De silo de grano a faro cultural: Noruega responde con museos a la tensión global
El nuevo Kunstilo, centro de arte nórdico situado en un edificio industrial rehabilitado, refleja el compromiso del país con la cultura como pilar del pacto social


Es un antiguo silo de grano erigido hace casi un siglo, un coloso de hormigón inactivo desde hace años, que acaba de renacer como espacio cultural. Kunstilo es el nombre del nuevo museo dedicado al arte nórdico en la ciudad noruega de Kristiansand, la sexta más grande del país, donde abrió sus puertas a mediados de 2024. El país lleva años invirtiendo en cultura, fuente inagotable de soft power, ese poder blando que puede contar tanto como el duro en las relaciones internacionales. Con esta apuesta, Noruega se inscribe en el circuito del turismo cultural, planea un futuro menos dependiente del petróleo y refuerza su perfil en un contexto de creciente tensión geopolítica, mientras la amenaza de la Rusia de Putin se cierne sobre toda la región. Escandinavia quiere que se escuche por fin su voz para poner fin al supuesto excepcionalismo ártico, doctrina que sostenía que lo que sucedía en los países nórdicos estaba desconectado del resto de Europa y del mundo.
Sería exagerado ver en este cementerio industrial, rehabilitado con el máximo respeto por la agencia catalano-noruega Mestres Wåge Arquitectes —con oficinas en Oslo y Barcelona—, la más mínima estrategia de contraataque, aunque sus responsables afirman que es más necesario que nunca crear ágoras donde se comparta algo más que odio. “En estos tiempos de cambios y desafíos, lo que ocurre a nuestro alrededor nos recuerda la importancia de estar conectados. Todos los que luchamos por un mundo libre, por el arte libre y por la libertad de expresión debemos unirnos”, dice la directora de Kunstsilo, Maria Mediaas Jørstad, en el restaurante del museo, con vistas sobre el puerto de la ciudad, en el que se suelen detener los ferris de camino hacia el norte. “Como museo no podemos tener un papel político directo, pero sí participar en el debate público para que este no se convierta en una cámara de resonancia de las ideas de rechazo y exclusión”.
En pocos meses, Kunstsilo ha logrado cambiar el paisaje de la ciudad, donde crecieron celebridades como la princesa Mette-Marit y el escritor Karl Ove Knausgård, situada en el cinturón bíblico noruego, religioso y conservador. Kristiansand, deseosa de su propio efecto Bilbao, es el centro neurálgico de esta región situada en el extremo sur del país y conocida por su clima relativamente benigno: este es el punto más cálido de Noruega, aunque cueste creerlo en lo más crudo del invierno. Hasta ahora, la mayor atracción turística de la ciudad era un parque de atracciones dedicado a un personaje de dibujos animados, Capitán Diente de Sable, por el que pasa un millón de visitantes al año. El nuevo museo aspira a arrebatarle ese liderazgo indiscutible.

El silo, obra del arquitecto Arne Korsmo y con dimensiones dignas de una basílica —tiene 40 metros de altura y capacidad para almacenar 15.000 toneladas de grano—, se ha convertido en el mayor repositorio de arte moderno nórdico en todo el mundo. Este proyecto, fruto de una colaboración entre el sector público y privado, alberga una colección de 5.500 obras que contiene piezas clave de las principales corrientes de vanguardia de Noruega, Suecia, Dinamarca y Finlandia. Las muestras estarán centradas en este espacio geográfico y cultural.
