Señor alcalde, por favor
Por favor, señor alcalde. Me decido a enviarle estas líneas aun a sabiendas de que de nada van a servir pero uno tiene desde siempre cierta vocación a la inutilidad como pasatiempo. Es algo que las dictaduras fomentan muy bien. A fuerza de dirigirse a la Administración sin que la Administración nos escuche, acaba produciéndose una especie de diletantismo de lo inútil, una cierta complacencia de lo absurdo, un barroco masoquismo del desengaño. En el fondo, como usted puede ver, casi un arte.Pues bien, aun a riesgo de ser otra vez narciso de mis frustraciones, no puedo resistir la tentación de dirigirme a usted.
Supongo que recordará usted, señor alcalde, que el teatro Español se quemó. Nadie supo exactamente el cómo ni el por qué. Es cierto que algunos de sus espectáculos habían resultado un poquito aburridos pero, en fin, esa no debiera ser suficiente justificación para un pirómano. En cualquier caso, el edificio no era responsable.
El hecho es que un buen-mal día empezaron a incendiarse los telares, siguieron las llamas por el escenario y, acabaron -como era lógico- en el patio de butacas. Al teatro Español le dieron de baja temporal, le recomendaron un período de descanso y le indicaron -supongo- algunas soluciones.
Por favor, señor alcalde, ¿cuánto tiempo hace ya de todo esto? Le hago la pregunta sin mala intención, se lo aseguro. Ya se que andará usted con otros problemas y otras angustias. Ya me imagino que no es fácil convencer a los madrileños de que no utilicen sus coches, cuando los medios de transporte urbanos son, con toda evidencia. insuficientes. Ya comprendo lo complicado que debe de ser explicar a los ciudadanos que nadie tiene la culpa de que Madrid se haya convertido en una ciudad inhabitable, cuando todos sabemos que los responsables tienen nombre, apellidos, muchos millones y son vecinos nuestros. Ya hago cargo de que no resultara muy divertido dirigir una Alcaldía en la que, por primera vez desde hace cuarenta años, al tráfico lo desbordan las manifestaciones y las pancartas. Hay momentos en la vida y yo lo entiendo así, señor alcalde- en los que no sirven para mucho los chaqués. Por otra parte, quizá el asunto no merezca mayores comentarios. Después de todo, sólo se quemó un teatro.
Pero sucede -¿ve usted, señor alcalde?, ahí si diría que tiene usted mala suerte- sucede, repito, que yo -como tantos otros- soy un hombre que vive generalmente de poner, con más o menos fortuna, ciertas obras sobre algunos escenarios. Por esta razón no puedo permanecer insensible al hecho evidente de que la cifra de parados en nuestro oficio está aumentando de una forma progresiva y alarmante. Las actrices y actores de nuestro teatro somos elite como toda la demás. No seria modesto hacer con nosotros un paquete aparte en nombre de bohemias trasnochadas o de actitudes pintorescas. Si en el país hay cerca de un millón de parados, también se debe contar entre ellos a los profesionales del teatro. Y en estas condiciones, no parece buen criterio político que el Ayuntamiento y la Admistración permitan que el teatro Español permanezca cerrado porque esto contribuye a que un cierto número de compañeros nuestros continúen sin trabajar. Y por si esto, fuera poco, resulta, además, que no anda. Madrid tan sobrado de locales con un mínimo de decencia técnica -la mayoría no pasan de ser tenderetes con agujero al fondo como para permitirse el lujo de no reparar, con toda urgencia, el espacioso immueble de Santa Ana.
Y que conste señor alcalde-por favor, señor alcalde, que quede estó bien claro- que no hablo en nombre de la tradición escénica, de categoría literaria-ni de todas esas monsergas propias de discursos y ceremonias. A mí los pasados heroicos -sean o no teatrales- me tienen sin cuidado. Si el teatro Español fuera a servir únicamente de museo, yo habría sido el primero en quemarlo durante los tres o cuatro meses que tuve el honor de dirigirlo y equivocarme.
