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Cantar a los animales: una comunicación olvidada

La escritora Carolina Arabia recoge en un libro músicas que los pastores dedican a sus rebaños y canciones para ordeñar a las vacas y atraer a las abejas

Fotografía realizada por Carolina Arabia en Bután durante su investigación de los cantos dirigidos a los animales.
Fotografía realizada por Carolina Arabia en Bután durante su investigación de los cantos dirigidos a los animales.CORTESÍA DE CAROLINA ARABIA

Todo comienza cuando le cuentan que en la Orinoquía, región en la cuenca del río Orinoco, entre Colombia y Venezuela, hay hombres y mujeres que les cantan coplas a las vacas. En los arreos, los vaqueros cantan sobre sus caballos. Las mujeres lo hacen para que a las vacas les baje la leche y para serenarlas mientras las ordeñan. Son los llamados cantos de trabajo de llano y forman parte de una comunicación casi olvidada entre seres humanos y animales.

La semilla de la curiosidad ya está plantada y Carolina Arabia (Buenos Aires, 41 años) se pasará ocho años recogiendo cantos y músicas similares. Lo hará en Colombia, en Bután, en Marruecos, en España. El crecimiento de esa semilla ha producido un árbol de hermosas hojas titulado De cantos y animales, publicado por Ediciones Menguantes, una editorial pequeña y excelente enraizada en León. Es un libro mágico porque es un libro que también canta, con códigos QR que sirven para escuchar las músicas y las canciones.

“En Buenos Aires, con una amiga, trabajaba en un proyecto que se llamaba Museo de la voz. Buscábamos recolectar todas esas historias que andan pululando en el ámbito de lo oral. Nos acercábamos a distintas comunidades, algunas de migrantes, y grabábamos relatos de infancia, recetas de comida, música, liturgias en iglesias y en la mezquita”, rememora Carolina Arabia. “Y entonces conozco a una chica, Daniela Mendoza, que venía de la Orinoquía colombiana y me cuenta esto, que en su pueblo se le cantaba a las vacas. A mí me parece algo extraordinario, quedé muy flechada por esa historia. Viajé a Colombia y ese fue el inicio con los cantos de trabajo de llano. Empecé a preguntarme en qué otras partes del mundo podía existir algo así, estos cantos que vinculan a los humanos con los animales”.

Carolina Arabia, experta en los lenguajes de los animales, en una librería madrileña en noviembre.
Carolina Arabia, experta en los lenguajes de los animales, en una librería madrileña en noviembre.Claudio Álvarez

También, junto a las venas de los ríos que profundizan los valles asturianos, Arabia ha recogido canciones “de muñir”, para ordeñar a las vacas. Son tonadas en las que se incluye el nombre del animal, que podía llamarse Lucerina, Pinta, Rubia, Guapina. Sentada en la cocina de su casa en Xedré, una parroquia del concejo de Cangas del Narcea, Leonor Álvarez canta la canción de muñir que aprendió de su madre. A su lado, su nieta, la tararea. La canción empieza así: “Lucerina, Lucerina, tú que sos la más pequena, / dame la canada chena y el puchero pa la cena”. Son cantos transmitidos oralmente, de generación en generación, como una antorcha encendida cuyo fuego debe avivarse para que no se apague. Pero muchos de esos fuegos se han apagado ya, y eso ha convertido a Arabia en buscadora de cosas casi extintas. No solo de estos cantos dedicados a los animales, sino también de instrumentos tradicionales, costumbres, antiguos oficios, palabras antiguas.

La escritora recorrió pueblos del Alto Atlas, en Marruecos, intentando encontrar a un pastor que conservara la costumbre de tocar la flauta para su rebaño. Preguntó a mujeres cargadas con sus hijos, a hombres subidos en burros. Todos le dijeron que no sabían, que eso era cosa del pasado. Por fin lo encontró, en un pueblo amazigh (berebere) a dos mil metros de altura. El pastor se llamaba Hamd y su flauta estaba hecha con un trozo de caña y tubos de PVC. Él le dijo que tocaba para calmar a las cabras, para que comieran más hierba y produjeran mejor leche y carne, pero también le confesó: “En medio de esta soledad, hablo con mi flauta”.

En la sierra de Gredos, en Ávila, Carolina Arabia encuentra a uno de los últimos afinadores de cencerros, Jesús Carreras, que aprendió el oficio de su padre. En el monte, los pastores eran capaces de reconocer a las cabras de su rebaño solo escuchando el sonido de sus cencerros, porque estaban afinados en la misma nota. En varias provincias andaluzas, entre ellas Granada, donde vive ahora, Arabia recoge cantes camperos. Los campesinos los cantaban para animarse a ellos mismos y también a sus animales. José Alcántara, el Mocho, un campesino jiennense, le dice: “Cantábamos para aliviar la soledad, para romper la monotonía del surco, que había que recorrer una y otra vez del alba al anochecer, también para que las mulas estuviesen tranquilas y trabajaran mejor”. Y como el mundo está lleno de vidas paralelas, como anotó Plutarco hace casi dos mil años, la escritora busca en Bután a los pocos ancianos que todavía les cantan a los bueyes mientras aran los campos. También allí la modernización de la agricultura ha hecho que esta costumbre casi haya desaparecido.

“Fui llegando a las cosas por distintos medios. Cuando todavía estaba en Argentina, empecé a conectarme por internet con redes de pastores. Ya aquí, aprendí que hay que ir al bar del pueblo, hablar con el dueño y después una persona te conduce a otra. Me considero muy afortunada porque llegué a las personas que tenía que llegar y me abrieron caminos”, dice Arabia.

Entre esas personas están Xosé Ambás y Ramsés Ilesies, que llevan treinta años recopilando cantares en Asturias, Galicia y León. Con ellos descubrió algo sorprendente: los cantos para partir colmenas. Porque también se les canta a las abejas que, aunque no tienen oídos, escuchan con todo el cuerpo, ya que perciben la vibración de los sonidos. En el momento conocido como enjambrazón, cuando hay más de una reina en la misma colmena, esta se divide. La reina más vieja se va y se lleva consigo a un grupo de sus obreras. Para atraer a ese enjambre y crear una nueva colmena, primero se les echa agua a las abejas. Así creen que llueve y buscan abrigo. En Asturias, esa agua se impregna de melisa, que allí conocen como abeyera por les abeyes. Después se llama la atención de las abejas chocando dos piedras, o con campanas o palmas, y se pone en el suelo una sábana para que el enjambre se pose en ella y poder llevarlo a la nueva colmena. “Esto siempre se acompaña de unas fórmulas, palabras o cantos cariñosos hacia las abejas, como si entendieran nuestro idioma”, le explica Ambás a Arabia. Se les canta, por ejemplo: “Fías (hijas) a la casa nueva; fías, a la casa nueva” para que las abejas entren en el truébano, como se llama en asturiano a la colmena.

¿Por qué ya no se les canta a los animales? “En estos casos, la voz es una herramienta de trabajo”, responde Arabia, “y estos cantos se dan en el contexto de un oficio que o se está perdiendo o se está mecanizando. Entonces se pierde esa función del canto y también las personas que los conocen”. Pero añade una nota positiva: “Por suerte, hay gente joven que sigue aprendiendo esos cantos, que a veces pasan a los repertorios tradicionales de la música y no se extinguen del todo”. Son algunas llamas danzarinas que avivan el fuego de esas palabras.

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