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Alfred Hitchcock: tan gordo, tan retorcido, tan genial

El cineasta, que murió hace 40 años, hubiera sido el retratista perfecto de esta barbaridad que estamos sufriendo todos

Carlos Boyero
Alfred Hitchcock posando en 1963 en una imagen promocional de su película 'Los pájaros'.
Alfred Hitchcock posando en 1963 en una imagen promocional de su película 'Los pájaros'.Hulton Archive (EL PAÍS)

Me cuentan que hace 40 años que murió un tipo que fue gordo y mofletudo durante toda su existencia y al que recuerdo eternamente ataviado con trajes oscuros y corbatas. Lo del exceso de kilos no es anecdótico. Imagino que a Hitchcock le hubiera encantado tener la pinta y el encanto de Cary Grant, el maravilloso actor al que dirigió en muchas y memorables ocasiones, pero a falta de esos dones físicos, se tuvo que conformar con ser Alfred Hitchcock, una de las más revolucionarias y geniales cosas que le han ocurrido a la historia del cine.

Él tampoco se propuso, desde que era joven, formar parte de los dioses del Olimpo. Se limitaba, como John Ford, a ser el más inteligente y profesional de la clase, a realizar su difícil trabajo mejor que nadie, a perfeccionar el arte de contar historias con una cámara hasta límites sublimes, al deseo permanente de que estuvieran abarrotadas las salas donde se proyectaban sus películas, a que los receptores permanecieran ensimismados, temerosos y emocionados con lo que él narraba en la pantalla, a que el éxito de cada una de sus criaturas se convirtiera en norma y no en excepción, a que el público, en épocas en las que aún no se había puesto de moda el cine de autor, pagara la entrada al ver la firma de un tipo llamado Hitchcock.

No disponiendo de internet, ese sustituto monumental de algo tan valioso conocido como memoria, solo puedo recurrir a ella para recordar títulos, momentos, secuencias, intrigas, miedos, poemas que se inventó este insuperable creador de imágenes, un supremo estilista con tantas cosas que expresar, un conocedor tan profundo como temible de la naturaleza humana, de sus luces, pero ante todo de sus sombras.

Hitchcock hubiera sido el retratista perfecto de esta barbaridad que estamos sufriendo todos. Nadie como él plasmó mejor en imágenes el horror individual o colectivo, la angustia, el peligro abstracto o real

Y creo que no me traiciona la memoria al recordar que el niño Hitchcock supo lo que era el terror cuando su tendero y estricto padre le mantuvo durante una noche en la comisaría para que supiera lo que son el miedo y el respeto a la autoridad. También que solo tuvo una mujer, la guionista Alma Reville, a la cual le pidió matrimonio cuando ella estaba vomitando hasta el alma por la borda de un barco, en medio de una tormenta feroz en el Atlántico.

También cuenta uno de sus biógrafos que en su agonía el hombre gordo repitió más de una vez la palabra “soledad”. Y que, si siempre le gustó el alcohol, en sus últimos años este fue su compañero más habitual. Y, cómo no, le volvían loco las señoras rubias, hermosas, sofisticadas y elegantes. Que, lógicamente, estaban liadas con otros, no con la foca mofletuda. Con alguna, como Grace Kelly, estableció una complicidad que incluía el voyerismo.

Pero con Tippi Hedren, que no le seguía el rollo, se comportó como un intolerable sádico, prescindiendo, en la secuencia de Los pájaros en la que Hedren es atacada en masas por las aves apocalípticas, de los efectos especiales. En su afán de realismo o por sus celos convirtió en real el ataque de los pájaros. Y es probable que su cine sea tan perturbador y extraordinario porque su mente siempre anduvo retorcida, porque no fue una persona feliz a pesar de que su arte alcanzara los cielos, de conseguir una gran fortuna, de ser el director de cine más reconocido y admirado.

Él tampoco se propuso, desde que era joven, formar parte de los dioses del Olimpo. Se limitaba, como John Ford, a ser el más inteligente y profesional de la clase, a realizar su difícil trabajo mejor que nadie

Hitchcock hubiera sido el retratista perfecto de esta barbaridad que estamos sufriendo todos, lo más salvaje, increíble y despiadado que le ha ocurrido a la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial. Nadie como él plasmó mejor en imágenes el horror individual o colectivo, la angustia, el peligro abstracto o real, la pegajosa sensación del miedo, la incertidumbre, los fantasmas que engendran la maldad o la soledad, el monstruo acechándonos a la vuelta de la esquina, en la puerta de al lado o a centímetros de tu cuerpo.

