Bruce Springsteen indigna a sus fans con los precios “escandalosos y desorbitados” de su última gira
Tras ver el precio de las entradas, entre los 200 y los 5.000 dólares debido a un algoritmo que cambia el importe según la demanda, los seguidores más acérrimos consideran que el héroe de la clase trabajadora ha olvidado sus principios
Jon Landau, manager de Bruce Springsteen, lo atribuye a la voluntad de combatir la reventa y al uso de un algoritmo de “precio dinámico” no del todo bien calibrado. El caso es que el 20 de julio salieron a la venta las entradas de seis de los conciertos de la gira estadounidense de 2023 de Springsteen. En concreto, los de Tampa, Orlando, Hollywood (la ciudad costera de Florida, no el celebérrimo vecindario de Los Ángeles), Tulsa, Denver y Boston. Apenas 24 horas después, la comunidad de los siempre entregados seguidores del artista de Nueva Jersey hervía de indignación: se estaban vendiendo entradas a precios “obscenos”, superiores en algunos casos a los 5.000 dólares. Y no solo eso: las más baratas, a un precio teórico de 60 dólares, brillaban por su ausencia.
Tal y como explica Ron Lieber en The New York Times, “no estamos hablando de la clásica reventa especulativa, sino de precios de escándalo, totalmente desorbitados, en servicios oficiales como Ticketmaster”. Incluso la cuenta en Twitter de Backstreets Magazine, el más veterano y prestigioso de los fanzines dedicados a Springsteen, se hizo eco del estado de desazón colectiva que se estaba generando: “Esta vez sí estamos sufriendo una crisis de fe”.
El periodista musical Will Werde, exjefe de redacción de la revista Billboard, también recurría a las redes para airear su descontento y estupefacción: “¿Quién iba a decirnos que sería Bruce el encargado de hacer que echásemos de menos a los revendedores?”. Además, Werde acusaba al artista de “poner el último clavo en el ataúd de la música en directo” tal y como se entendía “hasta hace apenas unos años” al no intervenir para poner coto a una política de precios “rapaz y abusiva”.
Este no es nuestro Bruce
Como explicaba Lieber, “que los aficionados a la música protesten en redes y foros públicos por precios de conciertos que consideran abusivos no es novedad, ocurre continuamente en las giras de Elton John o de los Rolling Stones”. La pandemia, al imponer durante más de un año una sequía de música en directo sin precedentes, ha contribuido a “convertirla en un bien escaso y muy preciado”, y muchos promotores pretenden “desquitarse en 2022 y 2023 de las pérdidas que vienen acumulando desde 2020″.
Lo peculiar en este caso es que “el responsable de esta muestra de desconsideración hacia su público sea precisamente Springsteen, el más populista, el más cercano, accesible y auténtico de los dinosaurios del rock”. El hombre que ofreció su rock con raíces y conciencia como antídoto al exabrupto antisocial que, en su opinión, fue la contrarrevolución conservadora de Ronald Reagan. Cuando tu producto es la ética proletaria, no puedes venderlo a precio de caviar iraní.
Los fans de Mick Jagger, argumenta Lieber, aceptan con naturalidad que su ídolo es “un producto e incluso un lujo que tal vez no puedan permitirse”. Los de Bruce, que tienden a considerar la música en directo de su héroe como “una especie de servicio púbico del que ni quieren ni pueden privarse”, se están tomando esas entradas a precios de cuatro dígitos “como una afrenta personal, una traición a los presuntos valores de clase obrera que el cantante defiende y pregona desde hace más de cinco décadas”.
Bruce, más que una estrella del rock al uso, es el sumo sacerdote de un culto contemporáneo con millones de adeptos. Una religión laica cuyos libros sagrados son álbumes como The River, Born to Run o The Wild, the Innocent and the E Street Shuffle, pero cuyos sermones de la montaña, las ceremonias que avivan el fuego sagrado, son los conciertos.
Para sus acólitos más firmes, gente que invierte sus ahorros en seguir a Bruce de Dublín a Roma pasando por Barcelona y París, una entrada a precio prohibitivo o un cartel de “no hay billetes” equivale a sentirse expulsados de la comunidad de creyentes. El daño emocional causado explica el nivel de acritud con el que muchos de ellos se están revolviendo estos días contra su ídolo. Tal y como escribía el crítico de rock Jordi Meya en la revista RockZone, “¿Cuánto vale un sueño roto?”.
Al Bruce Springsteen de hace 50 años parecía preocuparle sobremanera el bolsillo de sus seguidores. En diciembre de 1972 actuó por vez primera en el Estado de Ohio, en la sala Hara Arena de la ciudad de Dayton. Lo hizo como telonero de la banda de doo-wop neoyorquina Sha Na Na, en un gran recinto que esa noche albergaba apenas un millar de espectadores. Fue un concierto un tanto desangelado, ante un público poco receptivo y bajo un cartel que, por clamoroso error de los promotores, anunciaba la actuación de un tal “Rick Springsteen”. Pero el principal motivo de queja de Bruce, tal y como explicó al día siguiente en una entrevista radiofónica, fue “el atraco a mano armada” sufrido por un grupo de amigos de Nueva York que acudieron a verle y tuvieron que pagar una entrada de más de 10 dólares (el equivalente a unos 70 dólares actuales).
El Springsteen de 23 años consideraba que cinco pavos por ver a un par de bandas era más que suficiente. Si el rock renunciaba a sus raíces populares acabaría muriendo, afirmaba. Claro que aquel Bruce tenía aún muy presente el circuito de cafeterías bohemias y garitos de playa de Asbury Park, en la costa de Nueva Jersey, la escena entusiasta y precaria en la que él llevaba actuando con asiduidad desde 1969 en solitario o integrado en grupos como The Castiles, Earth o Steel Mill.
