Tapatía
Una crónica de la Feria del Libro de Guadalajara y un elogio de la universidad pública: la democratización de la literatura y el regreso de la confianza en la educación consiste compartir lo que podemos aprender
Tapatío/tapatía es el gentilicio que designa a las personas de Guadalajara (México). Como he sido invitada a la FIL, escribo mi crónica. Entre el jet lag y la saturación de impresiones tampoco me queda mucho más que contarles, aunque le tengo ganas al asunto de la universidad pública. Vivan la universidad pública, y las clases medias y obreras preocupadas por que su descendencia estudie sin hacerse directamente influencer.
Me centraré en unos pocos acontecimientos tapatíos que ratifican la imposibilidad analógica de estar a la vez en todas partes y el miedo a ser oscura. Intento corregirme, pero me parece que la oscuridad no solo nace de mi barroquismo, sino de esos túneles de la mente que nos llevan a buscar la vía del mínimo esfuerzo para conseguir la inmovilidad perfecta y el quedémonos como estamos. A mí me pasa mucho cuando practico el scroll. No propongo torturar a nadie con metáforas neperianas, sino plantear cómo el capitalismo tecnológico impone mecánicas de razonamiento que lo perpetúan a través de las soluciones intuitivas del smartphone.
Sobre estas cuestiones reflexiona agudamente Lola López Modéjar en Sin relato. Nos convencemos de que hacemos lo que nos da la gana: por ejemplo, no estudiar. Esa supuesta elección libre apuntala la destrucción de la educación pública. Quienes no tienen oportunidades, renuncian a ellas sin responsabilizar a los Milei del universo, que se erigen en defensores de la verdadera libertad. Cómprate unas zapatillas de Jesús con agua bendita en las suelas. Maestros aburridos, y escritoras cabronas y privilegiadas te manipulan. A la hoguera con Dolores Reyes.
En Guadalajara una maestra me pregunta si soy autora. “Eso creo”. “¿Pueden mis alumnos hacerle unas preguntitas?”. Halagador y fácil. Me hacen cincuenta preguntas. En Guadalajara vivimos momentos inolvidables en las preparatorias: nos regalan dulces, nos piden autógrafos, se cultiva una devoción por la figura autoral. Espectáculo y mitología. Lo importante deberían ser los textos: la beatificación de quienes escribimos, igual que el desprecio con que en otros lugares se nos recibe, fomentan vínculos tóxicos con lectoras y lectores. En la FIL, Sabina Urraca, Nuria Barrios y yo abordamos este tema —relaciones tóxicas—, no desde un ángulo sentimental, sino literario y económico. Un hombre formula su queja de escritor y una mujer le responde: “¡Ya salió la toxicidad!” Es editora.
En otro conversatorio sobre literarias constelaciones familiares, un señor dice que todos tenemos una historia que contar. Es cierto. El testimonio de una mujer maltratada o de un niño gazatí tienen valor por su peso político: debemos escucharlos atentamente. Sin embargo, en literatura no basta con tener una historia: hay que saber contar vivencias que se transforman en imprescindibles por la experiencia del lenguaje. Valoramos las palabras como cristalización de lo real que nos conmociona por ser palabra y por cómo esa palabra mira la realidad desde otro sitio.
En ese proceso de comprensión profunda vulneramos la lógica de las superficies deslizantes. Quizá convendría poner en valor esas actitudes y conocimientos, haciéndolos accesibles a todas las clases sociales sin caer en demagogias. Hay algo específicamente literario y simultáneamente político en su construcción contra el discurso tecnocapitalista, que se logra con los aprendizajes y la conciencia de los lenguajes artísticos. Más allá de genialidades, compartimos lo que podemos aprender: en eso, y no tanto en el bucle del fandom, consiste la democratización de la literatura y el regreso de la confianza en la educación.
A la vuelta, parte de la comitiva española se subió al mismo avión que tuvo un problema técnico en pleno vuelo. Nos preguntamos qué habría sucedido si ese avión se hubiese estrellado. No habría habido espacio para tantas necrológicas.
Babelia
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