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EL FARO DEL FIN DEL MUNDO
Columna
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Nuestro hombre en el claustrofóbico búnker de Hitler en las postreras horas de Berlín

Se recupera el testimonio del joven oficial de la Wehrmacht Gerhard Boldt, una mirada lúcida sobre el surrealista final del III Reich y su líder

Jacinto Antón

He pasado unos días de fiebre intensa bajando al búnker subterráneo de Hitler en Berlín, lo que no creo que haya acelerado precisamente mi recuperación. He aprovechado la postración para leer En el búnker con Hitler (El Desvelo Ediciones, 2025), el testimonio directo del joven capitán de la Wehrmacht, el ejército regular alemán, Gerhard Boldt, de 27 años, que tuvo el dudoso privilegio de estar en aquel antro de pesadilla, el Führerbunker bajo el jardín de la Cancillería, que fue el último lugar en la tierra de Adolf Hitler y donde se vivió en toda su intensidad surrealista y su espanto el colapso último del III Reich, si se quiere su Gotterdammerung, su Crepúsculo de los dioses, aunque aquí el dramatis personae no estaba a la altura.

Creo que no había tenido una experiencia similar desde que leí a principios de los setenta en otro ataque de fiebre a H. P. Lovecraft (Viajes al otro mundo, el ciclo onírico de Randolph Carter, Alianza, 1971). Ahora me parece que hasta se me mezclan las dos lecturas, lo que no es original pues he visto que hay varias ficciones que cruzan el mundo nazi con el lovecraftiano, a Hitler le salen tentáculos verdes de debajo de la gorra y Bormann es un Primigenio.

Bueno, el caso es que será porque me han coincidido los momentos de mayor fiebre con los pasajes más intensos de Boldt en el búnker, pero tengo la sensación de haber estado allí con él en aquel claustrofóbico averno bajo tierra, con lo peor de cada casa pululando todos como sombras y grotescas marionetas en torno del gran titiritero en horas bajas. El relato de Boldt (Lübeck 1918-1981: se me hace curioso pensar que falleció justo cuando yo vestía uniforme militar y asaltaba el Congreso a la fuerza, otra experiencia claustrofóbica; nadie controla su destino) fue el primero en ofrecer testimonio directo de los días postreros de Berlín y el carnaval oscuro del búnker. Publicado originalmente en 1947 como Die Letzten Tage, Los últimos días, y traducido ya con anterioridad al castellano (Luis de Caralt, 1973), antecede a relatos cásicos como el de su amigo y camarada el ayudante de campo Freytag von Loringhoven (ambos eran oficiales de Estado Mayor encargados de preparar los informes de situación militar para Hitler), con el que pasó aquellos días, y es del mismo año que la tan popular reconstrucción Los últimos días de Hitler, de Hugh Trevor-Roper, con testimonios del propio Boldt.

La verdad, cuando has leído tantos relatos sobre esos últimos días (el del telefonista Misch, el de la secretaria Junge, el del chófer Kempka, o el Informe Hitler del NKVD para Stalin a partir de los interrogatorios al ayudante Günsche y al ayuda de cámara Linge ―véase la completa edición de Tusquets 2008 con prólogo de Richard Overy), por no hablar de las pelis, El hundimiento (2004) a la cabeza, crees que no hay mucho espacio para la sorpresa. Además de que existe, claro, el formidable Berlín, la caída: 1945 (Crítica, 2002), de Antony Beevor, el libro que hay que leer al respecto. Siempre recordaré lo que me contó Beevor de la estupefacción que le causaron los neonazis al considerar muy excitados que el relato épico (épica oscura tipo Estrella de la Muerte) que hacía de la defensa del centro de Berlín por las tropas francesas y escandinavas de las divisiones extranjeras de las Waffen-SS prefiguraba una alianza europea contra Rusia y hasta la OTAN. Me gusta mucho también La última batalla (Destino, 1966), de Cornelius Ryan, mi libro iniciático sobre el tema que me regaló mi madrina in pectore Maria Luisa F., de la que en casa se rumoreaba que tenía contactos con Odessa.

