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Reportaje:

El mal ejemplo de la ciudad de Madrid

Tras la Carta de Atenas y la Carta de Venecia, sin duda que las Normas de Quito constituyen hoy un documento universal de primer orden en cuanto a conservación y rehabilitación de conjuntos históricos, con la suma de tesoros artísticos que en ellos suelen albergarse, y en torno, también, a la remodelación que, a ejemplo del legado de un ayer más o menos remoto, exigen las zonas urbanas y núcleos de población en general. A la vista de tantos y tan fracasados proyectos planificadores de nuestras ciudades, se ha llegado incluso a afirmar que la exigencia de remodelación, de acuerdo con propuestas del pasado, entraña uno de los temas capitales de nuestro tiempo.En 1967 (del 29 de noviembre, por mas señas, al 2 de diciembre de dicho año) tuvo lugar en la ciudad de Quito la primera Reunión sobre conservación y utilización de monumentos y lugares de interés histórico y artístico. Resultado de dicho congreso fue la publicación de las ya universalmente mencionadas como Normas de Quito, conjunto de conclusiones programáticas y fruto de un trabajo colectivo (en el que tomaron parte unas cuantas figuras internacionales), destinado a la defensa del patrimonio cultural iberoamericano y perfectamente válido para el de otras latitudes, de atender al carácter genérico con que se subrayan los valores y significados de los monumentos y la toma de conciencia ante su alcance específicamente social.

Fruto, también, de aquella primera reunión ha sido el Coloquio internacional sobre la preservación de los centros históricos ante el crecimiento de la ciudad contemporánea, que en la capital ecuatoriana se ha clausurado hace apenas cuatro meses. Conjuntamente convocado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, y por especialistas y responsables de la UNESCO, el Coloquio de Quito ha vuelto a congregar a conocidos expertos en la materia, firmantes, todos ellos, del documento con que se acompañan estas páginas y en ellas ofrecemos como primicia, no sin mostrar nuestro agradecimiento a la revista bonaerense Summa, de donde han sido tomados los textos, y al profesor Fernández Alba, amable colaborador en su selección.

A favor de este tan oportuno bagaje documental, quisiéramos corroborar, desde el concepto, algunos de los ejemplos pragmáticos que, entre la alternativa y la denuncia, han venido suministrando a estas páginas veraniegas pretexto y estímulo de nuestro sentir y entender en torno a nuestro maltrecho patrimonio cultural. Se trata al margen del concreto lugar en que fueron elaboradas y probadas, de una serie de propuestas teóricas y consecuentes experiencias sobre la integración de los centros históricos en la compleja problemática de la ciudad de nuestros días: un empeño de rehabilitar usos y significados, frente a anacrónicas actitudes que abogan por soluciones aisladas, disociadas del entorno común y vanamente convertidas en ciudades-museos, esto es, en ámbitos momificados.

Y junto al común denominador de totalidad (o por gradual vía de avance recuperador y definitiva consecuencia), la rehabilitación parcial por zonas específicas, congruentes y concomitantes, exigencia y complemento las unas de las otras. Programas, en fin, de planes orientadores q ue normalicen la legislación, faciliten fórmulas eficaces de financiamiento y posibiliten eficientes instrumentos de participación cuya propuesta y buen funcionamiento, si de forma prioritaria competen a la Administración con mayúsculas, jamás han de ser ajenos a las organizaciones ciudadanas, a las asociaciones vecinales y, de un modo muy singular, a los recién estrenados partidos políticos.

Primacía del centro histórico

Si el lector analiza con alguna atención las adjuntas Conclusiones del Coloquio de Quito, no tardará en desprender de la antedicha orientación general una propuesta de revitalización de los centros históricos, circunscrita a un conjunto de medidas y acciones concretas que vienen a constituir un significativo avance en el meollo mismo de la relación monumento-entorno monumental: la clarificación y primacía del concepto global y autónomo de centro histórico, con la decidida defensa de su valor urbano, más allá de cualquier tipo de distorsión, provenga o no provenga de esas magnificaciones conmemorativas que no pocas veces concluyen en clausura oficial o en simple y terminante privación de visitas masivas.En verdad que los congresistas de Quito se han esmerado en precisar y definir con claridad meridiana el concepto y significado de conjunto histórico, desgajándolo de aquella inseparable compañía que, bajo el título o agregado de artístico, tantas confusiones de concepto origina y, opone en la práctica barreras mil a los usos del común y a los específicos significados conformadores y modificadores de la conducta pública. Clara y precisa (o distinta, por valerme de término cartesiano), la definición acuñada en el Coloquio de Quito resulta, además, del todo pertinente a la exigencia de la actual situación española, hasta el extremo de que los congresistas quiteños no parecían sino pensar en nosotros, como luego vendremos a ejemplificar, a la hora de redactar el documento de sus conclusiones.

Entiende el Coloquio por centros históricos todos aquellos asentamientos humanos, vivos, fuertemente condicionados por una estructura física proveniente del pasado, reconocibles como representativos de la evolución de un pueblo. Queda claro que humanidad y vida resumen los dos requisitos previos de la definición, dándonos a entender que el problema se ciñe a aquellos núcleos de población en que el nivel de densidad y productividad es alto, e inexcusables las confrontaciones, o contradicciones, entre lo viejo y lo nuevo. Se ven, pues, excluidos aquellos otros (paradójicamente, los más habitualmente cacareados) que son feudo de la soledad y corren a su vez el riesgo de caer en abandono.

