Lo inmóvil en la rueda del mundo
Me gustaría saber de dónde viene mi atracción por los relojes parados y por esos momentos de inmovilidad que presagian que va a “suceder algo”
Dicen que incluso un péndulo parado lleva la razón dos veces al día. Pero a mí me gustaría saber de dónde viene mi atracción por los relojes parados, por los péndulos detenidos. Es más, me pregunto de dónde vendrá mi atracción por esos momentos de inmovilidad que presagian que va a “suceder algo”. Puede que solo lo haya imaginado: en Los pájaros, de Alfred Hitchcock, un estremecedor instante de silencio precede a la explosión de la gasolinera.
Quietud, estatismo, calma, reposo, inmovilidad, inacción, pueden a veces alarmarnos, porque sabemos que de un momento al otro va a “suceder algo”. ¿Y es bueno que pase algo? Una pregunta lleva a otra. ¿Y es bueno si lo que pasa es, por ejemplo, que nacemos? De esto sabía mucho Laurence Sterne. En Vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy hay un buen número de momentos inmóviles o, mejor dicho, de acciones infinitesimales, que demoran tanto la acción que Tristram no nace hasta el tomo tercero de la novela. Para entonces, ya hemos presenciado cómo, a lo largo de muchas páginas, el doctor Slope, con sus acciones también infinitesimales, se ha ido esforzando por deshacer los apretados y excesivos nudos de la bolsa en la que transporta los instrumentos quirúrgicos destinados a traer al mundo a Tristram.
¿Fue el hiperactivo doctor Slope un especialista en retrasar nacimientos en el condado de Yorkshire? O tal vez fue especialista en crear cápsulas mínimas de parálisis ante la vida, las mismas en las que parecen vivir las figuras femeninas de Ejercicios de inmovilidad, de Sònia Hernández (Acantilado, 2024). Entre los prodigiosos y radicales procesos mentales narrados en este libro, hay uno, el del cuento La fiesta, donde una mujer sabe que, en su terraza, durante el tiempo que ella y una arrogante gaviota permanezcan inmóviles, nada pasará. Puede que ya haya empezado, cerca de su casa, la fiesta anunciada, pero mientras la gaviota que ha visitado la terraza y ella permanezcan en posición tan inmóvil, no habrá fiesta aunque la haya, porque “si ella consigue pensar en otra cosa, la fiesta no existe”.
Ahora, sentado en Barcelona en la terraza del que fuera bar Doria y hoy es bar Jamaica, en lo alto de la Rambla de Cataluña, no veo nada fortuito que esté pensando en ese cuento La fiesta, justo en la misma terraza en la que, hará muchos años, vi con sorpresa que dos poetas de mi generación, los dos enfundados en largos y envidiables abrigos de rojo escarlata, con aires de pensadores salvajes, o de detectives pensativos, se disponían a romper su impresionante inmovilidad para bajar conversando hasta el puerto, imaginé que hablando de la vida y la conciencia, del espacio y del tiempo.
Qué gran momento de inmovilidad aquel tan inmediato a la ruptura de la calma y comienzo del descenso, cuando todo aún era posible, hasta la Revolución, que, como el péndulo, lleva la razón dos veces al día.
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