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MÚSICA CLÁSICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Los extremos se tocan en el festival de Utrecht

Maneras diferentes y casi contradictorias de entender la interpretación de la música antigua se suceden en la ciudad neerlandesa, donde el grupo español Cantoría vuelve a triunfar en medio de una gran expectación

El grupo Cantoría durante el concierto que ofrecieron en la Pieterskerk el martes por la tarde.
El grupo Cantoría durante el concierto que ofrecieron en la Pieterskerk el martes por la tarde.FOPPESCHUT
Luis Gago

Hay muchas maneras de interpretar lo que el musicólogo Samuel Rubio llamó, en un estudio que llegó a traducirse al inglés y que se publicó originalmente en 1956, la “polifonía clásica”, entendiendo por tal la de los siglos XV y XVI, su época de mayor esplendor. Algunos grupos optan por hacerlo a capela, mientras que otros prefieren doblar, total o parcialmente, las voces con uno o varios instrumentos (de teclado, de viento, de cuerda). Los hay que prefieren tener un solo cantante por voz, mientras que otros se decantan por doblarlas, triplicarlas o, incluso, por interpretaciones abiertamente corales. No faltan defensores de no utilizar voces femeninas, como antaño, por estar prohibido su uso en las iglesias, pero, ante las diferencias entre los contratenores de hoy y los tiples de antaño, son muchos los que confían a mujeres las partes más agudas, que los más valientes (o, mejor, los coros con una tradición secular en este sentido, como los británicos: recuérdese el funeral de Isabel II en la Abadía de Westminster) deciden encomendar incluso a voces infantiles. Los grupos más o menos reducidos suelen interpretarla sin un director nominal, mientras que la mayoría prefieren no prescindir de esta figura, camuflada a veces como una especie de primus inter pares, una figura más o menos similar a lo que en el ámbito orquestal solía denominarse el violino concertatore.

En esta edición dedicada a Sevilla (y, por extensión, España y Latinoamérica) por el Festival de Música Antigua de Utrecht, raro es el día en que no pueden escucharse aquí varios conciertos de polifonía vocal, y poco a poco han ido asomando muchas de estas opciones interpretativas (exceptuados los niños, de momento). Con todas las entradas vendidas desde hace días para ambos conciertos, el martes y el miércoles llegó el turno del grupo español Cantoría, que el año pasado triunfó de manera incontestable con un programa dedicado a las Ensaladas de Mateo Flecha. En la primera de las tres actuaciones a que ha dado lugar este año aquel aplaudidísimo debut, en idéntica iglesia que entonces (la Pieterskerk), aunque esta vez en horario vespertino, el festival había decidido rebautizarlo como Cantoría XL, ya que los cuatro cantantes de entonces se mudaban ahora en ocho, reforzados, además, por un órgano positivo. Las obras elegidas no admitían otra posibilidad, ya que cuatro de ellas están escritas originalmente a ocho voces. Jorge Losana, el director artístico del grupo, optó en el resto de las piezas (a cuatro, cinco y seis voces) por utilizar siempre a todos los cantantes, con lo que el público pudo disfrutar en un mismo concierto de dos de las opciones antes referidas.

Cubierta de la única publicación de obras del compositor sevillano Juan Navarro, en una imagen de la Universidad de Valladolid.
Cubierta de la única publicación de obras del compositor sevillano Juan Navarro, en una imagen de la Universidad de Valladolid.

El programa estaba construido a modo de diálogo entre Tomás Luis de Victoria, una de las luminarias de nuestra polifonía renacentista, y Juan Navarro, que desarrolló la habitual carrera nómada como cantor y maestro de capilla en varias catedrales españolas (Jaén, Málaga, Valladolid, Ávila, Salamanca, Ciudad Rodrigo, Palencia). Sabemos que cantó bajo la dirección de Cristóbal de Morales (quizá también uno de sus maestros) y cabe conjeturar que él mismo formara a su vez a un joven Victoria durante su etapa abulense. Insólitamente para los usos españoles de la época, su única publicación vio la luz en Roma 10 años después de su muerte, en 1590, y en la cubierta de esta colección de salmos, himnos y magnificats para el año eclesiástico, de la que se conserva una copia manuscrita realizada en Évora nada menos que dos siglos después, en 1790, se lee Ioannis Navarri Hispalen, lo que da fe de sus orígenes sevillanos (bien de la propia ciudad o de la cercana Marchena, donde cantó en los inicios de su carrera en la capilla del Duque de Arcos). ¿Qué mejor, por tanto, que contraponer las composiciones del posible maestro y del genial discípulo en esta moderna Traiectum Hispalense? Con excelente criterio, la primera pieza de Navarro que interpretó Cantoría fue el Dixit Dominus del primer tono que abre la publicación póstuma de 1590.