Pero el libro de Boldt aporta una perspectiva muy interesante. No diré que es como si usted o yo mismos hubiéramos estado allí —probablemente no nos hubieran dejado entrar y nos hubieran dirigido amablemente al número 8 de la Prinz-Albrecht-Straße—, pero un joven oficial de la Wehrmacht acostumbrado al frente y con una mirada hasta cierto punto lúcida y desilusionada se acerca algo a lo que podríamos haber observado nosotros, aunque yo leo los mapas siempre del revés, lo que tampoco hubiera importado tanto a Hitler.

Es verdad que no hay que idealizar en absoluto a los militares de carrera del Ejército regular alemán, pues buenos eran mientras la guerra tiraba bien y Hitler les parecía, aún sin ironía, Gröfaz (Grösster Feldherr aller Zeiten), el mayor general de todos los tiempos. Además, Boldt no era para nada un joven que pasaba por ahí para acudir con sus mandos a llevarle mapas a Hitler. Tenía una carrera de aúpa: oficial de caballería, se había paseado en 1940 sable en mano por Francia a lo Jünger (aunque se cayó y se rompió una pierna). Estuvo en el frente ruso y combatió en el lago Ilmen —los predios de la División Azul—. Fue herido hasta en cinco ocasiones, recibió la Cruz de Hierro de segunda y primera clase, y la preciada Cruz de Caballero, en 1943, por extrema valentía. En el 44 fue nombrado jefe de la plana mayor de enlace con la Real División de Caballería Húngara número 1, que ha de ser una delicia si eres de esa rama. En los últimos meses de la guerra como oficial de información del Estado Mayor General y asistente de Guderian y posteriormente de su sucesor, Krebs (aficionado al vermut blanco), hubo de acudir como ordenanza de ambos generales a las reuniones de Hitler en el búnker de Berlín.

A mí me recuerda mucho a un joven Von Stauffenberg, que era diez años mayor (y que por cierto he leído que no cae muy simpático en Polonia por los comentarios antieslavos que dejaba caer en su cartas, aparte, imagino, de por haberles invadido el país). Boldt además tiene el lado preocupante de que en los últimos compases de la guerra parece haber sido miembro del staff del fantasmagórico general de los servicios de inteligencia Reinhard Gehlen.

El relato de Boldt, que se desarrolla en un clima “tan soez como cruel”, como señala el editor de El Desvelo, Javier Fernández Rubio, arranca en febrero de 1945 con el joven oficial admitido por primera vez en la Conferencia del Führer, la reunión diaria de las tres armas (ejército de tierra, aviación y marina) que todavía se celebra en la parte superior de la Cancillería, en el gran estudio de Hitler, aunque el edificio presenta ya serios daños. Boldt detalla la estricta seguridad, con múltiples controles de las SS en los que los guardias les quitan las armas y les inspeccionan pormenorizadamente los maletines. Y retrata a personajes como Bormann, “espíritu maligno entre bastidores”, Keitel, Jodl, Doenitz (que bebe muchas ginebra en los apartes), Goering o Himmler. A uno le parece estarlos viendo a todos allí entre alfombras y cortinas.

A Boldt le caen especialmente mal el arrogante general de las SS Fegelin, casado con la hermana de Eva Braun (futura mujer de Hitler) “con la descarada seguridad de un cuñado” (he ahí una frase) y el brutal Kaltenbrunner, jefe de la temida oficina central de seguridad del Reich, cuyo apretón de manos te hace crujir los dedos. En cambio Axmann le parece un tipo honesto (!). Hitler aparece y todos le rinden pleitesía, menos Guderian, el viejo general de Panzers, que tiene el coraje de tratar de explicarle la situación real, muy mala. A medianoche, nueva visita, esta vez en el refugio subterráneo del Führer, al que se accede por el interior del patio junto al jardín de la Cancillería. Descienden 37 escalones por debajo de la cubierta de hormigón de diez metros de espesor. Boldt describe con rigor de militar pero también alucinado las laberínticas estancias —de las que hemos de recalcar que, pese a los sueños húmedos de los neonazis y el interés auténtico de muchos amantes de la historia, hoy no queda nada: véase The Führer Bunker, de Sven Felix Kellerhoff (Berlin Story Verlaf, 2007)—. Remagen, el Werewolf, la rendición de Viena, la simbólica retirada de insignias a la Leibstandarte… van apareciendo en el texto. Nuestro oficial critica a Hitler (no a la cara, por supuesto) su falta de empatía con el desamparado pueblo alemán y su desprecio por la lógica militar, que insulta a un soldado de carrera como él. Retrata a Goering tragando brandis en la antesala tras ser vapuleado por el líder y, otra vez, desplomado de sueño sobre la mesa de conferencias mientras Hitler le dice que salga de encima del mapa para que lo puedan retirar. Hitler “muestra cada vez más rastros de desintegración completa” y se ha vuelto, “vacilante e indeciso”. Maneja ejércitos fantasma y esperanzas imposibles.