Verá usted, señor alcalde, me ha venido este párrafo al bolígrafo porque, en las contadísimas ocasiones en que se ha referido, usted a este problema, lo ha hecho siempre como dando a entender que no hay motivo para intranquilizarse, que el teatro español cuando se restaure -en lo de la fecha ha andado usted más bien impreciso, señor alcalde- va a quedar como siempre estuvo, que su patrimonio, digamos ornamental y artístico, permanecerá intacto, que las butacas seguirán donde estaban, las lámparas en el techo Y el dorado de los estucos sobre los mismos palcos idénticas marquesinas. El telón, claro, no dará de ser un telón para que el viejo rito de levantarse y de caer continúe, inalterablemente, produciéndose.
Por favor, señor alcalde; señor alcalde, por favor, no cometa usted el error de reconstruir un teatro anticuado y caduco. Tenga usted el valor de poner en segundo término lo que siempre se pone en primero. Un teatro tiene que ser un vivo, inquietante, despierto. Un teatro es algo más -mucho más- que un objeto bonito. Un teatro no ha de servir únicamente para que los espectadores se sienten y bostecen. La razón de existir de un teatro está en su escenario no en su patio de butacas. Le digo todo esto, señor alcalde, porque tiene usted la maravillosa ocasión de hacer algo práctico en lugar de algo demagógico. Se lo van a elogiar. De lo que no estoy sequro es de que los hombres se lo vayamos a perdonar. Por supuesto que el escenario del teatro Español no es el peor de todos -hasta ahí podían llegar las bromas- y de que, dentro de la gravedad, se trabajaba allí en mejores condiciones que en otros sitios, pero esto no es suficiente. Un local que es propiedad del Ayuntamiento. que administra el Estado y que se titula «Español» con tanta arrogancia, tiene la obligación de ser uno de los primeros de Europa. Y no precisamente por la armonía de su fachada, ni por el relumbre de sus medallones, ni por la riqueza de sus terciopelos. No, no. Uno de los primeros, porque en él sea posible recibir, acoger e impulsar todas las corrientes actuales de la profesión escénica.
Le pido, señor alcalde -por favor, señor alcalde, se lo ruego- un teatro para todos Y no para unos cuantos. No necesitarnos un templo, se lo aseguro.¿Sabe usted lo que ha hecho el Municipio de París con el viejo teatro Sarah Bernhard?. Pues lo ha tirado del todo -excepto las paredes exteriores- y lo ha construido otra vez. Lo ha dotado de escenarios giratorios, de plataformas móviles, de espacios para ensayos, de instalaciones eléctricas adecuadas y de una sala funcional y aséptica en la que, desde cualquier localidad, se puede ver y oír «todo» lo que ocurre sobre la escena. El teatro se llama ahora Theatre de la Ville y conserva únicamente, como pequeño tributo histórico, el viejo camerino que albergó a Sara Berhardt.
Por favor, señor alcalde, no se asuste. No le pido yo tanto. No es necesario destruir el teatro Español pero tampoco es obligatorio mantenerlo intacto. Ya está bien de muertos, señor alcalde. No nos regale usted, otro más.
Y decídase. En un momento en el que la cartelera de Madrid intenta desagraviar a los autores que en su época fueron pisoteados, es un síntoma escandaloso que el teatro Español esté cerrado. En estos momentos de parto difícil, de cambio caliente y de peligro callejero, el teatro Español tiene el deber de estar abierto. Aunque sólo sea para que nosotros nos encencerremos en éI cuando haga falta.
Bueno, no le molestó más. Perdón por el latazo. Vuelva usted a sus problemas insolubles, señor alcalde, dése una vuelta, encójase de hombros y olvídese de mis palabras si es que ha llegado usted a leerlas. Después de todo, como ya le he dicho antes, sólo se quemó un teatro: no hay que preocuparse. Mientras la especulación del suelo se mantenga y continúen enriqueciéndose los de siempre, ¿qué más da que un teatro se abra o que se cierre?
Por favor señor alcalde, ya sé yo que tiene usted otros asuntos más serios en que ocuparse.
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