Pero antes de este salmo a cuatro voces, marcadamente homofónico, en el arranque mismo del concierto, escuchamos una deslumbrante antífona a ocho de Tomás Luis de Victoria, Ave regina caelorum, y, aunque siempre es mejor evitar las comparaciones, la realidad acabó imponiéndose por sí sola: el discípulo superó con creces al maestro. En una Pieterskerk atestada, muchos estarían preguntándose si el desconocido cuarteto que había cantado las Ensaladas de Flecha hace ahora un año volvería a conquistarlos en un repertorio radicalmente diferente y con la incorporación de cuatro nuevos cantantes. Y bastaron los primeros compases para constatar que la metamorfosis operada no aminoraba, sino que multiplicaba las virtudes del grupo español. Fue llamativo que Losana confiara las primeras entonaciones en canto llano –al comienzo y en las piezas alternatim– a dos de los nuevos cantantes, el tenor Martí Doñate y el bajo Lluís Arratia, que, lejos de amedrentarse con la responsabilidad (el concierto lo transmitía también en directo la televisión del festival), hicieron gala de un aplomo y una seguridad pasmosos. En las composiciones a dos coros de Victoria, Losana tampoco contrapuso a los –digamos– miembros de pleno derecho versus los refuerzos obligados, ni colocó siempre juntos a los dos cantantes del mismo registro, sino que fue entremezclando a unos y otros, del mismo modo que cambió también constantemente su ubicación en función de las diferentes piezas, sin que nadie pudiera percibir prevalencia alguna de unos sobre otros.

Aspecto que presentaba la Pieterskerk durante el concierto de Cantoría el martes por la tarde.
Aspecto que presentaba la Pieterskerk durante el concierto de Cantoría el martes por la tarde.Foppe Schut (Foppe Schut)

Quizá la máxima virtud de una buena interpretación polifónica sea la de la fluidez: la música debe avanzar siempre con una dirección y dentro de unos márgenes claros, como el agua de un arroyo. Unas veces se remansa, otras acrece su ímpetu, por momentos parece casi detenerse, o dibujar meandros, con las diversas cadencias a modo de mojones que van delimitando su curso y su destino. Todo el concierto de Cantoría fue un continuum solo interrumpido por las breves improvisaciones al órgano que tocó, con gran discreción, Marina López y que servían tanto de referencia tonal como de paréntesis para reubicar las posiciones de los cantantes. Con una afinación perfecta (el secular talón de Aquiles de los grupos españoles), una concentración máxima, una madurez insólita para su edad, y sin más pauta que las leves y ocasionales oscilaciones de los brazos —partitura en mano― de Losana, la excelencia resultante debía mucho, por supuesto, a los ensayos previos, pero otra virtud del grupo español es no transmitir la más mínima sensación de rutina. Todo suena natural, espontáneo, inevitable.

El entendimiento entre Inés Alonso y Victoria Cassano, entre Oriol Guimerà y Daniel Folqué, entre Martí Doñate y Jorge Losana, o entre Lluís Arratia y Víctor Cruz, aun poseedores de tipologías vocales diferentes, fue total, en igual medida cuando cantaban conjuntamente y cuando habían de contraponerse en dos coros. Se acumulaban los cruces de miradas –como siempre que se canta este repertorio sin director–, que al final, cuando atronaron los aplausos, se tornaron en los cantantes más expresivos, con Losana al frente, en risas satisfechas y exultantes. En homenaje a Hilarión Eslava, que recuperó la memoria de Juan Navarro incluyendo cinco obras suyas (aunque no es seguro que su atribución de la autoría sea correcta) en el segundo volumen de su Lira Sacro-Hispana en 1852, Cantoría ofreció fuera de programa O sacrum convivium del compositor navarro. Y el viernes cantará este mismo repertorio en el festival Laus Polyphoniae de Amberes, el más prestigioso de su especialidad.