El joven oficial desprecia a esa gente que no han estado en el frente y no conocen “la sensación de yacer gravemente herido en algún lugar del corazón de la batalla”. Se van perdiendo las escasas oportunidades de paliar la catástrofe. Dix, como lo llama su esposa, recibe la que considera una verdadera sentencia de muerte cuando el general Detlevsen le ordena el 23 de abril que se incorpore al grupo de los que han de permanecer junto a Hitler en el búnker con la misión de registrar hora a hora la situación militar en Berlín. Y le recomienda muy animosamente que cuando lleguen los rusos salga del refugio a tiempo “y muera en la Wilhemplatz una muerte de soldado decente”.

El SS Mohnke verifica sus credenciales antes de que le lleven al corazón del refugio. “Todas las habitaciones tienen un aspecto particularmente lúgubre y repulsivo” y de las paredes de hormigón rezuma un olor mohoso”. Es como una tumba. Pasillos y refugios embutidos de soldados alucinados, unos 700 SS, y personal de servicio. Von Loringhoven le advierte que tenga cuidado con Blondi, la perra de Hitler (a la que curiosamente la traducción convierte en collie cuando era un pastor alemán), que es “muy feroz”. En la estrecha antesala del refugio de Hitler, este le pide a Boldt que informe. “El temblor de su cabeza me pone extremadamente nervioso. Debo concentrarme para no perder la compostura cuando agarra el mapa con una mano temblorosa y juguetea con él”. El líder confía en la desunión de sus enemigos, bolcheviques y anglosajones.

En otra reunión, con el ataque de Steiner frustrado, Hitler parece muy desanimado (no grita como Bruno Ganz). El relato explica la insólita iniciativa de Von Loringhoven y Boldt —recogida por Beevor— de llamar aleatoriamente por teléfono a números de Berlín y preguntar en plan comedia de Norman Jewison si han visto a los rusos. Llegan Hanna Reitsch, a la que Hitler le entrega una ampolla de veneno (si lo sé no vengo, habrá pensado la aviadora), y Von Greim; Hitler se pone histérico por las deserciones de Himmler y Goering, Los ventiladores del refugio se detienen varias veces para que no entren el polvo asfixiante y el olor a azufre del exterior, donde se desata el infierno. Boltd se entera de que Hitler se ha casado. El líder promulga “la más inhumana de todas sus órdenes”: inundar los túneles de las vías férreas donde yacen miles de soldados heridos.

Boldt presencia como Hitler condecora a un niño de las Juventudes Hitlerianas que ha volado un tanque soviético; luego lo envía de vuelta a la lucha desesperada en las calles. El joven oficial lo encuentra en un pasillo desplomado de agotamiento y lo acuesta en un rincón y lo deja dormir.

En un ambiente de fin del mundo todo el mundo bebe. El 29 de abril fusilan por intentar largarse a Fegelein, un gran regalo de bodas para Eva Braun. Con los rusos dándose codazos para conseguir el premio gordo de la guerra (Hitler), Boldt y Von Von Loringhoven presentan un plan al líder para atravesar las líneas enemigas y volver con el ejército de Wenck, que ya es excusa. Sorprendentemente Hitler no solo lo aprueba sino que aporta ideas como que Bormann les consiga una lancha motora eléctrica para ir desde el Havel hasta el Wansee. Solo 24 horas después se suicida con su flamante (un término siniestro dado que quemarán sus cuerpos) esposa. De manera increíble, los dos oficiales se salvarán y Boldt, tras evitar varias veces caer en manos de los rusos y pasar por el zoo, llegará el 19 de mayo a su casa en Lübeck disfrazado de trabajador francés, sufriendo de septicemia, agotado y enfermo (como yo).

Y perdonarán que le deje allí y me despida, para bajar otra vez al búnker de la fiebre, que el termómetro está que arde.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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