Julio Anaya: el artista malagueño que ‘maquilla’ cartones desechados con pinturas clásicas
Tras exponer en galerías y museos de Londres, París, Tokio o Ámsterdam, sus trabajos que emplean como soporte residuos protagonizan ahora una exposición en Barcelona y prepara otra en Málaga para 2025
En el estudio de Julio Anaya (Málaga, 37 años) hay dos balones de fútbol, unos guantes y un saco de boxeo. En una estantería descansan decenas de libros de arte, estética y filosofía. Una sartén, una cafetera y un bol con nueces peladas indican que el malagueño pasa muchas horas entre estas paredes. Todo está plagado de viejos cartones, recogidos de la calle ya sucios y rotos, que él mima como si fueran oro. Son materiales de desecho a los que da una nueva vida: sobre ellos pinta obras clásicas de artistas como Velázquez, Picasso, Frida Kahlo, Vermeer, Hopper o Dalí. Una capa de maquillaje que permite que esa basura sea luego alabada en galerías y museos de todo el mundo. Anaya ha mostrado ya su trabajo basado sobre el trampantojo en París, Londres, Nueva York o Madrid y tiene al mercado asiático en el bolsillo. Cada pieza que hace se vende al instante.
Cercano, sencillo, brillante, Anaya es un apasionado de la historia del arte. Lo demuestra en su conversación, un torrente de palabras que mezclan experiencias vitales con referencias culturales. Su trayectoria personal ya estuvo marcada por la fusión desde su nacimiento: es hijo de un español nacido en Salamanca y una madre filipina que se encontraron a finales de los años 70 en Torremolinos. Criado en el barrio marinero de El Bajondillo, sus progenitores lo apuntaron a una academia de pintura con apenas seis años, donde estuvo hasta los 12 aprendiendo dibujo académico. El fútbol le alejó de lápices y pinceles y una moto de los estudios, pero ya con 21 años, el bachillerato artístico en la escuela de arte de San Telmo, en Málaga, le devolvió a las aulas y al arte. Entonces se formó un año con el pintor hiperrealista Manuel Higueras y luego entró en la facultad de Bellas Artes la ciudad malagueña.
“Yo solo quería aprender a pintar. Y lo que veía en las clases me hizo pensar que todos los profesores estaban locos”, asegura. Pensó en dejarlo, hasta que entendió que lo que trataban de enseñarle aquellos locos es que la realidad es poliédrica, ofrece distintos puntos de vista y tiene muchas formas de interpretarla. Decidió alargar hasta siete años su estancia universitaria para absorber el conocimiento de profesores como Javier Garcerá, las lecturas del filósofo Fernando Castro y trabajos como los de los fotógrafos Daniel Gordon y Joan Fontcuberta. “Todo me ayudó a entender el lenguaje de la imagen”, sostiene.
Su experimentación en el estudio fue obsesiva: “No tenía estilo, saltaba de una cosa a otra. Y me di cuenta de que yo quería poder cambiar. No soportaba la idea de que como artista debía llevar a cabo una obra y sostenerla a lo largo del tiempo con la misma técnica, forma o composición”. Pasaba días enteros encerrado jugando con materiales, barnices, productos, pinturas. “Era mi laboratorio y yo una rata de estudio”, subraya. Empezó a jugar con el trampantojo. Sobre lienzo, pintaba cuadros clásicos y también sus marcos.
Un día acompañó a su amigo el artista y grafitero malagueño Imon Boy a un rincón abandonado y, mientras su colega trazaba con espray, él realizó una de sus obras en una pared. Sacó de contexto su trabajo y funcionó. Empezó a repetir la operación bajo un puente del barrio donde reside, El Palo, al este de Málaga. Y más tarde en lugares desubicados —un espigón, la pared derruida de un cortijo en el campo, el muro de una fábrica— donde ejecutaba obras que quizá nadie nunca llegue a ver: solo él y su entorno más cercano sabe hoy las ubicaciones, para intentar protegerlas. Luego tomaba fotos y las exponía en galerías.
En 2018, con el trabajo de fin de grado recién entregado, una cena a la que no asistió le cambió la vida. En ella, el artista malagueño Javier Calleja mostró al crítico y comisario artístico Sasha Bogojev el trabajo que Anaya había hecho un año antes en la ciudad alemana de Chemnitz durante una beca. Bogojev alucinó. Le entrevistó y publicó el texto en la revista digital Colossal. “Al día siguiente tenía el correo lleno peticiones de información, coleccionistas preguntando por mi obra y propuestas por todo el mundo. Fue una locura”, recuerda quien, desde entonces, no para de encadenar proyectos y vender todo lo que produce. Por aquel entonces, además, dio un giro a su obra cuando un día trazó un paisaje de Friedrich —Mountainous landscape— en un edificio en ruinas. Le gustó tanto el resultado que compró un destornillador y extrajo el pladur sobre el que había pintado. Aquello cambió su visión del arte y le devolvió a trabajar en el estudio, donde hoy tiene ese trabajo enmarcado. “No se vende”, advierte.
Del ‘Guernica’ a ‘Star Wars’
Ahora esas reproducciones de obras reconocidas no están escondidas. El público las puede ver porque las realiza sobre viejos cartones —una caja de Coca Cola, una panadería, el embalaje de un paquete de Correos— que encuentra de cualquier sitio. Elige los más deteriorados. Pedazos de basura que “ofrecen una estructura y una forma más rica que los cartones nuevos”, relata. Tras un proceso de imprimación para darles consistencia y poder pintar sobre ellos, realiza obras reconocidas de Cézanne, Rubens, Sorolla o Vermeer y homenajes a Duchamp o Man Ray. “Es como el protagonista de El club de la lucha [Tyler Durden, interpretado por Brad Pitt] cuando recoge la grasa de las mujeres ricas que se hacen una liposucción para elaborar jabón. Yo utilizo residuos de esta sociedad capitalista y los maquillo para convertirlos, aparentemente, en un objeto de valor”, explica quien incluso ha realizado un trabajo para la Cofradía del Amor, en Málaga.
De la historia del arte a la cultura popular, uno de sus últimos proyectos ha sido la reproducción del Guernica a un tamaño similar al original de Picasso. “Es solo un poco más pequeño porque no cabía en el estudio”, afirma. Se expuso el año pasado en su primera muestra individual en Tokio —ahora se puede ver en el Museo Ruso de Málaga— junto a un gabinete de curiosidades sacadas del imaginario contemporáneo, también pintadas sobre cartón: una videoconsola Game boy, el trofeo del mundial de fútbol, un dinosaurio, unas zapatillas Air Jordan, una bola de Pokémon, la venus de Willendorf y obras de Van Gogh o Warhol. En la ciudad japonesa también mostró, la primavera pasada y en una muestra colectiva, reproducciones en cartón de C-3PO, R2D2 y un casco de las tropas imperiales, todo extraído del universo Star Wars.
Anaya protagoniza hasta el 9 de noviembre una exposición individual en la galería ADN de Barcelona y el año que viene tendrá otra en el Centro de Arte Contemporáneo (CAC) de Málaga. El cartón seguirá siendo su material favorito, pero en su estudio ya acumula otras basuras para experimentar. En el suelo hay ramas, trozos de puertas, maderas extraídas de cubas de obra. “Ofrecen otras posibilidades por sus texturas o sus formas, generan sombras y todo se vuelve más radical. Me encanta dar una nueva vida a estos materiales”, revela. Eso sí, antes de probar tiene que hacer las maletas: se muda de espacio de trabajo, que ahora instalará en su nueva casa, que comparte con su pareja, la también artista Vanessa Morata.
Babelia
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