Navidades en el frente ruso
Estas navidades he vuelto al frente ruso, a orillas de Voljov, un asunto duro y frío.
Suspendido en los telesillas de La Molina, acosado por un tenaz e inveterado vértigo, rebuscaba con las manos enguantadas en el anorak para extraer del bolsillo la vieja foto de mi tío abuelo en sus tiempos de la División Azul. En la mirada confiada de aquel joven uniformado encontraba un antídoto al miedo y una promesa de valor. Ha sido un extraño reencuentro en la nieve.
Durante muchos años, por Navidad, mi tío abuelo nos convocaba de niños a mi hermano y a mí en la cocina de casa -mientras el resto de la familia alargaba una plácida sobremesa tras la cena de Nochebuena- para explicarnos sus aventuras en la Spaniche Blaue Division, ese contingente de voluntarios que Franco envió a pelear bajo las águilas de Hitler. Eran veladas de Krasny Bor con sabor a turrón, del siniestro chirrido de las cadenas de los T-34 punteando el cálido eco de los villancicos.
No eran los de mi tío abuelo relatos nostálgicos ni triunfalistas tipo "Rusia es cuestión de un día para nuestra infantería, la, la, la". No nos ahorraba ningún horror, al contrario. Había sido testigo, decía, de la matanza de la Posición Intermedia, la terrible irrupción de los soviéticos entre Udarnik y Lobkovo, y relataba con pelos y señales la imagen atroz de los soldados españoles mutilados y clavados en el suelo por los atacantes con sus propias bayonetas y con picos de cavar. Nos gustaban sus historias, eran mejor que cualquier cosa que dieran por la tele.
Estuvo, nos contaba, a 52 grados bajo cero: tenían que romper a mazazos el vaho que se helaba sobre el hocico de los caballos y confeccionaban singulares adornos navideños trazando serpentinas con la orina que se les helaba instantáneamente (he estado tentado de probarlo en la pista larga, pero hacía poco frío y había mucha gente). Hablaba poco mi tío abuelo de sus acciones de guerra y sus legendarios golpes de mano, pero por mi padre sabíamos que lo habían condecorado y que en una ocasión tomó a pecho descubierto un nido de ametralladoras ruso instalado en un molino, puro estilo Hazañas bélicas.
Lo hirieron varias veces. Una de ellas cuando el trineo tirado por un caballo que los llevaba a él y a su asistente fue alcanzado por un cohete Katiuska, los célebres órganos de Stalin, al cruzar el lago Ilman helado en plan los caballeros teutónicos de Alejandro Nevsky. Mi hermano Carlos y yo abríamos los ojos como platos cuando detallaba, cortando lentamente una loncha de jamón, que el asistente y el caballo quedaron tan maltrechos que fue imposible separar a ciencia cierta los restos del uno y el otro. Mi tío abuelo se restableció en un hospital de Vilna, pero le quedó una pierna llena de metralla y solía dejarnos, aquellas inolvidables veladas navideñas, que le pasáramos una mano por la espinilla para ver cómo caían pequeños fragmentos de acero.
Se ve que un día, harto de luchar, se volvió a España, hala, y hasta se trajo su subfusil Maschinenpistole MP 40, que colgaba en un armario junto a las camisas en su piso barcelonés de Taquígrafo Garriga. Podría ser que las cosas fueran así, porque durante la Guerra Civil fue espía de la quinta columna en Barcelona, y parece que muy hábil.
Mi tío abuelo murió en una época en la que yo ya no quería oír sus historias. Rudel (Piloto de stukas, Acervo), Skorzeny y el capitán Codreanu habían dejado de ser una extensión de Salgari. Leía a León Uris y había visitado estremecido Auschwitz. Me sentía muy progre y hasta me había molido a patadas -por suerte para ellos no quise exhibir todo el potencial físico que atesoro- un grupo de fachas a la puerta del bar Víctor de paseo de la Bonanova.
Hoy lamento no haberle extraído más información a mi tío abuelo. Los blancos -como la conspicua nieve de su aventura- en su peripecia los voy llenando poco a poco, pacientemente, en una trabajosa labor de remendón de la memoria. A veces encuentro viejas cartas, o la foto amarillenta que me llevé a La Molina y que guardaba mi padre en una caja de zapatos. He descubierto -por una tarjeta postal que envió desde Grafenwöhr el 18 de agosto de 1941- su exacta ubicación en el contingente: 6ª compañía, II batallón, 263 regimiento (el del coronel José Vierna Trápaga). Empezó como cabo, aunque por lo visto llegó a subteniente. Lo de que ganó la Cruz de Hierro -extremo que me produce una mezcla encontrada de sentimientos y nutre mi imaginación familiar con escenas a lo Sam Peckinpah- aún lo estoy investigando.
En los recuerdos de mi tío abuelo había un acontecimiento crucial ligado a un lugar llamado Strejelka. Mencionaba el nombre con espanto y aunque era un hombre de incontestable y probado coraje, entonces su rostro era presa de convulsiones de pánico. La única referencia que he encontrado a ese nombre, tras haber hablado incluso con veteranos de la Blaue, es el de una perrita espacial rusa coetánea de Laika, así que debe de tratarse de otra cosa. Con la foto de mi tío abuelo me llevé a las escasas nieves de La Molina una de sus cartas, fechada "En campaña, 24-12-41". La he releído una y otra vez en los telesillas, disolviendo la distancia entre aquella distante Navidad rusa y esta Cerdanya apenas enharinada. "Son las 12 de la noche, las 10 en España, mi pensamiento vuela a casa. Hace un momento que llegan a mis oídos los acordes de la Incompleta de Schubert, muy lejanos. Delante nieve y más nieve, las alambradas y el espectáculo de la muerte. La negra y alargada sombra del fusil ametrallador, al lado las rechonchas bombas de mano. Piensas en la familia, en el relevo que no puede tardar. De pronto un cohete luminoso lo tiñe todo de verde. Cinco silbidos trágicos y la sangre que se agolpa. Aprieto los dientes, el culatín descansa en mi hombro, la cinta se extiende dentro de su caja y mi dedo aprieta poco a poco el primer gatillo. Un maullido ronco, un golpe leve en el hombro, medio segundo; he metido 50 mensajes de muerte en el nido enemigo. Se acaban los ecos. Otra vez silencio y blanco sudario. Es mi Nochebuena del 41".
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