Munch, más allá de ‘El grito’
El Museo de Orsay dedica una exposición al gran pintor de la condición humana, que profundiza en la riqueza de su obra al margen de su cuadro más conocido
Edvard Munch fue el gran pintor de la condición humana, uno de los primeros que aspiró a introducirse en la frágil psicología de los hombres y mujeres de su tiempo. Su obra fue, como dejó escrito el pintor, “un poema de vida, amor y muerte”, expresión que ahora da título a una gran muestra que el Museo Orsay inauguró ayer en París. La exposición, que podrá verse hasta el 22 de enero de 2023, reúne un centenar de obras de primer nivel —entre ellas, 60 préstamos procedentes del nuevo Museo Munch de Oslo— que expresan la visión de la pintura propia del noruego, para quien el arte era “una confesión” que tenía el objetivo de explicar “la vida y el sentido de esta” a sus contemporáneos. Todos los grandes temas de la existencia aparecen en sus óleos. No solo la enfermedad y la muerte, sino también la difícil relación con el otro, la quimera del amor romántico y la ansiedad provocada por una observación lúcida del mundo que nos rodea. Dicen que Munch no conocía los escritos de Freud, pero su obra refleja un gusto casi idéntico por la introspección, más bien inédito en la pintura de la época.
El Museo de Orsay aspira a derribar algunos mitos sobre la obra de Munch. Para empezar, resalta la amplitud temática y la complejidad estética de su obra, aunque tan a menudo haya sido reducida a un solo cuadro, El grito. “Su rango de icono lo convirtió en una pantalla detrás de la que se esconde una gran obra que dio sentido a ese lienzo”, afirma el presidente del museo, Christophe Leribault. Más allá de ese cuadro, la exposición parisiense resalta el lugar primordial que el pintor, autor de 1.700 óleos, dibujos y litografías, ocupó en el arte del periodo de entresiglos. Munch encarna como pocos creadores el abandono de las convenciones decimonónicas para sumarse a las interrogaciones de las vanguardias del siglo siguiente. “No debemos pintar más interiores con hombres que leen y mujeres que tejen. Tenemos que pintar personas vivas que respiran y sienten y sufren y aman”, dejó escrito en 1889.
La historia del arte lo ha descrito como un simbolista que se acabó convirtiendo al expresionismo. La muestra se opone a esa socorrida versión. Prefiere verlo como un artista que nunca abandonó los preceptos del simbolismo, empezando por su marcada dimensión alegórica. O, mejor, como “una figura inclasificable situada más allá de los movimientos”, según apunta su comisaria, Claire Bernardi, directora del Museo de la Orangerie. Como los románticos, Munch solía pintar en diferido: realizó los primeros esbozos para muchas de sus obras en París o Berlín, ciudades que visitó con frecuencia, y luego las completó en Noruega, sirviéndose de lo esencial: el recuerdo. A la vez, también se vio influido por los impresionistas, por su trazo rápido y voluntariamente imperfecto, por sus escenas urbanas y su aversión a una industrialización galopante.
Munch veía su pintura como “una sinfonía” en la que las obras se hablaban entre sí y generaban “resonancias”, definición que el Museo de Orsay intenta plasmar en una puesta en escena no cronológica, que agrupa las obras por motivos recurrentes. Hijo de un médico y huérfano de madre desde niño, de salud frágil y aficionado al alcohol y las mujeres, a quienes consideraba una droga tan nociva como cualquier otra —para Munch, el amor solo dejaba “un puñado de ceniza tras de sí”—, el pintor se caracterizó desde sus comienzos por su mirada funesta sobre su vida y la de sus semejantes, un punto de vista infrecuente en la Noruega luterana del siglo XIX. Sus primeros cuadros fueron pequeños escándalos: retratos de su hermana poco antes de morir de tuberculosis (La niña enferma), de una adolescente desnuda que ilustraba el calamitoso paso a la edad adulta (Pubertad), de una mujer que sorbía la fuerza vital de su amado (Vampira) o de un poeta abandonado por su esposa que fijaba su mirada triste en un mar incapaz de consolarle (Melancolía).
