La última gran batalla de un castillo: convertirse en un salvavidas en la España rural
Fortificaciones como las de Peracense (Teruel), Mula (Murcia) o Sigüenza (Guadalajara) se han transformado en motor económico de sus territorios y en arma eficaz contra la despoblación, con una fuerte implicación vecinal como punto clave
En Teruel, una provincia de poco más de 133.000 habitantes, hay registrados más de 500 castillos. Muchos de estos viejos y ruinosos edificios —cuya restauración precisaría de varios millones de euros— están situados en poblaciones de 15 o 20 habitantes. Los ayuntamientos de esas localidades carecen de recursos siquiera para imaginar un proyecto de restauración. Si la óptica se situara en las comarcas (en lugar de los pequeños municipios), las cifras serían aún más adversas: territorios de apenas 5.000 habitantes tendrían que decidir dónde actuar, de entre más de medio centenar de estos inmuebles con problemas de conservación. Pero, pese a la negrura que arrojan los números, Teruel ha descubierto una llamativa paradoja: buena parte del futuro de su entorno rural depende de estos viejos guardianes. Y los vecinos han comenzado a darse cuenta.
Uno de los ejemplos más visibles se encuentra en Peracense. “Es un pueblo separado de todas las vías de comunicación que, para empezar y gracias a la tenacidad de su gente, ha conseguido colocar un cartel en la autovía para que se sepa que tiene un castillo”, elogia Miguel Ángel Bru, directivo de la Asociación Española de Amigos de los Castillos. “El monumento se ha convertido en un motor de desarrollo no solo para la localidad, sino para toda la comarca del Jiloca”, sostiene Rubén Sáez Abad, arqueólogo y presidente la Asociación para la Recuperación de los Castillos Turolenses (Arcatur). Los números avalan sus palabras. Gracias a su castillo, un pueblo cuya población no alcanza el centenar de habitantes recibe más de 23.000 visitantes al año. De hecho, la fortaleza de Peracense es ya la tercera más visitada de Teruel, tras las ciudadelas de Valderrobres y Mora de Rubielos.
El proceso de recuperación arqueológica y arquitectónica del castillo comenzó décadas atrás, cuando el cierre de unas minas de hierro (Ojos negros) propició que se destinaran allí una parte de los trabajadores para iniciar la reconstrucción. “Se han llevado a cabo intervenciones arqueológicas en paralelo al proceso de restauración, lo que ha permitido aplicar un criterio científico, con el máximo rigor gracias a la labor de arquitectos y arqueólogos”. Aunque Sáez Abad cree que ese “rigor” es vital en la puesta en valor del castillo de Peracense y reconoce su atractivo simbólico y paisajístico —la fortificación, de piedra rojiza, se asoma sobre un espectacular farallón rocoso—, el arqueólogo apunta hacia otro aspecto de igual o mayor importancia: “No solo necesitas un castillo bonito, la clave está en dinamizarlo”. En Peracense se llevan a cabo recreaciones históricas, observación de estrellas o actividades ligadas al cine y la literatura. Más allá de la recaudación por la venta de entradas, el beneficio alcanza a la hostelería y los alojamientos de la comarca, donde “la gente deja una cantidad enorme de dinero”, destaca Rubén Sáez Abad.
Claro que alcanzar el éxito no es tan sencillo como invertir y aguardar los frutos. Para el arqueólogo Miguel Ángel Bru resulta vital la implicación de los vecinos en el proyecto, y pone un ejemplo de lo que puede ocurrir si no se logra su favor. “En el yacimiento de Ciudad de Vascos (Navalmoralejo, Toledo) se lleva invirtiendo dinero medio siglo y lo único que se ha generado es un conflicto político”, valora. Allí, el Gobierno de Castilla-La Mancha destinó un millón y medio de euros para la creación de un centro de interpretación (tras expropiar para ello unos terrenos de forma ilegal, según la Justicia) y otros 350.000 euros en la compra de un barco turístico que transportaría a los visitantes hasta el yacimiento por un afluente del río Tajo. El resultado hoy es que la opinión pública cree que el proyecto es un derroche de dinero, el recinto está clausurado y la comunidad intenta deshacerse del barco sin éxito, tras ofrecerlo numerosas veces en subasta.
