los flamantes miembros de su Gobierno recae así, en gran parte, no sólo la responsabilidad del futuro catalán, sino del de las autonomías en la España toda.
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