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Universos paralelos
Columna
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La edad dorada del LP

Un libro-catálogo explora el inmenso continente discográfico comercializado como ‘easy listening’

Herb Alpert and The Tijuana Brass, en una imagen de finales de los años cincuenta.
Herb Alpert and The Tijuana Brass, en una imagen de finales de los años cincuenta.Gems (Redferns)
Diego A. Manrique

Según el Mito Fundacional del rock and roll, éste surgió a mitad de los años cincuenta, sumando rhythm & blues más country, y arrasó con los vocalistas melódicos tipo Frank Sinatra o Doris Day. Todo cierto pero cada punto requiere matizaciones. Ocurre que el mercado musical era mucho más grande que lo sugerido por esos dos polos. Gran parte de la producción discográfica —y el consumo— era easy listening, álbumes de orquestas e instrumentistas para la escucha fácil como fondo sonoro o su uso funcional en fiestas y, ejem, situaciones íntimas. Solían llevar títulos sugerentes y la foto de una chica en pose sexi.

Inevitablemente, terminaron en las tiendas de segunda mano. Y allí seguirían de no ser por esos buscadores de sensaciones que se atrevieron a comprarlos —en verdad, tenían precios tirados— y a escucharlos sin prejuicios. Abundaba la melaza pero también arreglos imaginativos, maravillosamente grabados: coincidieron con el despegue de los magnetófonos multipistas y la estereofonía, acicates para los mejores técnicos de sonido. Su descubrimiento proporcionó alivio a oyentes saturados de rock, impulsando la recuperación de la lounge music. Una etiqueta pronto inútil: el chill out ibicenco invadió los lounges (salones) de discotecas, bares, hoteles. Pero la moda facilitó la irrupción de grupos retro y las reediciones de artistas señeros, que en muchos casos seguían vivos. Resultaba emocionante entrevistar a figuras de vida intensa, como el mexicano Juan García Esquivel.

Uno sospechaba que aquello era la puntita del iceberg. Efectivamente, Música pop de la era espacial (Libritos Jenkins) incluye entradas para cerca de 350 artistas. Una tropa heterogénea: percusionistas, arpistas, silbadores, acordeonistas, arregladores, toda la gama de teclistas. Sin olvidar franquicias y agrupaciones fantasma, como 101 Strings, con centenares de referencias. Descubrimos visionarios y oportunistas, habitualmente con un perfil común: fogueados en big bands, participantes en la Segunda Guerra Mundial, veteranos de nightclubs, luego músicos de estudio que terminaban haciendo publicidad o trabajando para Hollywood y televisión. Una información tomada de SpaceAgePop.com, donde priman los estadounidenses y los foráneos que se afincaron allí, así que no encontrarán a la fauna nacional: Augusto Algueró, Alfonso Santisteban, Waldo de los Ríos, Manolo Gas, Miguel Ramos (“y su órgano Hammond”).

Óscar Alaria, recopilador de este tomo inmenso, distingue hasta siete tendencias dentro de este magma. Fascina especialmente la conocida como Exótica, influida por las vivencias bélicas en la Polinesia y bautizada por Martin Denny, que adobaba sus melodías con ruidos ambientales. Y que pronto extendió su radar a las junglas misteriosas.

No esperen autenticidad: Herb Alpert no tenía ni una gota de sangre hispana, igual que los cuantiosos imitadores de su chispeante Tijuana Brass. Aunque en el listado se cuelan ilustres del jazz (Quincy Jones, Juan Tizol, Cal Tjader) y la música latina (Machito, Tito Puente, Willie Bobo) que seguramente se cabrearían al saberse en la compañía de Liberace o Mantovani. El libro supone un correctivo para el rockismo más presuntuoso. Se lanzaban álbumes conceptuales veinte años antes del Sgt. Pepper. Los sintetizadores fueron precedidos por instrumentos electrónicos como la ondiolina o el teremín. Hubo sátira en la música antes de Frank Zappa. Y no hablemos de la aproximación a la world music: esta ya coleaba en la discoteca de tus padres o, huy, tus abuelos.

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