‘Traiectum Hispalense’, o de cómo Sevilla y sus músicas copan estos días las calles de Utrecht
El festival neerlandés elige la ciudad andaluza como centro neurálgico de una programación torrencial que explora también sus fuertes conexiones con Latinoamérica
La secuencia temporal ha vuelto a repetirse como un clavo. En 1992, como parecía casi obligado por la gran efeméride de aquel año, el Festival de Música Antigua de Utrecht, entonces dirigido aún por su fundador, Jan Nuchelmans, dedicaba mayoritariamente su programación a la Música de la península Ibérica. En 2008, con Jan Van den Bossche al frente, el título para englobar toda la programación fue –en español– Siglos de oro. Y ahora, transcurridos de nuevo otros 16 años, el director actual, el belga Xavier Vandamme, ha optado por una especie de sinécdoque musical al decidir titular la presente edición simplemente Sevilla, tomando la ciudad andaluza como una suerte de parte por el todo, es decir, no sólo como una productora editorial y musical de primer orden, sino también como un centro neurálgico de la vida musical española en el Renacimiento y el primer Barroco, por un lado, y como el principal foco de irradiación de partituras, músicos y prácticas interpretativas desde nuestro país hacia Latinoamérica, por otro: todas las nuevas catedrales americanas tomaron a la de Sevilla como modelo. Para ilustrar la cubierta del programa de 1992, Marco Borggreve, el sensacional fotógrafo neerlandés, viajó precisamente a Sevilla, donde, vihuela en mano, hizo varias fotografías a gente anónima que pasaba por la calle. Una de ellas sirvió de cartel del festival y otras 10 se reprodujeron como la imagen de portada de los programas de los conciertos. Ahora se ha optado por un sencillo dibujo en el que las naranjas y el azahar enmarcan una ventana que deja ver un cielo intensamente azul.
Las simultaneidades (conciertos que comienzan a la misma hora y que obligan a decantarse de antemano necesariamente por uno u otro), cada vez más frecuentes en la programación de los últimos años en Utrecht, han alcanzado esta vez incluso a la inauguración el viernes por la tarde. Y aunque la propuesta de Graindelavoix en la Jacobikerk, con música de tres compositores portugueses (Manuel Cardoso, António Carreira y Francisco de Santiago, este último maestro de capilla de la catedral de Sevilla entre 1617 y 1643) que muy raramente puede escucharse, era sumamente atractiva, el sentido común –y de la obligación– apuntaba en dirección a la catedral y otro programa, no menos interesante, planteado por uno de los dos grupos residentes de esta edición (el otro es el español Cantoría): Música temprana, que traduce literalmente la expresión inglesa para la música antigua (early music) y que es, desde hace años, uno de los principales artífices de la recuperación de la música latinoamericana renacentista y, sobre todo, barroca.
Su director, Adrián Rodríguez Van der Spoel, tiene un pie a ambos lados del océano, como delatan sus dos apellidos, y es una figura cercana y familiar para los asiduos de este festival, donde, con los años, ha ido tocando prácticamente todos los palos. El programa que ha confeccionado para su concierto inaugural, que incluía varias transcripciones propias, ha de entenderse casi como una declaración de intenciones de lo que quiere ser este año el festival. Impecable en su secuencia de piezas y en su conformación, el músico argentino se ha reunido también de un grupo de cantantes e instrumentistas de primer nivel, tanto europeos como latinoamericanos. Todo sonó perfectamente pensado y cuidadosísimamente ensayado, quizá con solo dos peros. La primera música que se escuchó, el extraordinario motete a tres coros de Francisco Guerrero Duo seraphim, para la fiesta de la Santísima Trinidad, impreso en Venecia en 1589 dentro de su Liber Secundus de Mottecta, era, probablemente sin discusión posible, la de mayor calidad de todo el programa, cuando intérpretes y público estaban aún fríos. Por otro lado, el problema de un programa de estricto diseño como este, confeccionado ad hoc, es que en su primera interpretación acusa inevitablemente la novedad y la falta de rodaje. Con todos extremadamente concentrados y pendientes de no cometer ningún error (una entrada falsa, una desafinación inoportuna), con tempi tendentes a la lentitud y un cierto carácter contemplativo, una mayor relajación y un perceptible disfrute no llegaron hasta las coplas de Oigan, escuchen, atiendan, de Juan de Araujo, un compositor español que estuvo en activo en Guatemala, Cuzco y Sucre. Fue entonces, probablemente no por casualidad, cuando el público se animó a aplaudir espontáneamente: el hielo, por fin, se había roto.
