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universos paralelos
Columna
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Beyoncé y Karol G rompen la baraja

En 2024, hemos visto cómo el auge de los directos masivos está transformando el negocio de la música

Espectadores durante el concierto de Karol G en el Bernabéu, el 20 de julio.
Espectadores durante el concierto de Karol G en el Bernabéu, el 20 de julio.Europa Press News (Europa Press via Getty Images)
Diego A. Manrique

Dicen que puede ser una respuesta instintiva al confinamiento del covid: hablo del fervor contemporáneo por asistir a los grandes conciertos, a los festivales multitudinarios. Resulta que la gran partida se juega ahora en el campo del directo. Conviene reconocerlo: los álbumes, como manifestaciones artísticas, con voluntad unitaria, han perdido relevancia. Se necesitan, claro, para alimentar a las plataformas de streaming, pero allí se trocean y se diluyen en el torrente de las playlists. Acertaban aquellos que comparaban la distribución de la música digital con el agua corriente: necesaria, accesible, barata.

Por el contrario, la música en vivo se comporta como los restaurantes 3 estrellas de la Guía Michelin: multiplica sus precios. De forma legal o chanchullera: su ecosistema ha sido perturbado por la automatización de los predadores (antes conocidos como “reventas”) y la aparición de los sospechosos “mercados secundarios”. Asistimos al intento de normalización de prácticas como los precios dinámicos, que evolucionan según la demanda: todavía no sabemos cómo se resolverá la frustración creada por la gira de reaparición de Oasis, que ya parecía un sacaperras desde los primeros rumores de aproximación entre los hermanos Gallagher. Sin olvidar aberraciones hoy universales como los ridículamente denominados “gastos de gestión”, que engordan, alehop, la factura final de la compra de la entrada (que puede que ni siquiera tenga existencia física).

Los conciertos masivos ofrecen ahora crecientes posibilidades de negocio: múltiples variedades de entradas VIP, la venta in situ de merchandising, la transmisión por TV o internet y, a la vuelta de la esquina, las tecnologías inmersivas (realidad virtual, realidad aumentada). Aparte, está subiendo el listón de la espectacularidad, con exhibiciones de poderío tales como el Halftime Show de Beyoncé en un estadio de su Houston natal (y eso cuesta dinero).

Con todo, la clave está en la necesidad de conexión social. El aldabonazo lo dio la colombiana Karol G, al llenar durante cuatro noches de julio el Santiago Bernabéu madrileño. Hazaña lograda sin apenas respaldo de las radiofórmulas ni, desde luego, del periodismo musical. Un total, calculan, de 240.000 personas, en su mayoría novicios que ignoraban la barbaridad de condiciones impuestas por los promotores: que si llevaban encima medicinas debían aportar el “documento médico que acredite su necesidad”, que no podían usar prismáticos bla bla bla. Desde luego, no se buscaba crear afición: los niños necesitaban entrada de mayores, que costaban entre 65.50 y 476 euros.

De rebote, tan brutal taquillazo provocó la rebelión de los vecinos del Bernabéu. En un mundo normal, eso debería dificultar la celebración de eventos similares en el futuro pero, en el actual Madrid, los criterios empresariales se imponen sobre el bienestar de los propios votantes del reptiloide Almeida.

Y un aviso: esos megaeventos no son necesariamente saludables para la práctica de la música en directo. Roban la atención mediática (“hagamos otra pieza sobre las cifras de Taylor Swift”) a propuestas más minoritarias y cercanas. A pesar de lo que digan en Gestmusic, urge recordar que la música pop no nace en los concursos televisivos de talentos: necesita un circuito de locales pequeños. Uno espera con impaciencia la implantación de Ask Hearby, una aplicación que –aseguran- proporciona un listado exhaustivo de conciertos menores en tu zona, según tus preferencias musicales.

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