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Las horas paganas
Columna
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Cosas así decían los grandes

Aseguraba Samuel Beckett que solo tenía dos certezas: que había nacido y que tenía que morir. La vida era un caos que se producía entre dos silencios, uno antes de nacer y otro después de morir

Samuel Beckett, en 1977.
Samuel Beckett, en 1977.ullstein bild (ullstein bild via Getty Images)
Manuel Vicent

Decía Joseph Conrad que hay dos clases de marineros: los que se embarcan apesadumbrados porque dejan en tierra a la familia, a los amigos y unos placeres sedentarios, y los que suben a bordo felices porque es la forma de sacudirse de encima líos domésticos, deudas, pendencias y falsas promesas de amor poniendo todo un océano por medio. Joseph Conrad pertenecía a esta segunda clase de marineros. Era un polaco que empezó a escribir cuando se había jubilado después de haber adquirido toda clase de experiencias en el mar y lo hizo en un inglés aprendido y reverenciado, que le vibraba en el pulso con la misma tensión de la caña de los navíos que pilotó cuando era capitán de la marina mercante. El mar es una moral. Un escritor se mide frente al mar, eso decía.

En Lord Jim, la serenidad ante la desgracia; en Nostromo el ansia de poder, y En el corazón de las tinieblas la penetración hasta el fondo de la miseria humana. En este sentido Conrad no se permitió una sola zozobra, ni una página ridícula, pero no fue así su vida en tierra. Pese a la fama internacional que le dieron sus libros tuvo que vivir luchando de nuevo con sus deudas, con la enfermedad de su mujer, con los problemas de su hijo Borys, con la ruina de su cuerpo apalancado en un sillón en su residencia de Oswalds, cerca de Canterbury, y con los celos de viejo enamorado de una adolescente que para él supuso un proceloso mar imposible de navegar.

Decía William Faulkner de sí mismo unas veces que era heredero de un terrateniente del condado, coronel William Clark Falkner, propietario del ferrocarril y banquero, y otras que era hijo de una negra y de un cocodrilo. Empezó a trabajar en oficios inestables, cartero, pintor de brocha gorda, dependiente de librería e incluso portero de prostíbulo, todos bien rehogados en alcohol. Decían los vecinos: ”A ese chico de los Faulkner lo han echado de Correos por leer las cartas”. Se fue a París, no conoció a Gertrude Stein, pero olió la vanguardia y se la trajo a Misisipi. Venía de unos versos fracasados que imprimió a su prosa dura por medio de una descarga poética alucinada de varias voces superpuestas. Su literatura describía las pasiones humanas como los meandros putrefactos del Misisipi en la desembocadura que arrastraban juntas la belleza y la escoria.

Todos sus sueños eran de grandeza. Tenía orgullo y cortesía, las dos cualidades esenciales que definen a un caballero del Sur y en este sentido a Faulkner para ser perfecto solo le faltó morir borracho de una caída de caballo, un don que estuvo a punto de conseguir. Kennedy solía adornar algunas de sus cenas privadas en la Casa Blanca con famosos escritores y artistas del momento. Por su mesa habían pasado Norman Mailer, Saul Bellow, Arthur Miller, e incluso Pau Casals junto a todos los Sinatra de costumbre. Faulkner también recibió una invitación, a la que contestó: “Señor presidente, yo no soy más que un granjero y no tengo ropa apropiada para ese evento. Ahora bien, si usted tiene algún interés en cenar conmigo con mucho gusto le invito a mi casa de Rowan Oak, en Oxford, Misisipi”.

La casa a la que había invitado a cenar a John Kennedy era una mansión destartalada sin agua ni luz; de hecho, se pasó la vida escribiendo para convertirla en una prolongación de su ambición de ser un caballero del Sur con olor a establo, puesto que una de sus locuras fue reunir acres de tierras para llenarlos de relinchos de caballos.

Decía Samuel Beckett que solo tenía dos certezas: que había nacido y que tenía que morir. La vida era un caos que se producía entre dos silencios, uno antes de nacer y otro después de morir. Un día al doblar una esquina de Montparnasse fue acuchillado por un vagabundo. La navaja se detuvo a un centímetro de su corazón. Cuando salió del hospital, Beckett fue a la cárcel a preguntar a su agresor por qué lo hizo y el vagabundo le contestó: ”No lo sé”. Fue este absurdo el que le hizo ver la vida como era.

A partir del éxito de su comedia Esperando a Godot, todos los críticos le preguntaban quién era ese Godot al que todo el mundo espera y nunca llega. ¿Era Dios? ¿Era la belleza? ¿Era el propio Beckett? Él decía que si lo supiera lo hubiera escrito. Puede que fuera un ciclista llamado Godeau, famoso porque siempre llegaba el último fuera de control en la vuelta ciclista a Francia y el público siempre lo esperaba. En un viaje de París a Dublín, Beckett oyó que el sobrecargo del avión decía a los pasajeros: “Les hablo en nombre del comandante Godot”. El escritor estuvo a punto de tirarse en marcha.

Por su humor poético, deslumbrante y sin sentido recibió el premio Nobel en 1969. Al enterarse de la noticia estaba en Tánger. Solo dijo: “¡Qué catástrofe!”. Y se perdió en el desierto. Cosas así decían los grandes.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.
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