El ‘oficio’ de Le Carré: un escritor que una vez fue espía
La biblioteca Bodleiana de Oxford reúne en una exposición manuscritos, fotos y notas del autor que muestran su meticulosidad y afán investigador


John le Carré, el seudónimo con el que David Cornwell (Poole, 1931-2020) firmó novelas que redefinieron la literatura de espías y desvelaron las partes más oscuras, luminosas y ambiguas del mundo anterior y posterior a la Guerra Fría, cometió un error en 1974 que se convirtió en una lección profesional para toda la vida. Durante una conversación sobre Hong Kong con un amigo periodista que conocía la zona, el autor fue advertido de que un túnel conectaba la isla con el aeropuerto de Kowloon, en la China continental. Sin embargo, Le Carré acababa de entregar para su publicación uno de sus libros más aclamados posteriormente, El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, en el original en inglés), en el que uno de los personajes utilizaba un ferry para realizar ese trayecto. El escritor se había basado en una guía de viaje para recrear la situación.
Obsesionado por aquel error, viajó al lugar, recorrió personalmente el túnel varias veces, y cambió el texto de aquella escena. Muy a su pesar, la corrección del anacronismo no llegó a la primera edición. Desde entonces, entendió que sus historias no podían ser escritas desde la comodidad de una mesa de trabajo o de una cálida oficina.
En la jerga de los servicios de inteligencia británicos, el MI5 y el MI6, el término tradecraft (que podría traducirse como oficio, o como el conjunto de técnicas de una actividad artesana) hace referencia a las habilidades, procesos y métodos del espionaje moderno. Le Carré, que trabajó un tiempo en las dos organizaciones, también usaba la palabra en sus novelas. Por eso cobra todo el sentido del mundo que la biblioteca Bodleiana, una de las más antiguas y extensas de Europa, en la ciudad universitaria de Oxford, haya decidido titular su nueva exposición John Le Carré; Tradecaft. Para plantear un doble juego de palabras que permita entender la meticulosidad, trabajo y obcecación por el detalle de uno de los escritores británicos más universales. El proceso con el que construyó sus novelas.
El escritor estudió Lenguas Modernas y Literatura Alemana en el Lincoln College de Oxford. Trabajó ya entonces para el MI5, espiando y reportando información sobre estudiantes izquierdistas y supuestos agentes soviéticos, algo por lo que más tarde expresó su arrepentimiento. Pero mantuvo hasta el final una relación de amor con esa Universidad, a la que legó un archivo de 1.200 cajas con todo el material que definió su vida y su trabajo como escritor. “Oxford acogió a mi padre cuando estaba desesperado por huir de la maligna influencia de su propio padre [un estafador y maltratador, según describió con detalle Le Carré] y no podía pagarse estos estudios. La biblioteca Bodleiana fue su refugio, y más tarde el lugar donde quiso depositar sus archivos. Todo tiene cierto sabor de regreso al hogar”, explica Nick Harkaway, hijo del autor y también novelista.

Hasta el 6 de abril del año que viene, los devotos de Le Carré y los que aún no hayan tenido la suerte de disfrutar sus novelas, podrán ver los manuscritos escritos, tachados y reescritos de clásicos como El topo, El jardinero fiel o La chica del tambor; las notas o cartas que se intercambió con su intensa red de colaboradores; las fotos personales de su historia familiar o de sus múltiples viajes; las libretas acumuladas llenas de anotaciones, en un arduo trabajo de investigación para lograr la información más precisa y real del asunto tratado en cada novela.
Porque Le Carré creó una vasta red de “espías” que le permitieron comprender el mundo. Echó mano de académicos, periodistas, abogados especializados en derechos humanos o en leyes corporativas, activistas o miembros de organizaciones filantrópicas… todo lo que hiciera falta para exponer a la mafia rusa, la ambición de la industria farmacéutica, el tráfico de armas o la guerra sucia contra el terror que desató Estados Unidos después del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York.
Federico Varese, uno de los comisarios de la exposición junto a la historiadora Jessica Douthwaite, fue amigo personal de Le Carré y uno de esos colaboradores que contribuyeron a mejorar su obra. El autor contactó con el joven Varese, que trabajaba ya en una investigación a conciencia de la mafia rusa, para pedirle ayuda. Estaba centrado en escribir Nuestro juego, una novela basada en el sangriento conflicto osetio-ingusetio que se desató al poco de la desintegración de la Unión Soviética y de la Federación Rusa. Fue una obra puente, en muchos sentidos, cuya maestría narrativa y el tema abordado (¿quedan ideales por los que luchar en la era del “fin de la historia”?) demostraron que Le Carré tenía mucho que contar, a pesar de que la Guerra Fría hubiera terminado. Varese, que asesoró también al escritor en Un traidor como los nuestros, tenía que confirmar y reconfirmar a su amigo qué tipo de árboles había en el cementerio ruso donde se desarrollaba una escena, qué marca de cigarrillos fumaban habitualmente los mafiosos o cómo hacían para lavar el dinero de sus actividades.

El escritor-investigador
“Tenía un tipo de inteligencia muy visual. De hecho, su primera vocación fue el dibujo, como se puede ver en la exposición. Siempre quiso ver cada lugar. Su trabajo, en ese sentido, era muy similar al del periodista de investigación”, explica Varese a EL PAÍS. “Ir a los sitios, conocer a las personas, realizar entrevistas. Una vez escribió que la mesa de redacción es un lugar peligroso desde el que observar el mundo. Pero él no era un investigador atado a una mesa, en cualquier caso”, añade.
Varese resume el objetivo final de la exposición. Demostrar que Le Carré no fue un espía que se convirtió en escritor, sino un escritor obsesionado con su trabajo que, durante un tiempo, trabajó como espía. Y que también se nutrió de esa experiencia para construir novelas y personajes que han pasado a la historia de la literatura.

Una de las joyas de la exposición es el manuscrito donde el escritor describe por primera vez a su personaje más conocido, el agente George Smiley. “Bajo, regordete y, en el mejor de los casos, de mediana edad”, recorriendo un Londres lluvioso. “Paticorto, su aire al andar podía ser cualquier cosa salvo ágil…”. Los sucesivos tachones, las anotaciones y correcciones del folio dan una idea del modo en que el autor perseguía la frase perfecta. “Al final, era un escritor. Que creó algunas de las novelas políticas más importantes de la Guerra Fría y del periodo posterior. Era un artista. Quiso contribuir al canon de la literatura inglesa. Por eso no solo investigaba de manera exhaustiva, sino que escribía y reescribía. Yo llegaba a leer hasta seis borradores distintos de cada una de sus novelas”, describe el académico italiano.
Le Carré solo escribía a mano. Su mujer, Jane Cornwell, desentrañaba ese amasijo de letras como arañas, tachones y correcciones para volcarlo en una versión mecanografiada. Años más tarde, usaría un procesador de texto. Pero el escritor revisaría el borrador, recortaría los párrafos que deseaba suprimir o cambiar de lugar en el texto, y los pegaría con cinta adhesiva, en un “copia y pega” rudimentario que Jane, sin embargo, sabría interpretar después. Una labor de artesanía volcada en entender el mundo y sus principales motores: el amor, la ambición, la confianza o la traición. La materia prima de las novelas de David Cornwell.
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