"Ulises" de Joyce: la experiencia de traducir
Durante años, Ulysses había sido para mí objeto de unas peculiares y apasionadas lecturas sin orden ni concierto: me gustaba abrirlo por cualquier parte y, durante todo el tiempo de que dispusiera, dejarme llevar por la gracia de sus voces, remitiendo a la virtualidad del contexto la compresión de aquellas pocas palabras inglesas que, en rigor, habría debido mirar en un diccionario. Semejante trato con un libro lleva, entre otras cosas, a volver con más reiterada querencia a ciertos trozos y a esquivar otros menos afines con el propio temperamento: quizá mi predilecto era el tristísimo y cruel momento -en el capítulo catequístico de preguntas y repuestas- en que el señor Bloom, al acostarse, se arranca un trozo de uña del pie y lo huele maquinalmente antes de tirarlo, tal como había solido hacer desde su niñez, con lo que cae sobre él el apremio de sus viejos sueños incumplidos de felicidad, ya convertidos en un ridículo catálogo de bienestar burgués. Tal vez hubiera también en esa preferencia una búsqueda de contraste con otro famoso acto olfativo: la madeleine mojada en té que pone en marcha la recherche de Proust, trayéndole su mágica niñez y -dicho sea de paso- llevando a su término la era romántica de la literatura universal, lo mismo que Ulises empezaba acaso terminaba a la vez- esta otra era literaria que aún no sabemos cómo se llamará.A pesar, sin embargo, de mi predilección por Ulysses, y de haber afrontado ya experiencias de traductor como para referirme sólo al inglés- el teatro completo, de Shakespeare y Moby Dick, de Melville, confieso que, al ser invitado a traducirlo, vacilé algún, tiempo: temía meterme en una experiencia demasiado enajenadora a fuerza de larga -también los placeres tienen su medida-. Pero, superado el miedo, iba a encontrar en esa tarea mi más sabrosa experiencia de traductor -y conste que si se apilaran uno sobre otro los libros que he traducido, alcanzarían más altura que la de mi persona-. No me cumple hablar aquí, creo, de los problemas específicos de esta traducción -a algunos de los cuales me refiero en mi introducción, en especial al más molesto y modesto,- de todos: el de los frecuentes juegos de palabras, por cierto, bastante malos en cuanto chistes-. Mas me cumple aquí, creo, anotar algo sobre eI valor literario de la tarea de traducir, llevada a su límite en el caso de un libro como Ulises. Aunque existan libros de teoría de la traducción, la verdad es que traducir es algo que sólo se puede hacer de oído: la cuestión está en percibir e imitar una voz, un acento, en que radica la vitalidad (o el desacierto) de las palabras concretas elegidas, que no cabe resolver una por una, a fuerza de diccionarios. La exactitud de una palabra determinada depende de su fidelidad al tono y timbre del contexto sonoro, del acento.
El traductor, así, viene a ser como un actor, o mejor, como un imitador de personajes célebres, salvo que sin parodia ni caricatura cómica, a lo que puede sentirse tentado cuando el autor traducido le cae antipático: yo confieso haber incurrido un poco en tal pecado, exagerando la literalidad, al traducir algunas novelas de Goethe. Esto quiere decir que el traductor no debe tener personalidad propia -al menos, mientras traduce-, caso extremo de la capacidad negativa en que ponía Keats lo característico del poeta; su adaptabilidad, a modo del, camaleón -o a modo de Shakespeare-, al carácter de las personalidades, inventadas en el acto literario.
En un orden meramente técnico, eso, implica que el traductor debe trabajar relativamente deprisa: igual que quien monta en bicicleta se cae si va muy despacio, el traductor que se entretiene demasiado en cada palabra pierde la melodía total -y c'est le ton quifait la chanson-. (Al traducir Ulises, como en el resto de mi obra de traductor, salvo en verso, he escrito a máquina a salvo de retocar luego). En un orden psicológico, el traductor sólo usa una parte de su cerebro cuando trabaja: el resto de su mente, mientras, amenaza distraerle con sus preocupaciones o distracciones personales, De ahí que, curiosamente, se traduce mejor cuando el sentido del YO está un poco embotado por circunstancias como un fuerte catarro.
Para un escritor, la tarea de traducir puede ser buena y mala: creo que, para los poetas, como observó Gabriel Ferrater, el traducir puede equivaler a lo que es para los pintores la cocina, el constante manipular con la materia, el tener largamente las manos en la masa contando con que la poesía sólo se escribe, o se debería escribir, muy de vez en vez.
Más en general, para todo escritor creativo, el traducir es fertilizador en cuanto que remueve su terreno, es decir, su lenguaje, y le obliga a romper sus amaneramientos personales; mal traductor es aquel que conserve visible su personalidad traduciendo a diferentes autores; incluso lo más saludable es traducir no sólo lo que a uno le gusta, sino lo que le echen, incluso textos no literarios. Pero lo malo del traducir puede estar también precisamente en eso: en romper demasiado los andamios del estilo personal, en hacer la voz demasiado, elástica y flexible, de tal modo que se acabe por no poder escribir sino eligiendo deliberamente una falsilla previa, à la manière de... Pero seguramente ésa es, en general, la problemática situación del escritor actual, irónicamente despegado de su propia voz; la situación, precisamente, de Ulises, con su veintena de voces, a menudo en parodia, casi sin autor detrás de todas ellas.
Babelia
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