“Ya no somos una periferia que mira al centro. Debemos contar nuestras propias historias”, sostiene la historiadora del arte Frida Forsgren, que acaba de crear el primer curso dedicado a las vanguardias nórdicas en la Universidad de Agder, en Kristiansand. El fenómeno internacional de Hilma af Klint, la desconocida pintora sueca que hizo cuadros abstractos antes que Kandinsky, ha regenerado el interés por la región. Esta primavera, el Museo de Orsay dedicará una muestra al pintor noruego Christian Krohg, poco conocido fuera de Escandinavia, mientras la prestigiosa Fundación Beyeler, en Basilea, centra otra exposición en la fascinación de los artistas nórdicos por la luz. En realidad, en su obra casi nunca falta la oscuridad. “Pese a lo que dice el tópico, suelen tender hacia lo oculto y lo ominoso, lo excéntrico y lo inquietante”, confirma Forsgren.
“Debemos participar en el debate público para que este no se convierta solo en una cámara de resonancia de las ideas de odio y exclusión”, sostiene la directora del nuevo museo
No faltan las pruebas. La última en exponer en Kunstsilo es la artista Mette Tronvoll, cuya muestra Tid (Tiempo), abierta hasta finales de mayo, es un estudio introspectivo sobre la cultura litoral de la isla noruega de Hidra. Su trabajo es un réquiem por un paisaje rural que desaparece ante sus ojos, por los últimos pescadores de este país de campesinos enriquecido por los hidrocarburos. Parece contradecir la idealizada postal navideña con la que se solemos identificar Escandinavia desde el extranjero. En los últimos años, ha quedado claro que la región no era como la imaginábamos de lejos. El paraíso socialdemócrata ha cedido lugar al auge de la extrema derecha, la violencia social y la exclusión, y al reconocimiento de la asimilación forzada que practicó con minorías y pueblos autóctonos. “Necesitamos mostrar lo que no es bonito y lo que no está funcionando bien”, opina la directora de Kunstsilo.
El bum museístico en Noruega parece evidente, tal vez como reflejo del compromiso del país con la cultura, un pilar del pacto social. Desde la pandemia, ha abierto sus puertas el Museo Munch, situado en el frente marítimo de Oslo, que alberga una colección de 28.000 obras donadas por el propio Edvard Munch en 1944. Casi a la vez, el Museo Nacional, el mayor centro de arte de los países nórdicos, se inauguró en 2022. En dos años debería estar listo el nuevo Museo de la Era Vikinga, también en la capital noruega, mientras otros puntos del país mueven ficha. Está previsto que The Whale, un nuevo museo dedicado a las ballenas, se inaugure en 2027 en el archipiélago norteño de Vesterålen.
En Tromsø, también situada en el extremo norte de Noruega, se trabaja en una nueva sede para el Museo de la Universidad del Ártico, la institución científica más antigua de la región. Una hora al norte de Oslo, en plena naturaleza, el Museo Kistefos, depositario de una colección privada de arte contemporáneo, proyecta una ambiciosa ampliación para 2031. Y, en la remota isla de Svalbard, un nuevo centro bautizado como The Arc, proyectado por la prestigiosa agencia Snøhetta, tendrá la misión de abrir el Banco Mundial de Semillas a visitantes y curiosos, reforzando el vínculo entre arte, ciencia y preservación medioambiental en el que Noruega quiere ser pionera.
No es su única batalla. En Trondheim, la ciudad donde se sigue coronando a los reyes noruegos, acaba de estrenarse PoMo, un nuevo museo donde los lienzos torturados de Munch conviven con obras de las últimas sensaciones del arte, como Anne Imhof y Simone Leigh. Un arcoíris de Ugo Rondinone adorna la fachada del museo, instalado en una antigua oficina de correos. Su directora, Marit Album Kvernmo, aspira a que sea “un museo para todos”. Y a que logre jugar un papel en este tenso contexto. “El arte es una herramienta poderosa para derribar barreras, contribuir a una mayor comprensión entre las personas y obrar por sociedades menos polarizadas”, responde. Y termina con un ejemplo contundente: el 60% de su presupuesto de adquisiciones de este nuevo centro estará destinado a comprar obras de mujeres artistas. Noruega quiere marcar un nuevo compás. ¿Lo conseguirá?
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