El arte mata. Literalmente
Allá donde voy peroro: arte y literatura nos dejan marcas, nos escriben el cuerpo y, recíprocamente, nuestro cuerpo está en la fuerza que hacemos con el lápiz sobre los papelitos
Allá donde voy mantengo que, para leer y escribir desde un prisma en el que lo ético y lo estético se fundan, conviene adoptar una actitud intrépida. “¡Curiosidad! ¡Nada de adocenamiento! ¡Un estilo que interrogue, desdiga, descascarille el lugar común! ¡Exponerse a sentir cómo el cuerpo muta en el acto de escribir y en el momento de leer!”. Sí, sí, sí. Creo en estas cosas, aunque acaso deberíamos rebajar la grandilocuencia. O no. A lo mejor la ligereza está sobrevalorada. “Lo perfecto es enemigo de lo bueno”.
Dicen que Sergio Algora, cantante de El Niño Gusano, excelente letrista, se apropiaba de la sentencia volteriana. Lo vi en Champán para todos, documental de Lola Lapaz. No sé si estoy de acuerdo con la consigna o si, cuando eres joven, te curten la autoexigencia, la avidez de conocimiento y expresión, la premisa posible de perfección y originalidad; luego, en la vejez, desde el poso desencantado y alegre —imprescindible— de lo aprendido, puedes ir soltándote, siendo más sinvergüenza e irreverente. Me gusta la desubicación, contradecir el tópico: juventud letraherida; vejez transgresora y traviesa. Andrés Pérez Perruca recrea los años de El Niño Gusano en su fabulosa Vida de un pollo blanquecino de piel fina. Aloma Rodríguez también escribió un bello libro, Los idiotas prefieren la montaña, sobre Algora. Soy una mujer culta y esta tarde corro a ver The Brutalist. He avisado a la familia y los bomberos porque estaré ilocalizable. Ir al cine a veces se convierte en un reto deportivo. Llevaré cantimplora.
Allá donde voy peroro: arte y literatura nos dejan marcas, nos escriben el cuerpo y, recíprocamente, nuestro cuerpo está en la fuerza que hacemos con el lápiz sobre los papelitos. En metáforas, y en sintaxis alambicadas o asmáticas: la sintaxis converge con la música, la música con la semántica, la semántica nace de y vuelve a la vida. Metabolizamos el arte y nuestra coloratura cerebral —plasticidad, aclararían fuentes expertas— se apaga o enriquece en función del estímulo externo. Me creo todas estas cosas y las rezo más que al niño Jesús. Pero las digo en sentido figurado.
Lo matizo, porque el otro día mi padre entró en una galería y, nada más cruzar el umbral, el encargado le hizo una pregunta: “¿No llevará usted un marcapasos?”. Mi padre dio un saltito —un saltito dentro de sus posibilidades-: “Llevo un stent”. El encargado siguió con advertencias que transcribo no literalmente porque literalidad y modos de conversar en la narrativa no coinciden ni siquiera en las “novelas-magnetofón”: lo coloquial es un artificio y los bañistas del Jarama no hablaban ni de coña como en la novela de Ferlosio. Que se lo pregunten a especialistas en análisis de la conversación. Así pues, dijo aproximadamente el encargado: “Esta obra se sostiene en el aire a través de un sistema de imanes que puede interferir en el funcionamiento de los artefactos cardiacos”. Sabíamos que el arte se nos quedaba en el cuerpo, pero no hasta ese punto.
Ahora entiendo por qué ciertos montajes de La Fura dels Baus me hacían añorar las butacas del teatro burgués. “La poesía es un arma cargada de futuro” es un verso que nos vuela la coloratura cerebral sin que la página dispare un perdigón. Solo palabras. En El nombre de la rosa, Eco juega con los peligros de la cultura, transformando en veneno de verdad el veneno de ideas y formas del arte. Berengario la espicha, pero aquí seguimos indemnes pasando la página. Aunque no sé yo cómo andarán mis riñones tras el metraje de The Brutalist y desde luego mi padre volvió a casa muy asustado.
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