La exposición
Boicot a la Bienal roja. Tal y análogas pintadas se han visto en los bajos de algunos edificios barceloneses, apenas abrió sus puertas la Fundació Joan Miró a la versión española de lo internacional y extraoficialmente expuesto, el pasado verano, en Venecia. ¿Bienal roja? Pónganse al significante tantas comillas como precisiones, distingos y componendas reclama el significado, de querer que el color en cuestión suba ligeramente de tono.Sólo a merced de una esmerada y encadenada apoyatura adverbial, el mensaje de la pintada hubiera adquirido algún tinte de verosimilitud: Bienal rosadamente roja u oscurarnente roja, sectariamente, caprichosamente, presuntamente, dudosamente, colateralmente, ingenuamente... o ladinamente roja. Roja por adopción, por decreto, por forzada adecuación o esquemas preestablecidos, por rizo del rizo, por narices, por malabarismo o arte de birli-birloque..., por astuta (y frustrada) coyunda entre prestigio e ideología.
Dos meses antes de su inauguración en Venecia, dejé en estas mismas páginas escrito que la selección de nuestros representantes se atenía, descaradamente al juego combinatorio de supuestos ideológicos y firmas consagradas. Porciones equitativas de lo uno y lo otro hubieran logrado, sin duda alguna el cóctel del año, si pálida la entonación de la guinda del remate, agridulce, y con un cierto cuerpo y algún paladar, el efecto de la mezcla.
Fallaron (no entro en razones) algunos de los famosos se les fue la mano a los mentores (perdón, a la disuelta comisión organizadora) en la elección de los no tanto, y la combinación soñada paró en turbia pócima. Así las cosas. seleccionadores y seleccionados, sin precisa distinción de papeles, dieron en repartirse el despojo, al margen de todo escrúpulo, o hasta el extremo de que de los diez organizadores, seis resulten ser, al propio tiempo, expositores (los cuatro restantes no ejercen profesión plástica).
Y en ello va, a juicio mío, el desatino inicial, el que presidió la mostra veneciana y sigue deambulando, como un fastasma, por los pasillos de la Fundació Jóan Miró. Fallido o menguado el maridaje entre probada adhesión ideológica y nombre consagrado, la exposión ha quedado cuajada de lagunas, con más rotos que cosidos, sombras, que luces: un repertorio cojitranco en el que, junto a tal cual obra maestra, abundan las de segunda, tercera, cuarta y quinta fila.
Mediocridad e involución
El medio en que radicaba la virtud clásica ha quedado aquí en descarriada mediocridad (anodinamente roja). No, en verdad que no acertó la disuelta comisión organizadora a quedarse con una de las dos opciones que se le brindaban. Prefirió el híbrido (rojo por prestidigitación) que, entre inesperada renuncia y suplencia eventual, ha parado en engendro (rojo porqué sí), sin que de nada valga ya el recurso a la idea de involución, ni el adorno o repuesto de didácticas cintas históricas.
¿Por qué se eligió a este artista y quedó relegado aquél, pese a la afinidad de su expresión? La pregunta, inevitable en los labios del contemplador, hallará, de los designios de los organizadores, una unica y sistemática respuesta: «Porque el uno dio prueba de involución para con el sistema imperante en los últimos cuarenta años, en tanto el otro no se sintió lo suficientemente involucionado. «¿Y quién entiende o decide acerca de involuciones?, un privilegio de la (disuelta) comisión organizadora.
Es lo cierto que la exposición en cuanto que tal, o comó se ha montado en Barcelona, me indujo a ponerme en la piel de cualquier (el más anónimo) visitante, para comentar, con toda objetividad e inmediatez, lo que de ella lega a la mirada. Y lo primero que acusan los ojos es el crudo sobresalto del blanco y el negro. ¿Premeditado daltonismo? ¿Luto riguroso? ¿El lorquiano blanco muro de España y negro toro de pena? ¿La unamuniana muerte blanca, envuelta en negro manto?
El hombre medio que visite esta exposición, dispuesto a enterarse de lo ocurrido a lo largo de cuarenta años, en esa parcela de la cultura nacional que el arte recaba como propia, no tardará en deducir que el proceso de sombría alienación, de Castración cultural, que él creía exlusivo de su condición, afecta a todos por igual, incluidos aquellos seres que él imaginaba en posesión ,de una agudizada sensibilidad a la hora de reflejar el entorno de la sociedad de su tiempo: los artistas.
