Hipocresia y conservadurismo
Con la retirada -provisional por el momento- de la película de Pasolini, Saló, de la cartelera londinense, el espectador se encuentra ante una nueva demostración de una de las mayores taras con las que debe enfrentarse el hecho artístico y que pertenece, al menos en cierta medida, a factores ajenos a su propio ser.La prensa ofrece con desalentadora constancia, noticias similares sobre el poder de una simple denuncia personal ante el juzgado correspondiente, de resultas de la cual la obra de un realizador cinematográfico pasa a mejor vida, impidiendo al mismo tiempo -y de manera unilateral- la libertad de contemplarla a las decenas de miles de conciudadanos para quienes una determinada película no supone en ningún momento un atentado a la moral o a las buenas costumbres.Nombres como Bertolucci, el citado Pasolini, Oshima, Genet y un ya amplio etcétera, se ven envueltos con frecuencia en la maraña jurídico-burocrática que, como primera medida, retira de su exhibición normal la obra creada tras no pocos esfuerzos y reflexiones. Cualquier ciudadano de cualquier país democrático debe de tener el derecho de denunciar lo que crea deba ser denunciado. Ahora bien, cuando el hecho presuntamente delictivo se inscribe en el subjetivo, ambiguo, resbaladizo y fascinante mundo del arte, los esquemas aplicables resultan absolutamente ineficaces y, las más de las veces, sólo sirven para comprobar el carácter marcadamente conservador de una de las instituciones clave del Estado burgués: la Administración Judicial.La historia de la cultura está repleta de ejemplos significativos al respecto, incluso se puede, y ya se ha hecho, analizar dicha historia desde la perspectiva exclusiva de los creadores reprimidos, encarcelados y condenados por los distintos sistemas jurídicos, para los que el conservar lo establecido en material moral y de costumbres se antepone a la demanda real de comunicación de cada momento.Códigos morales como el famoso de Hays, en Estados Unidos, o Juntas de Censura, como la que todavía actúa en España; hace tiempo que demostraron su invalidez social, para entrar por derecho propio en el sector más exótico y pintoresco de la historia cotidiana. La Europa del Mercado Común suele ser más sutil: no existe censura, o prácticamente es inexistente, pero cualquier ciudadano puede denunciar un filme ante el fiscaí ojuez de guardia. Si éste lo considera oportuno, la película se retira de los circuitos de exhibición hasta que exista resolución judicial firme, lo que supone, en el mejor de los casos, unos cuantos meses de prohibición. El ejemplo de Saló, una de las películas más «malditas» del último quinquenio, es significativo: si ahora se retira de la cartelera de Londres, habrá que añadir el dato de que nunca fue estrenada en su país de origen, Italia, y que permanece prohibida' la mayoría de las democracias occidentales (en Francia se pudo estrenar con innumerables limitaciones de publicidad y locales). En definitiva, los secuestros judiciales de hechos artísticos nos hablan de la imposibilidad de medir, o de intentar hacerlo, con unos criterios pretendidamente objetivos, unos hechos que por su propio origen, anhelo y especificidad, son esencialmente subjetivos. 5;i una reflexión personal y creativa sobre el fascismo, interrelacionada con los 120 días de la Sodoma sadiana, puede suponer un atentado a la moral social, todo parece indicar que determinadas políticas fiscales, programaciones de televisión o mantenimiento de reminiscencias feudales también atentan las buenas costumbres de la convivencia colectiva y, que se sepa, todavía no ha sido prohibido ningún Ministerio de Hacienda en bloque.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.