¡Manos arriba!: el atraco de los grandes conciertos y festivales o cómo el neoliberalismo opera en todo su esplendor
La gira de Madonna es el último ejemplo de que la música en directo se ha convertido en un festín para la especulación
Nos hemos acostumbrado: los precios de las entradas de los conciertos de los músicos más esperados están disparados. También de algunos festivales. Los precios están desorbitados. El último caso ha sido la gira de Madonna, anunciada este martes, en la que las entradas oscilan entre los 46 euros las más baratas y los 340 euros las más caras, eso sin contar todos los pases exclusivos creados para la ocasión: Pase Inmaculado Vip por 1020 euros, Pase Icónico Vip por 680 euros, Pase Puedes Bailar Premium por 510 o Pase Vámonos de fiesta por 350 euros.
Parece una broma, pero no lo es. Esos precios y esos nombres de “pases exclusivos” son tan ciertos como que Elon Musk ha comprado Twitter como quien se compra un coche nuevo y planea despedir al 75% de plantilla o Shakira se despacha a gusto contra Piqué mientras se forra y no paga la millonada que debe a Hacienda. Esta broma de la música en directo va muy en serio.
La música en directo se ha convertido en un festín para la especulación, gracias a que juega con el deseo fan. Los ejemplos son tantos que no caben en un artículo. Basta con echar un vistazo a algunas de las giras anunciadas recientemente: la entrada más barata para ver a Rod Stewart cuesta 86 euros, Arctic Monkeys cuesta 93,50 euros, la de pista de Coldplay cuesta 107,50 euros… y así también con Metallica, Maroon 5, Harry Styles, The Rolling Stones o Bruce Springsteen. Estas son las entradas más baratas. Porque las caras superan tranquilamente los 300 euros.
De hecho, Springsteen fue foco de polémica este pasado verano porque las entradas de su gira norteamericana oscilaron entre los 200 y los 5.000 dólares debido a un algoritmo que cambia el importe según la demanda. Sus seguidores acérrimos consideraron que el héroe de la clase trabajadora norteamericana había olvidado sus principios. Springsteen se mantuvo en silencio.
Algunos promotores han señalado que la inflación rampante también recae sobre la música en directo. Si sube la cesta de la compra, también lo hacen las entradas de conciertos. Sin embargo, la desproporción de las entradas es tremenda, injustificada. La inflación no puede ser la única respuesta.
Desde que la música en directo se articuló como un negocio y se consolidó como una industria propia, la ley de la oferta y la demanda siempre ha operado en los conciertos y festivales. Sin embargo, la salida de la pandemia ha sido como la llegada de los bandoleros a un pueblo del viejo Oeste, demostrando que lo de salir mejores era un maldito chiste malo. Los bandidos han llegado armados hasta los dientes y quieren desplumar al público. Quieren dejar al pueblo regido por sus propias leyes. ¿Cuáles son estas leyes? Las leyes del abuso económico.
Los macroconciertos y los grandes festivales llevan ya varios años operando bajo un prisma de capitalismo salvaje. De hecho, esta semana se ha sabido que The Music Republic, la productora del FIB y el Arenal Sound forma parte ya de Superstruct Entertainment, una plataforma con sede en el Reino Unido dedicada al entretenimiento en vivo y que organiza más de 70 festivales en Europa y Australia. En 2018, Superstruct Entertainment se hizo con una parte importante del Sónar. Un paso más para ver cómo los fondos de inversión ya han entrado a saco en el circuito de festivales españoles. Hace no mucho, el Primavera Sound vendió el 29% de sus acciones al fondo estadounidense The Yucaipa Companies. Estas operaciones se producen en un entorno muy competitivo, donde se lucha contra la hegemonía poderosa de Live Nation, la mayor promotora del mundo, detrás del Mad Cool, el Dcode o Andalucía Big Fest entre otros festivales. No hay que olvidar que Live Nation está en el ojo del huracán por sus prácticas en la venta de entradas con Ticketmaster, empresa con la que se fusionó.
En este salvaje Oeste donde la única ley es el dinero, las entradas se dividen en espacios y a estos se les pone nombres bien ilustrativos: entradas oro, entradas platino, entradas deluxe, entradas vip, entradas diamante… El negocio de la música en directo es un perfecto laboratorio de aplicación de fórmulas capitalistas abusivas hasta el punto de que las autoridades han tenido que obligar a los festivales a ofrecer agua gratis. Puede que los promotores quieran recuperar lo perdido por los dos años de pérdidas por culpa de la pandemia, pero este camino ya se antoja insostenible para el público.
Todo esto sucede en un entorno donde los salarios se han estancado. El poder adquisitivo ha disminuido. Como apuntaba el pasado domingo un reportaje de Sergio C. Fanjul titulado No llegamos a fin de mes. La clase media no era esto, publicado en el suplemento Ideas, en la sociedad vamos a una mayor concentración de riqueza en una menor cantidad de manos, donde el 10% más rico copa el 34,6% de los ingresos por trabajo. Pasa igual en la música. Algunos conciertos y festivales son cada vez un territorio solo apto para los más ricos. Eso que se decía siempre de la ópera o los conciertos de música clásica en los teatros reales o auditorios nacionales ha saltado desde hace tiempo a los pabellones y salas de conciertos. Y lo peor es que se extiende hasta afectar no solo a las estrellas sino al negocio mismo. La música pop (de popular) convertida en música para ricos en una sociedad cada día más desigual, donde la clase media ya no existe.
Regreso al reportaje No llegamos a fin de mes. La clase media no era esto, cuando se dice: “Nos conformamos con el brillo de los productos baratos antes que con la provisión de servicios públicos fundamentales por parte del Estado”. Sucede igual con nuestro ocio. Lo hemos visto con el fútbol y este pasado Mundial de Qatar: el dinero compra el deporte rey, ya entregado al capital desde hace lustros, y lo corrompe hasta convertirlo en un negocio abusivo y especulativo. Y ahora lo estamos viendo en directo con la música en vivo. Nos conformamos con el brillo de las estrellas del pop, el rock o el reguetón antes que con el sentido común.
Quizá es hora de plantarse. Hacer huelga de entradas. Huelga de conciertos y festivales. Y hacer también, por qué no, huelga de estrellas musicales, cómplices silenciosos de este abuso.
Babelia
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