Los escultores Gregorio Fernández y Martínez Montañés, dos colosos del barroco español reunidos en la catedral de Valladolid
Una exposición de las Edades del Hombre reúne las principales obras de los dos maestros del Siglo de Oro
Los escultores barrocos Gregorio Fernández (1576-1636) y Juan Martínez Montañés (1568-1649) no coincidieron en vida, pero su obra se ha reencontrado cuatro siglos después en la catedral de Valladolid. Las miradas realistas del Cristo atado a una columna o las de los siete protagonistas del Descendimiento de Fernández se topan con el Niño Jesús y el Jerónimo Penitente de Montañés, gracias a la Fundación Las Edades del Hombre, dependiente de la Consejería de Cultura de la Junta de Castilla y León. La catedral vallisoletana reúne desde este martes y hasta el 2 de marzo de 2025 una exposición sobre el legado escultórico de ambos maestros, con unas 70 piezas, así como aspectos que cuentan sus vidas y las de sus discípulos. Estos artistas encarnan una gran aportación de España a la creación artística: el uso magistral de la madera policromada y su empeño, en tiempos de pestes y penurias, por darle belleza y divinidad a esos cristos.
Los comisarios de esta muestra, Jesús Miguel Palomero y René Jesús Payo, han explicado el gran valor histórico y cultural de las esculturas congregadas, un objetivo que venía cuajándose desde 2019. La exposición Gregorio Fernández y Martínez Montañés: el arte nuevo de hacer imágenes ha sido inaugurada por el presidente de la Fundación Las Edades del Hombre, Abilio Martínez; el consejero de Cultura, Gonzalo Santonja, y el Arzobispo de Valladolid, Luis Argüello, también presidente de la Conferencia Episcopal.
El recorrido, bajo la solemnidad del enorme órgano y de una catedral de gran peso artístico, permite contrastar las similitudes y diferencias de Fernández y Martínez Montañés, aquel de origen gallego y afincado en Valladolid —entonces capital de la corte de Felipe III—, como exponente de las artes y estilos castellanos frente a su coetáneo, de origen jienense y representante del barroco andaluz. Una de las principales coincidencias, han señalado los expertos, pasa por el empeño en utilizar la imagen del hijo de Dios de una forma armoniosa, bella, espiritual y como fuente de devoción para romper con la devastación popular en el temprano siglo XVII, con Valladolid, Sevilla y Europa diezmadas por la peste y la sensación de castigo divino: murió un cuarto de la población en la ciudad castellana.
Palomero y Payo han incidido en que ambos escultores beben de los estilos clásicos, desde el Discóbolo de Mirón en el San Bruno de Martínez Montañés, “con un libro y sin un disco, pero en la misma posición”, o el afamado Cristo atado a una columna, de Fernández, con leyendas en torno a él como aquella de que Jesucristo, al saberse tan hermosamente tallado, descendió de los cielos para verse y preguntar: “¿Dónde me miraste que tan bien me retrataste?”, y obtener un “En mi corazón”. Este mito se asemeja al del escultor griego Praxíteles, a quien la mismísima Afrodita habría visitado desde el Olimpo para preguntarle cómo había logrado representarla tan bien si jamás la había visto desnuda. “Son la imagen del bien”, ha recalcado Payo. “Hay que desechar al Dios con rostro apocalíptico y se necesita una imagen que recupere la bondad, es la cara que se mantiene desde entonces hasta la actualidad”. Otro ejemplo clásico: “Hasta que Fidias no hizo el Zeus olímpico, cada uno tenía una imagen de Dios”. A través de esos rostros finos, atractivos y de fácil devoción se configuró un estilo aún vigente para evocar a las divinidades.
Las escuelas andaluza y castellana contrastan, como también puede apreciarse en las procesiones de Semana Santa, por la sangre sobre las obras. Las esculturas de Castilla sí presentan ese carácter “sanguinolento”, perfectamente perceptible en el icónico Cristo yacente: la herida del costado derecho muestra la sangre manando del Mesías, con sus pies y manos enrojecidos por los clavos que lo adosaron a la cruz. La mirada, perdida, sufriente y bella; la boca, entreabierta; barba y cabello largos y cuerpo esbelto bajo ese dogma de belleza barroca. Los comisarios han incidido en el afán de “instruir, deleitar y emocionar” gracias a esa muestra con elementos de procedencia dispar, recopilados en Valladolid para convertir su catedral “en un gran museo de la madera policromada española con los dos colosos de la escultura española del siglo XVII”.
La exposición concluye con el Cristo yacente, el Descendimiento —este felizmente no afectado por la caída, el pasado junio, de la cúpula de la iglesia de Vera Cruz de Valladolid, donde se encontraba— y Santa Teresa de Jesús, del maestro castellano, junto al pulcro Niño Jesús y el colosal y emotivo San Jerónimo penitente del andaluz. Además de por lo estrictamente patrimonial, cultural y artístico, hay otro motivo para visitar la muestra, esta vez sanitario. Un poco antes de esta sala final está el imponente San Cristóbal, de Martínez Montañés, una figura de origen apócrifo con otro misticismo alrededor: “Si lo ves, ese día no te vas a morir de muerte súbita”.
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