Pocos meses después saldría a la venta Greetings from Asbury Park, NJ, el álbum con el que el Boss iniciaría su inexorable marcha hacia la gloria. Con el salto de la oscuridad al estrellato incipiente, 10 dólares empezarían a resultar muy pronto una cantidad irrisoria para ver en directo a la esperanza blanca del rock.
Una línea de defensa cuestionable
Volvamos al presente. Bruce y sus representantes guardaron silencio mientras el temporal de críticas arreciaba en las redes. Por fin, casi una semana después, el 26 de julio, Jon Landau, el antiguo crítico musical que “descubrió” a Springsteen en un concierto en Nueva York en 1974 y que ejerce desde entonces de mánager, portavoz y escudero de la leyenda del rock, quiso salir al paso con una serie de explicaciones técnicas que no han hecho más que avivar el fuego.
Landau reconoce que se está vendiendo “un porcentaje ínfimo” de entradas a precios superiores a los mil dólares, pero asegura que el coste medio por ticket “está en la franja de los 200, una cantidad perfectamente normal si se compara con lo que está cobrando la competencia”. Los importes más altos se deben exclusivamente, según la explicación de Landau, al uso de un algoritmo de precio dinámico cuya función sería hacer un uso inteligente de la ley de oferta y demanda para que “los fans que dispongan de mayores recursos adquieran localidades preferentes cerca del escenario y contribuyan de esa manera a costear el precio muy inferior del resto de las entradas”.
Por “precio dinámico” se entiende una estrategia de venta flexible que se actualiza en tiempo real y adapta las tarifas a la evolución de la demanda. Las líneas aéreas y cadenas de hoteles la utilizan de manera sistemática desde hace más de una década y su uso se ha exportado a campos como el de los actos masivos debido al auge del comercio electrónico y los avances de la inteligencia artificial. El principio es sencillo: un algoritmo analiza en tiempo real la demanda y, si una localidad en concreto es muy demandada, su precio sube de manera automática, mientras que las menos buscadas tienden a ajustar a la baja su precio de salida. En definitiva, se trata de “subastar” cada una de las localidades disponibles para venderlas a su precio idóneo.
El sistema tiende a funcionar de manera óptima y pasar bastante desapercibido en actos con un nivel de asistencia medio o bajo. Las entradas menos demandadas bajan de precio y pueden acabar resultando auténticas gangas si se compran a última hora, mientras que las más caras se mantienen en importes aceptables. Sin embargo, bajo parámetros no habituales, en acontecimientos con el nivel de expectación y demanda que ha generado la gira de Bruce, la única manera de evitar distorsiones llamativas es establecer un límite máximo, además de un límite mínimo y un precio medio de salida.
Landau argumenta que si se renunció a fijar un tope en este caso concreto es porque hacerlo favorece a los revendedores, que pueden así comprar a un precio inferior al que recomienda el algoritmo y revender luego sin límites en su mercado clandestino. Se trataría, en resumen, de ampliar el margen de beneficio de artistas y promotores reduciendo el de los piratas. Si alguien en concreto está dispuesto a pagar más de 5.000 dólares por ver a Bruce, ¿por qué resignarnos a que se los pague a un delincuente en vez de al propio Bruce y sus socios comerciales? Sin embargo, tal y como explica Steve Appleford, “el paradójico efecto de este intento de luchar contra la reventa es que los propios promotores se han convertido en los revendedores”.
Sin embargo, más allá de disquisiciones sobre modelos matemáticos y sobre la ley de la oferta y la demanda, el principal argumento de Landau es que las entradas a precios anormales suponen un porcentaje “ridículo” y que es perfectamente posible obtener localidades “muy dignas” por “entre 60 y 100 dólares”, un precio que él considera “popular”. Gran cantidad de fans salieron al paso de estas afirmaciones en redes sociales mostrando capturas de pantalla como prueba de lo difícil que resultaba, sobre todo en el caso del concierto de Tampa, obtener entradas a menos de 500 dólares en la mayoría de zonas del recinto muy pocas horas después de que saliesen a la venta, cuando un alto porcentaje del aforo seguía aún disponible.
A Landau le queda, eso sí, un argumento poco menos que irrebatible: Bruce no ha hecho nada que no hiciesen en su día otras estrellas de la música popular como Drake o Taylor Swift, cuyos conciertos fueron pioneros en el uso de sistemas de precios dinámicos sin límite superior de ningún tipo. El problema, quizá, es que el Bruce Springsteen de hace unos años, el orgullo de la clase obrera de Estados Unidos, nunca hubiese aparecido en la misma frase que Drake o Taylor Swift.
En plena polémica, algún que otro fan desencantado sacó a colación datos como que Bruce Springsteen dispone en la actualidad de un patrimonio personal que supera los 650 millones de dólares y que, como administrador de su propia empresa, se ha asignado a sí mismo un sueldo de 80 millones anuales. Es más, en diciembre de 2021 vendió su catálogo musical y los derechos de publicación de este a Sony por una cantidad superior a los 500 millones de dólares, superando así los 400 millones que obtuvo en su día Bob Dylan.
Bruce, tal y como explica el periodista de Variety Chris Willman, es ahora mismo un hombre inmensamente rico que, además, debe gran parte de su patrimonio a la enorme (y merecida) reputación de sus directos. Pretender, a estas alturas, que interceda para que sus fans puedan verlo tocar por el equivalente a un par de cervezas resulta “de una ingenuidad suprema”. Con o sin algoritmo, los conciertos de Bruce van a seguir convirtiéndose cada vez más en un lujo que sus seguidores acérrimos no siempre van a poder permitirse. Como los de los Rolling Stones.
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