¿Es posible -se dirá- que en todo este tiempo haya sido todo tan negro, sobre la crudeza de un blanco tableteante? ¿Ninguno de estos pintores ha sentido la comezón del color y el estímulo de la luz? Al parecer, no ha habido margen alguno para la sonrisa, no han brotado las flores, no se ha escuchado el reír de un niño, no ha habido lugar para el amor, siquiera físico: solamente rejas, cárceles, fusilamientos, muerte... sempiternamente entonada en blancos y en negros.
Los trigos, sin embargo, han crecido, han nacido los hijos, los pájaros han revoloteado, han estallado las flores.... y él mismo ha visto parejas abrazándose, besándose, planeando el futuro cotidiano. A medida que avanza por la exposición, su sorpresa va in crescendo. Apesadumbrado y perplejo ante, la presencia de unos datos deliberadamente escogidos a la hora de enhebrar un discurso unívoco, rectilíneo, se pregunta, incrédulo, por el rastro de un medio social que de algún modo él ha conocido. ¡Ahora es cuando se le hace patente el divorcio entre arte y sociedad,!
El túnel del tiempo
Para justificar su actuación, los organizadores han instalado unos paneles explicativos (túnel del tiempo, mejor que cinta histórica) cuya lectura deja al contemplador en la duda de ser víctima de alúcinación o pesadilla. Todo allí se resuelve bajo el supuesto elemental de buenos y malos, aunque no deje de traslucirse la sospecha, primero, y luego la certeza en cuanto al trucaje (con respecto a Venecia) de ciertos protagonistas, así como el carácter esquemático del discurso, su partidismo ideológico y un deliberado empeño de tergiversación histórica y estética.
Pese a sus pretensiones titulares, la exposición entraña todo un modelo, de cerrazón ideológica y sectarismo discursivo, aparte de hacer difícilmente justificables, entre otras cosas, los largos veinticinco millones de pesetas que los gerifaltes de la Biennale han puesto en manos de nuestros conspicuos organizadores (millones, por cierto, que han salido del sudor de obreros italianos).
Ignoro la afección que al hombre medio de fuera pueda haberle producido el tétrico espectáculo de estos tan peculiares cuarenta años de arte y sociedad a la española. A nosotros, desde luego, se nos hace más que problemático entender la oportunidad y sentido de tal exposición, confusa, deficiente, caracterizada por la sistemática exclusión de otros planteamientos, otros artistas y otras obras, de condición no menos progresista que muchas de las aquí expuestas, y de cita inexcusable cuando en verdad se quiera hacer un análisis sociológico del arte español de los últimos cuarenta años.
Sin duda que nuestro buen hombre salió del recinto de la Fundació Joan Miró contrariado Y confuso. Pensó incluso y no sin enojo, que vanguardia y progreso son categorías ineludibles para todo creador, y para todo ciudadano consciente o simplemente consecuente con el espíritu de su tiempo, sin que ello excluya que lo bien hecho entraña otra no menos ineludible categoría ética y estética, por encima de la anécdota, más o menos tremendista, que lo motivó.
Se sintió contrariado, defraudado, confundido y llegó, tal vez, a la conclusión de que también nuestra izquierda ha sido marcada por el talante, según hoy se dice, de esa dictadura de cuarenta años, hasta límites y medidas que ella misma no sospechaba. Valga, en fin, de juego la tramoya entera de esta exposición de una exposición (como uno de sus organizadores ha dado en bautizarla), pero sin partidismos, dictatorismos y mixtificaciones destinadas a justificar una actuación no siempre meritoria, ni siquiera veraz.Nada teman los ingenuos hacedores de la pintada. Celo, el suyo, intempestivo y anacrónico. ¿Bienal roja? Ni cargando de comillas al significante, ni subrayando el significado con precisiones, distingos, apaños y componendas mil, cabe dar por válida la intención de su mensaje. No hay riesgo alguno para el orden establecido o para el pacto a establecer: que por lúgubre y agobiante, mejor que la alusión al tinte revolucionario, había de cuadrar a este espectáculo aquella piedra negra sobre piedra blanca de que habló César Vallejo.
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