Las otras dos notas, diferencias específicas o últimas de la definición, aluden, respectivamente, al fuerte condicionamiento del núcleo de población a una estructura física que el pasado (glorioso o no) les impone, y al rasgo fisonómico por cuya gracia es reconocible o se hace representativa la evolución (esto es, la identidad histórica) de un pueblo. Observe el lector que para nada se habla del aspecto artístico, concomitancia inseparable en las usuales definiciones del asunto. Que el centro histórico suela albergar un conjunto artístico no quiere decir que ello haya de ocurrir con estricta necesidad; hasta la constancia fisonómica como certificado de evolución o carta de identidad.

Junto a la fuerte estructura física del ayer, condicionante del presente, el problema, así las cosas, se centraría en discernir qué entendemos o debemos entender por pasado. ¿Habremos, en nuestro caso, de remontarnos a Altamira? ¿Bastará con tomar a la letra el indicio y remitirnos a lo que ocurrió hace un par de semanas? No. La claridad de la definición vuelve, al respecto, a hacerse meridiana. Es pasado, de acuerdo con ella, todo ciclo consumado que haya impreso en el tejido urbano un fuerte signo de evolución o constituya un hito en el hacerse histórico de la ciudad o núcleo de población de cada caso; y ello al margen, otra vez, de sutiles informes periciales en cuanto a lo fundado o infundado del presunto valor artístico.

Un mal ejemplo urbano

Disculpe el lector el énfasis didáctico, por no decir infantil, con que me he entrometido en la definición formulada hace unos meses en Quito. Dos razones me han inducido al pormenor del análisis.De una parte, sus redactores ciñen el texto, prácticamente, a su escueto enunciado, conscientes, sin duda, de su intrínseca claridad o atentos a la deducción y enumeración de consecuencias. Su adecuada referencia, de otro lado, a más de una circunstancia nuestra y de nuestros días (incluida, para mal, la triste cuarentena que les precede) me ha tentado a desmenuzarla para, a seguido, proponer un solo ejemplo, suficientemente negativo: la ciudad de Madrid.

No, no es muy allá el pasado de la Villa y Corte. Un par de obscuras remembranzas medievales, brillo de ausencia en lo tocante al Renacimiento, tales cuales visos de esplendor barroco.... y un soberbio siglo XVIII, encabezado por Carlos III, conforman la historia-historia de la ciudad, -proseguida con el eclecticismo decimonónico que, con secuelas de la secesión vienesa, se prolonga hacia bien entrado nuestro siglo, y se actualiza, hasta el año 36, merced a un puñado de muestras racionalistas o dimanadas del movimiento moderno europeo en general..., para dar mal paso a la inconcebible devastación de estos últimos largos cuarenta años. Todos y cada uno de esos ciclos (exceptuando el último, por supuesto) eran más que suficientes, fuertes y explícitos, a la hora de distinguir los diversos grados de evolución que configuraron la identidad histórica de la ciudad y el proceso vivo de su propio hacerse y irse. Si medió, que no siernpre (recuérdese la vergonzosa demolición de los Jareños), la consideración artístíca, el ciclo de turno y su correspondiente núcleo urbano se vieron a salvo de la catástrofe, aunque no de la mixtificación. Si desde el arte no fue favorable el informe (caso común, dada la elasticidad de criterio) el núcleo en cuestión pasó a mejor vida, con su propia vida, fuerza, estructura, pasado, representatividad, grado de evolución..., con todas las notas, en fin, de la definición que del centro histórico tienen a bien regalarnos desde Quito.

El acierto más relevante, a juicio mío, de dicha definición ha radicado en eludir la mención de lo artístico en la atinada consideración del centro histórico. Y la gran coartada, por parte de nuestras conspicuas autoridades del ramo y solícitos asesores, ha residido en enlazar, con un guión, historia y arte (lo histórico-artístico) subordinando sistemáticamente la probada constancia de lo uno a la arbitraria estimación de lo otro, para mayor gloria de la reconfortante especulación. Salvado, aunque esencialmente alterado, el Madrid de Carlos III, se han ido al garete las huellas sucesivas del eclecticismo decimonónico, de la secesión vienesa, del movimiento moderno..., y con ellas, la identidad histórica de la ciudad. Y quien dice Madrid, diga otra cualquiera de nuestras urbes o núcleos de población investidos de un cierto nivel de densidad.

Apunté, líneas arriba, que no parecía sino que los congresistas o coloquiantes de Quito se habían propuesto pensar en nosotros, o en las más de nuestras ciudades, mientras aquilataban el género próximo y la diferencia última de su certera definición de centro histórico, pero entiéndase que tomándonos y tomándolas como premisa negativa (el modelo, el exemplar, de lo que no hay que hacer), hasta dar, por fidelísimo y reflexivo contraste, con la faz positiva del problema; que ni a propósito puede el ejemplo propuesto contravenir con mayor exactitud, punto por punto, texto y contexto de la definición que ellos proponen.

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