Cantoría y el vihuelista Pablo FitzGerald durante su concierto del miércoles en la Pieterskerk.
Cantoría y el vihuelista Pablo FitzGerald durante su concierto del miércoles en la Pieterskerk.FOPPESCHUT (Foppe Schut)

Lo que llevábamos esperando desde hace años, décadas, ¿siglos?, por fin está aquí: un grupo español joven, serio, más que sobradamente preparado y desbordante de talento y ganas de hacer las cosas bien, capaz de cantar polifonía renacentista a un nivel comparable al de las mejores agrupaciones extranjeras, y con su propia idiosincrasia. Si nada se tuerce, y lo personal no acaba haciendo mella en lo profesional (como tantas veces sucede), tanto por lo que ellos parecen llamados a hacer como por el afán de seguir su ejemplo que sin duda despertarán entre sus colegas actuales y futuros, Cantoría va a abanderar una revolución absolutamente necesaria y acabar por fin con la triste paradoja de que nuestra mejor música, parangonable a cualesquiera otras maravillas europeas de su tiempo, lleve años, décadas, ¿siglos?, sin contar con intérpretes que le hagan verdaderamente justicia.

El día siguiente, en la misma iglesia, de nuevo a rebosar, Cantoría ofreció su segundo concierto, esta vez con tan solo cinco cantantes y el vihuelista Pablo FitzGerald. En el programa alternaban cuatro bloques con otras tantas villanescas y canciones espirituales de Francisco Guerrero (agrupadas conceptualmente y con parejas de obras a cinco voces cerrando los dos últimos bloques) y piezas para vihuela de Alonso Mudarra, dos compositores sevillanos. Aquí la polifonía es muy diferente, mucho menos exigente técnicamente, con frecuentes pasajes homofónicos, pero igual de expuesta para las cinco voces, con guiños madrigalísticos (Vana esperanza) y ocasionales semejanzas con las Ensaladas de Mateo Flecha (Apuestan zagales dos). Se tomaron decisiones para incrementar la variedad (confiar la primera estrofa a los dos tiples y la segunda a las cuatro voces en Pan divino y graçioso, o transportar descendentemente O Virgen, quand’os miro, con Oriol Guimerà cantando en solitario la segunda estrofa), pero con idéntico respeto a los originales que el día anterior y sin superposiciones indeseadas.

La Accademia del Piacere durante su concierto del pasado martes en la Sint-Augustinuskerk.
La Accademia del Piacere durante su concierto del pasado martes en la Sint-Augustinuskerk.Marieke Wijntjes

Esta vez con levísimos deslices, el cuarteto titular de Cantoría y la soprano Victoria Cassano consiguieron lo esencial en este repertorio: transparencia en las texturas musicales y plena inteligibilidad de unos textos con un claro carácter edificante. En sus solos, Pablo FitzGerald causó también una sensación excelente: todos estos jóvenes parecen cortados por el mismo patrón en cuanto a su preparación técnica y su seriedad. La interpretación de la música antigua cuenta ahora, sin duda, con la mejor generación de músicos en décadas, aunque no todos compartan los postulados de Cantoría, de lo que habíamos tenido un buen ejemplo el lunes con el concierto de la Accademia del Piacere en la Sint-Augustinuskerk, cuyo programa tenía también como eje las villanescas de Guerrero. A pesar de interpretarse varias a cinco voces, había sólo cuatro cantantes, que estuvieron dobladas casi en todo momento por tres violas da gamba (de sonoridades atronadoras), vihuela, órgano y, por supuesto, percusión. El resultado: era imposible entender ningún texto en medio de un auténtico totum revolutum. Tan solo la soprano Alena Dantcheva salvó más o menos los muebles de una propuesta a ratos descabellada y casi siempre chapucera, que despierta la sospecha de que en este tipo de estética filosavalliana importa más la interpretación que la propia música o, si se quiere, prima la concesión al aplauso fácil y seguro sobre la traducción fiel y sin alharacas de las partituras. Un mérito adicional de Cantoría es que consigue idéntico éxito —o mayor― sin introducir elementos espurios ni convertir sus conciertos, como hace la Accademia del Piacere (y la expresión es de un músico que ha actuado aquí estos días en Utrecht), en auténticos happenings: no está mal visto en absoluto.