Un nítido ejemplo de ese compromiso social se puede hallar en Mula, un municipio murciano de 17.000 habitantes que acaba de hacerse con la titularidad de su castillo, después de un increíble —seguramente, de novela— litigio que ha durado cerca de quinientos años. Tras siglos de guerras y avatares históricos con la imponente fortaleza como protagonista, los vecinos lograron el pasado mes de marzo convertirse en los únicos dueños del monumento, tras entregar el ayuntamiento a los copropietarios una cuantía económica de 340.000 euros. El caso “es la lucha de un pueblo por recuperar su símbolo, primero contra los marqueses de los Vélez, en un pleito de 300 años y, más tarde, contra la familia Bertrán de Lis, propietaria legítima de un edificio que tenía abandonado”, resume José Antonio Zapata, arqueólogo municipal de Mula. La publicación de su monografía sobre el castillo alentó la creación de una plataforma que ha sido esencial en el éxito de la expropiación.
“El castillo es la piedra angular del futuro de Mula, que posee un patrimonio muy importante a 30 minutos de Murcia”, valora el arqueólogo municipal. La puesta en valor de una villa romana (Los Villaricos) y la apertura de un museo en un antiguo convento han multiplicado el número de visitantes en los últimos años, con cifras que seguirán creciendo en año y medio, cuando tienen prevista la apertura de la fortaleza. “Todo el mundo nos pide subir al castillo”, revela Zapata. Antes, deberán acometer una importante inversión —han solicitado 2,6 millones de euros en la convocatoria del 2% Cultural— que devuelva a su máximo esplendor espacios del conjunto renacentista como la torre del homenaje, la alcazaba andalusí o la plaza de armas, dentro de un conjunto donde el ayuntamiento ha efectuado ya sucesivas intervenciones de emergencia.
Tanto Peracense como Mula confían en convertir sus castillos en un motor económico fiable, dentro de una España rural envejecida y condicionada por la emigración. Un proceso que ya han llevado a cabo con éxito no pocas poblaciones que, en las últimas décadas, han apostado por transformar sus ciudadelas en establecimientos hoteleros de referencia. La fórmula la conoce especialmente bien Sigüenza (Guadalajara), cuyo extraordinario castillo abrió las puertas como parador en 1978. “Desde el punto de vista económico, la restauración del edificio ha sido muy positiva para Sigüenza, que hoy no solo tiene un montón de habitaciones, sino también espacios para celebrar congresos o conciertos”, estima Miguel Sobrino, autor del libro Castillos y murallas (La esfera, 2022). “Lo malo —continúa— es que la rehabilitación no fuera más cuidadosa desde el punto de vista arquitectónico”.
Más allá de consolidarse como el gran símbolo de Sigüenza junto con la catedral, en la intervención se cometió “un gran pecado”, que consistió en “eliminar las diferentes huellas de su historia” para “unificar el edificio en una fortaleza medieval”. Miguel Sobrino cree que el criterio utilizado, más que responder a la corriente medievalizante que germinó en el siglo XIX, tuvo que ver con lograr “la imagen simplificada que el turista espera de un castillo”. Para el investigador, la construcción de paradores en fortificaciones suele provocar serios daños en la estructura original, y pone como ejemplo la controvertida reforma llevada a cabo en Lorca (Murcia). Aunque no todo es negativo. El aprendizaje a raíz de intervenciones “destructivas y violentas” como esta última ha inspirado otras más respetuosas y creativas, como el caso de Molina de Aragón (Guadalajara). El nuevo parador —que abrirá el próximo septiembre— ha sido emplazado extramuros, como si rindiera pleitesía a su fortaleza, el símbolo en el que seguramente depositen buena parte de las expectativas de futuro.
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