“No debemos pintar más interiores con hombres que leen y mujeres que tejen. Tenemos que pintar personas vivas que respiran y sienten y sufren y aman”, escribió Munch en 1889
En una vista callejera, Munch pinta las caras de burgueses convertidos en zombis que lo observan con desconfianza y que parecen prefigurar el rostro deformado que figura en su obra maestra. Pero sería Desesperanza (1892), con su cielo rojo y su punto de fuga en una subrayada diagonal, la obra que anticipó la llegada, un año más tarde, de El grito. El cuadro reproducía una visión que Munch tuvo paseando por la colina de Ekeberg, en una ciudad que entonces todavía se llamaba Cristianía y no Oslo. Formaba parte de una larga serie de cuadros concebidos como una muestra que quería recoger todos los estados anímicos de la existencia, El friso de la vida, que Munch organizó como si fuera un artista conceptual avant la lettre —o un comisario de sí mismo—, pero su gráfica expresión de la angustia en estado puro hizo que adquiriera una autonomía inesperada, seguramente excesiva.
Existen cuatro copias de la obra y ninguna se encuentra en el Museo de Orsay: los museos noruegos que las custodian no han querido desprenderse de sus respectivos tesoros y la única que se encuentra en manos privadas tampoco ha sido cedida por su propietario, el magnate estadounidense Leon Black, que la compró hace una década por el precio récord de 120 millones de dólares. París tiene que conformarse con exponer una litografía de tamaño medio (50 por 40 centímetros), procedente de una colección noruega, y con algunos dibujos que firmó en los años posteriores.
Lo que podía ser un defecto acaba convertido en virtud. Este itinerario alternativo por la obra de Munch permite descubrir las aristas menos conocidas en su producción, pese a que las tesis de la muestra tampoco sean especialmente novedosas. Por ejemplo, sobresalen sus mujeres erguidas y solas en la intimidad de sus habitaciones, símbolos de entereza y rigidez protestante, desde su hermana Inger en un solemne retrato de juventud hasta los cuadros inspirados por las obras de Ibsen y Strindberg, igual de perspicaces a la hora de reflejar los horrores cotidianos de vida conyugal. También destacan sus autorretratos de distintas épocas, de su semblanza como dandi treintañero envuelto en una melancólica nube de humo a una estampa de Munch convertido en anciano, ya en los años cuarenta del siglo pasado, que parece saber, en su fuero interno, que está a punto de morir. Aunque el más contundente de todos podría ser el que cierra la muestra. Munch lo pintó a los 40 años, tras su devastadora ruptura con Tulla Larsen, su gran amor. El pintor aparece envuelto en las llamas, pero con el rostro sereno, como si hubiera encontrado acomodo en el mismísimo infierno.
En diciembre, la exposición recibirá las visitas de noruegos ilustres como el cineasta Joachin Trier, director del documental The Other Munch; la autora Linn Ullmann, hija de Ingmar Bergman, otro escandinavo familiarizado con la pesadumbre del pintor, o bien el escritor Karl Ove Knausgård, que en 2017 dedicó un ensayo al artista, titulado So Much Longing in So Little Space. El autor de la saga Mi lucha empezaba interrogándose por la inexplicable fascinación que uno de sus cuadros más banales seguía ejerciendo sobre él. Después de todo, Munch solo pintó en él un vulgar campo de coles. “Pero hay un anhelo en esa pintura, un deseo de desaparecer y fusionarse con el mundo”, escribió Knausgård. “Y si esa desaparición terminó para el pintor en cuanto acabó el cuadro, hoy sigue presente en el lienzo, que nos llena una y otra vez con su vacío”. Coles, cereales, un trozo de bosque. Amarillo y verde, azul y naranja.
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