La cantaora María José Pérez, la bailaora María Moreno y el Euskal Barrokensemble en el Hertz el pasado lunes. Sentado, con camisa azul y tocando la vihuela, el director del grupo, Enrike Solinís.
La cantaora María José Pérez, la bailaora María Moreno y el Euskal Barrokensemble en el Hertz el pasado lunes. Sentado, con camisa azul y tocando la vihuela, el director del grupo, Enrike Solinís.FOPPESCHUT

Otra cosa es, por supuesto, cuando no juegas con las cartas marcadas y las enseñas abiertamente de entrada, que es exactamente lo que hizo también el lunes, en el Hertz del Vredenburg, el Euskal Barrokensemble, que presentaba un programa en torno, sí, a El amor brujo de Falla. La presencia en el escenario de un trombón moderno, de un contrabajo moderno, de percusión moderna, de un violín barroco, de flautas dulces, de una cantaora y una bailaora flamenca o de un lavta (un laúd turco) demuestra que se renuncia a toda pretensión de lo que suele llamarse autenticidad. El grupo de Enrike Solinís propone una relectura absolutamente personal de repertorios muy diferentes, fusionados gracias al inmenso talento y la arrolladora personalidad del músico bilbaíno, aunque por sus posturas de guitarrista flamenco, sus maneras de improvisar y su melena a lo Camarón parece nacido en Jerez o San Fernando. Todo lo que hicieron tuvo sentido y estaba perfectamente armado técnica y conceptualmente, por mucho que se apartaran de los originales. Oriente y Occidente, jazz, flamenco y música antigua, todo cabía en un concierto a caballo entre la improvisación y los arreglos escritos, coronado con un éxito enorme que llevó a la interpretación fuera de programa del Zorongo que armonizó Federico García Lorca.

Un gesto característico de Marco Mencoboni dirigiendo a Cantar Lontano en el Vredenburg el pasado lunes.
Un gesto característico de Marco Mencoboni dirigiendo a Cantar Lontano en el Vredenburg el pasado lunes.FOPPESCHUT

El miércoles, en solitario, en la íntima sala Cloud Nine del Vredenburg, Solinís volvió a conquistar al público con su musicalidad y su simpatía (“hablo inglés muy, muy, muy mal”, confesó chapurreando la lengua de Shakespeare, “pero prefiero estar por la montaña a ponerme a estudiar inglés”), mezclando de nuevo estilos, instrumentos y épocas, e impregnando todo con una musicalidad libre, genuina y de muchos quilates. ¡Qué bien ha hecho en dejar de ser uno más en otros grupos al dictado de grandes egos y fundar el suyo para infundirle sus propios valores! Su última genialidad, tras un concierto que se ajustaba a lo anunciado en el libro del festival solo por aproximación, consistió en hacer desembocar, ya fuera de programa, una Sonata de Fernando de Eguiguren a modo de guajira en los Canarios de Gaspar Sanz. A este hombre le sale la música a borbotones por todos los poros. Disfruta y hace disfrutar.

Otra comparación interesante fue la que pudo hacerse entre los dos conciertos celebrados en la sala grande del Vredenburg el lunes y el martes. En el primero, Marco Mencoboni planteó, en su marco litúrgico, un servicio de Vísperas con música de los tres gigantes: Victoria, Morales y Guerrero, además de su amado Diego Ortiz (de quien ya interpretó aquí en 2019 otras Vísperas con música exclusivamente suya). El italiano posee, como Solinís, el don de la comunicatividad (además del sentido del humor y de una risa fácil): ponen un pie en el escenario y al momento conectan con el público. Esta conexión, a pesar de puntuales imperfecciones y desajustes, fue a más durante su concierto y alcanzó su punto más alto justo al final, cuando decidió repartir a todos sus músicos por las galerías superiores del Vredenburg durante la interpretación de la antífona Alma redemptoris mater, de Diego Ortiz. Bailando literalmente, casi como un derviche giróvago a cámara lenta, orientándose hacia uno u otro grupo de instrumentistas y cantantes, en aparente éxtasis, logró ese imposible que a veces se produce en una sala de conciertos: una catarsis emocional colectiva.