El nombre de Hitchcock nunca aparecía en los guiones. Daba igual quién los escribiera. Su personalidad marcaba de principio a fin todas las historias que filmaba. Y nadie ha poseído una imaginería visual como la suya, la capacidad para que esas imágenes se incrustaran en las sensaciones del receptor. Si el cine hubiera continuado mudo, Hitchcock seguiría intrigándonos, acojonándonos, conmoviéndonos.

Y a veces, como es lógico, el resultado no estuvo a la altura de las expectativas. En su filmografía hay películas menores, pero nunca malas. Si no hubiera abandonado Inglaterra, su cine seguiría siendo muy bueno, pero Hollywood le ofreció los mejores recursos para que este se convirtiera en una obra de arte. Cuenta el excelente guionista y muy divertido y malicioso escritor William Goldman que el cine de Hitchcock fue grande hasta que Truffaut y otros cultivados espíritus le convencieron de la enorme trascendencia y coherencia de su obra, de poseer un universo a la altura de los artistas más intocables. Hitchcock inicialmente mostró cierto escepticismo hacia tanto justificado halago, pero como era humano, le fue encantando que los más inteligentes le consideraran el rey. Según el perverso Goldman, a partir de ahí, Hitchcock hizo películas pensando en la opinión de los críticos. No es cierto, pero tiene su gracia.

Y ahora que todo dios está tan roto que necesita ver comedias y películas relajantes, me entero de que un esperpento claustrofóbico, enfermizo y experimental en el peor sentido, una película titulada El hoyo, de la que solo aguanto los primeros 15 minutos y que se desarrolla en una cárcel vertical, está arrasando entre las apetencias del público de Netflix. Qué desperdicio recurrir a los sucedáneos cuando se puede disfrutar de lo genuino, o sea de Hitchcock, a través de las plataformas digitales.

La pandemia que sufrimos podría estar ilustrada en la imagen final de esa obra maestra titulada ‘Los pájaros’. La familia, acompañada de Tippi Hedren, abandona la casa en la que ha sido acorralada por los pájaros

Él no solo hubiera hecho algo apasionante en una cárcel vertical, sino que estoy seguro de que era el único director capaz de hacer algo hipnótico que se desarrollara en un ascensor. Lo consiguió en Náufragos, rodada en una barca en medio del océano. Si en tan poco espacio era capaz de crear tal tensión, imagínenselo disponiendo de grandes escenarios. Como esos maizales por los que corre Cary Grant perseguido por una avioneta fumigadora en Con la muerte en los talones. Los paseos por San Francisco en los que vaga en estado insomne y completamente desarbolado James Stewart en Vértigo, recordando obsesivamente a la misteriosa y difunta mujer de la que se enamoró, un poema necrófilo que podría haber escrito Edgar Allan Poe. El gélido y calculador Cary Grant de Encadenados, utilizando como señuelo y espía a la mujer que ama y que le ama, haciendo que se case con otro, progresivamente envenenada. Todo para cazar a una organización de nazis. O Rebeca, que comienza con aquella frase mitológica de “ayer soñé que volvía a Manderley”. Extraños que se encuentran en un tren y se hacen la macabra propuesta de matar a la exmujer de uno de ellos a cambio de que este asesine al padre del otro. El rostro de una mujer fugitiva y acorralada en Psicosis, que va conduciendo en medio de la lluvia y de la noche, camino del motel donde la espera el monstruo Norman Bates, tan edípico como enloquecido.

La pandemia que sufrimos podría estar ilustrada en la imagen final de esa obra maestra titulada Los pájaros. La familia, acompañada de Tippi Hedren, abandona la casa en la que ha sido acorralada por los pájaros. Ocurre al amanecer, sus pasos casi van a cámara lenta y las aves asesinas milagrosamente se limitan a observarles y les dejan pasar. Las pesadillas que filmaba Hitchcock dejan huella a perpetuidad.

Lo más gratificante de ellas es que sabes que tienen un final, que al acabar la película te vas a reencontrar con la realidad, que te sentirás aliviado al encenderse las luces de la sala y constatar que no te ocurre nada malo, que tu cuerpo sigue intacto, que el horror solo existía en la pantalla.

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