Una combinación, de salud política y ventajas económicas
La Declaración de Independencia de los Estados Unidos no era en sí misma peor o mejor que otro documento de esta clase. Un año antes, el mismo Benjamín Franklin aseguraba que entre los notables de las trece colonias americanas, nunca oyó hablar de libertad ni de separación de Inglaterra. El documento que firmaron los congresistas en Filadelfia no se consideró ya la expresión de una futura victoria, y mucho menos, comienzo de una nación que llegaría a ser la más poderosa del mundo.
De algún modo u otro, sin embargo, los colonos americanos tenían idea de su predestinación, del propio destino que habían de cumplir, por completo alejado de las infinitas rivalidades y de las bajezas que dominaban el Viejo Continente. Una propia seguridad que si se vislumbra en la declaración de Independencia domina por entero las palabras de Thomas Paine, revolucionario en América y en Francia, en su libro El sentido común, publicado pocos meses antes de la reunión de Filadelfia.
Paine expresaba la juventud de un pueblo que quería convertirse en nación. «Está en nuestras manos volver a crear el mundo. Una situación similar no se ha presentado desde los tiempos de Noé. El nacimiento de un nuevo mundo está al alcance de nuestras manos, de una raza posiblemente tan numerosa como la que habita toda Europa, que está destinada a recibir la parte de libertad que le corresponde en el espacio de poco tiempo.»
En absoluto los escritos de Paine expresaban tan sólo esta alegría bíblica. También, cuestiones muy concretas, como las relativas a la gran extensión de los territorios americanos, la necesidad de mantenerse alejados de las rivalidades europeas e, incluso, de sostener un sistema económico propio. «Como Europa es el mercado para nuestro comercio, no debemos tener relaciones privilegiadas con ninguna de sus partes. Claramente pertenece al interés de los Estados Unidos, mantenerse alejados de las rivalidades europeas.»
La Declaración de Independencia que vino pocos meses después no recogía directamente estas ideas que, sin embargo, influyeron poderosamente en la concepción política de los primeros padres de la patria. Los congresistas reclamaron «que estas colonias son y deben ser en derecho, Estados libres e independientes», con los derechos de soberanía que tienen los estados, y para conseguir esta finalidad, los firmantes «entregamos en prenda nuestras vidas, nuestros bienes y nuestro honor sagrado».
Debido a que los Estados Unidos era en aquellos pensamientos la tierra de promisión para toda la Humanidad oprimida, si su población se ha centuplicado desde aquella época es porque la nueva nación abrió sus puertas a los extranjeros sin ninguna clase de restricciones hasta 1882. Desde esta época, sucesivamente, se ha ido impidiendo la afluencia de asiáticos, enfermos, lisiados, los anarquistas, prostitutas, los condenados y los pobres y analfabetos, pero solamente a partir de 1929 las cuotas de inmigración redujeron notablemente el número de recién llegados.
Así ocurre que esta gigantesca masa de emigrantes han enriquecido el país, aportado savia nueva en todos los estratos de su vida social y realizando de hecho la divisa que aparece en el escudo de los Estados Unidos: «Et Pluribus Unum». Muchos pero unidos, unidos pero diferentes, esta es la idea. En medio siglo, de 1860 a 1915, el número total de emigrantes sobrepasó los 28 millones, de los cuales seis millones eran esclavos, tres millones italianos, dos millones de judíos, y el resto fundamentalmente de Gran Bretaña, Irlanda, Alemania y los países escandinavos.
Cualquier observador de la vida norteamericana, cualquier analista de su pensamiento político, puede advertir que la fortuna de la nueva nación no solamente se debió a estar respaldada por un amplio y rico espacio físico que a la larga, facilitase la fabricación en masa y la creación de unidades de producción de dimensiones óptimas.
Estas buenas condiciones materiales estuvieron acompañadas desde el primer momento por unos claros designios políticos de rectitud, independencia y honestidad en la gestión de los asuntos públicos, cuyas muestras abundan a lo largo de la historia de los Estados Unidos. La salud política-norteamericana permite, por ejemplo, que jurisprudencialmente se llegue a la vinculación del poder ejecutivo al Tribunal Supremo, en especial por la labor del juez Marshall, como que el presidente Andrew Jackson tenga que prescindir de su ministro de Hacienda, porque no le permite disponer del Tesoro, como que el presidente Nixon se vea obligado a dimitir por el escándalo de Watergate.
Porque los datos económicos de la grandeza norteamericana no pueden explicar por sí solos su hegemonía, la validez del propio modelo. Esos mismos datos económicos existen, en principio, en países como Argentina, Brasil, la India, China, etc. Pero si comparamos estos países con los Estados Unidos, salen a la luz tal categoría de diferencias que solamente pueden explicarse, bien por una mala suerte histórica, bien por una carencia del qué somos y del a dónde queremos ir, nunca por una inferioridad en la posesión de recursos tan sólo.
Es cierto que los Estados Unidos, mezclados de lleno en los asuntos del mundo, han perdido mucha parte de virtud. No obstante la reacción popular al escándalo de Watergate, como el fenómeno del triunfo de Jimmy Carter, muestran en buena parte que el pueblo norteamericano, de alguna manera, quiere una vuelta a los valores tradicionales, que en otro tiempo significaron el buen gobierno para el país.
Es muy pronto, tan sólo doscientos años, para hacer una evaluación más o menos general de la aventura de la nación norteamericana, como en otro orden de cosas, es aventurado, todavía, valorar y predecir la evolución del modelo soviético. Sí podemos saber, no obstante, que con este país se introdujo un sistema político y económico, que si bien ha causado numerosas complicaciones, también es cierto que se ve como meta o como ejemplo a seguir.
Hoy se conmemora la Declaración de la Independencia, pero el año clave podría ser también en 1781, cuando el general inglés Cornwellis capitula en Yorktown, o el de 1788, cuando los estados ratificaron la Constitución, o el de 1789 cuando George Washington fue proclamado presidente de la nación. Porque todas estas otras fechas son igualmente significativas y corresponden también a pautas de conducta de la misma o superior importancia en pueblo norteamericano. Me refiero, a la constante de la guerra de conquista ya la política de anexiones y también al sagrado respeto que siempre levanta la Constitución.
La Constitución de 1787, quizá el más estrecho pacto que liga entre si a los estados independientes de Norteamérica, fue obra de unos notables liberales que de algún modo, supieron arbitrar un instrumento que expresó una afinidad común. Fueron 73 delegados, de los cuales sólo 55 estuvieron en la convención de Filadelfia años antes.
Eran menos optimistas que en Filadelfia. Respondiendo a la llamada de Washington «levantan un estandarte al que pueden seguir todos los hombres prudentes y honestos, lo demás está en las manos de Dios», Jefferson los calificó de semidioses. Al menos, acertaron en aquel momento difícil, tras la independencia, en que surgían mentalidades e intereses contrapuestos, deseos de independencia en el marco de la Unión.
Esta independencia, hoy hace doscientos años, no fue en definitiva más que una apuesta no fácil de cumplir, que se realiza también en estos tiempos en que la misión de los Estados Unidos en el mundo está más que nunca severamente controvertida. Un desafío que fundamentalmente hoy no debe tanto conjugarse con las tendencias centrifugas en el interior del país, como a la articulación de esta poderosa nación —no sabemos si se trata de Atenas o de Esparta—, con los pueblos que quieren, como ellos lo hicieron, repetir la aventura de la libertad y de la independencia.
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