Paul McCreesh y los Gabrieli Consort & Players en su fallido concierto ofrecido en el Vredenburg el pasado martes.
Paul McCreesh y los Gabrieli Consort & Players en su fallido concierto ofrecido en el Vredenburg el pasado martes.FOPPESCHUT

El día siguiente, en idéntica sala, no se vivió nada ni lejanamente parecido. Los Gabrieli Consort & Players recuperaron un antiguo proyecto de 1995: la reconstrucción de una misa para la fiesta de San Isidoro de Sevilla hacia 1590. Su director, Paul McCreesh, recordó que llevan 30 años sin interpretarla, y vaya si se notó. Los instrumentistas de viento, remedando a los antiguos ministriles, tuvieron una tarde aciaga y los cantantes, como tienen oficio para dar y tomar, maquillaron más o menos el desastre, sin hacer demasiado caso de los gestos innecesarios con que los dirigía un desubicado McCreesh. Un asiduo del festival comentó al acabar que todo este enfoque —puntero en su momento― había envejecido muy mal. No le faltaba razón, pero el quid estriba quizá más en la actitud (rutinaria en este caso), en la falta de credibilidad (frente a esa aura casi profética de la que sabe revestirse Mencoboni o esa genialidad siempre imprevisible de la que hace gala Solinís) y, por supuesto, en la importancia de los ensayos y el trabajo previo (que han debido de ser raquíticos en el caso de los Gabrieli). La interpretación musical es un fenómeno lleno de misterios (“que en al alma se esconden”, recordando a John Donne) y muchas veces resulta muy difícil explicar por qué pasan las cosas que pasan, pero no por ello hay que dejar de intentar racionalizar y aventurar explicaciones para entender el porqué de las emociones súbitas e irresistibles.

Intimidad y recogimiento absolutos en el recital de clavicordio de Menno van Delft en la capilla de Santa Gertrudis el lunes por la noche.
Intimidad y recogimiento absolutos en el recital de clavicordio de Menno van Delft en la capilla de Santa Gertrudis el lunes por la noche.Marieke Wijntjes

Para terminar, un breve apunte sobre algunas propuestas intimistas de estos últimos días, todas ellas nocturnas. La más reseñable, quizá, un concierto ofrecido el martes por la noche por el príncipe de los clavicordistas actuales, el neerlandés Menno van Delft, en un espacio nuevo conquistado por el festival: la diminuta capilla de Santa Gertrudis. Tan solo medio centenar de personas pudimos disfrutar en penumbra del más esquivo y volátil de los instrumentos de teclado con interpretaciones inigualables de música italiana (Macque, Rodio, Valente, Severino, Trabaci) y española (Cabezón, Peraza, Correa de Araujo, Aguilera de Heredia), incluida, como propina, la mejor versión, de las varias que se han escuchado aquí estos días a la vihuela, de la Fantasía que contrahaze la arpa en la manera de Ludovico, de Alonso de Mudarra (quien nos recuerda en su libro impreso en Sevilla que “es difficil hasta ser entendida”). El martes, también por la noche, Jonatan Alvarado y Ariel Abramovich interpretaron un apasionante programa con música de Huehuetenango conservada en manuscritos guatemaltecos. El tenor argentino es un cantante sui géneris, que utiliza la voz casi como si fuera un instrumento y con una asepsia expresiva que roza casi el ascetismo. Su compatriota es también amante de la pureza y la transparencia, y su vihuela jamás incurre en acentuaciones innecesarias o en brusquedades de ningún tipo, pero no está claro que su propuesta pueda mantener ininterrumpidamente la atención de sus oyentes durante una hora, y es que tanta contención, tanta ingravidez, tanta neutralidad, tan pocos contrastes, corren el riesgo de despertar la monotonía.

Anthony Romaniuk toca el fortepiano en la sala Cloud Nine del Vredenburg el miércoles por la noche.
Anthony Romaniuk toca el fortepiano en la sala Cloud Nine del Vredenburg el miércoles por la noche.FOPPESCHUT

No hubo asomo alguno de ella, sin embargo, el miércoles por la noche en el concierto de Anthony Romaniuk, que planteó un constante diálogo entre la Música callada de Mompou (en un moderno piano de cola) y sonatas de Sebastián de Albero, Carlos Seixas y Alberto Gomes da Silva (en un fortepiano). Con extrema sensibilidad e inteligencia, el joven pianista australiano, poseedor de una voz propia, consiguió lo que parecía imposible: difuminar las fronteras entre uno y otro instrumento, equiparar estatismo y movimiento, y lograr que lo antiguo pareciera moderno y lo moderno, antiguo. Como puede verse, lo grande y lo pequeño, la juventud y la madurez, la fidelidad y la fantasía, la autenticidad y el fingimiento, conviven estos días armoniosa y peligrosamente en Utrecht.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.
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