Por lo demás, todas las músicas, con profusión de las conservadas en fuentes americanas, sonaron a las mil maravillas, nítidas en su policoralidad, con un nutrido grupo instrumental (incluido el lujo de tres arpas de fisonomías muy diversas) para doblarlas y un quinteto de cantollanistas en lo alto del otro extremo de la catedral, quizá los más dubitativos de todos, para las numerosas piezas alternatim (con una constante alternancia de polifonía y monodia en los distintos versos) y que se incorporaron con el resto de los músicos al altar en La salve para la Virgen, una pieza anónima en chiquitano que cerraba el programa y en la que Rodríguez Van der Spoel se animó a tocar el bombo legüero de su Argentina natal. La experimentadísima Olalla Alemán cumplió muy bien con su cometido solista y entre las caras menos familiares destacó el entusiasmo y el buen hacer de otra soprano, la letona Dārta Liepiņa. Magnífica, como siempre, Victoria Cassano, una habitual de Vox Luminis a la que va a acumulársele el trabajo en este festival (formará parte también de Cantoría). Como propina, pasados ya los nervios y la tensión de la responsabilidad, todos interpretaron Hannacpachap cussiuinin, un himno procesional en quechua que sirvió para remachar el gran mensaje subliminal de este concierto: Sevilla es solo la excusa, la punta del iceberg si se quiere; el protagonismo aquí es y va a ser compartido entre España y América, incluidas las músicas y las lenguas autóctonas de esta última.
El domingo por la tarde, también en la catedral, Música Temprana repitió con un programa inspirado en El viage de Hierusalem, una suerte de documental sonoro construido a partir de varios pasajes del relato que Francisco Guerrero, otro maestro de capilla de la catedral de Sevilla, hizo de su viaje a Tierra Santa, publicado por primera vez en la ciudad hispalense en 1592 por el impresor Juan de León y reeditado en numerosas ocasiones: lo más parecido casi a un superventas de la época. Adrián Rodríguez Van der Spoel volvió a construir aquí una secuencia de textos y músicas que funciona como un mecanismo de precisión. Dividido en cinco bloques (Llegada a Jerusalén; Jerusalén y el camino al calvario de Cristo; Belén; La iglesia del calvario y el Santo sepulcro; Regreso a España), tanto las piezas elegidas (todas del propio Guerrero, excepto un motete y una lamentación de su maestro Cristóbal de Morales, y que van desde el obligado Urbs Jerusalem beata hasta el motete Ego flos campi) como los pasajes del diario de viaje, leídos en español por la soprano Olalla Alemán, articulan un todo perfectamente coherente.
Con muchos menos músicos que el viernes, también fueron acertadas todas las decisiones interpretativas, desde los tres interludios tocados al oud en la nave central por el palestino Nizar Rohana (aplaudidísimo al final, por motivos tanto musicales como extramusicales) para plasmar el tipo de música autóctona que pudo escuchar Guerrero en Tierra Santa, hasta la sustitución de voces por instrumentos en varias de las piezas, como sucedió en O Domine Jesu Christe (soprano y tenor), Quis vestrum (con las cuatro voces masculinas cantando al unísono el Pater noster), Venite et noli tardare (con las femeninas cantando la parte del segundo tiple, siempre con el mismo texto) o, ya en lengua vernácula, O Virgen, quand’os miro (dos sopranos: espléndidas Luciana Cueto y Victoria Cassano). Cuando sí que participaban todos los cantantes (a los que se unió ocasionalmente el propio Rodríguez Van der Spoel cantando la parte de tenor), se agrupaban en torno a un solo atril a la manera de moderno facistol. No hubo un solo segundo de aburrimiento.
Cantica Symphonia ha ofrecido, sábado y domingo, dos conciertos monográficos y prácticamente perfectos. El primero, en la Sint-Catharinakathedraal, contó exclusivamente con obras de Cristóbal de Morales, “la luz de España en la música”, como lo calificó Juan Bermudo. El segundo, en la Sint-Augustinuskerk, eligió a otro compositor señero de una generación anterior, Francisco de Peñalosa, casi estricto coetáneo de Josquin des Prez. Ambos tienen en común que pueden parangonarse con cualquiera de sus mejores contemporáneos europeos: dos genios, dos portentos, a pesar de lo cual su música se escucha únicamente en España de higos a brevas. Giuseppe Maletto atesora ya una larguísima trayectoria como intérprete y director de polifonía (su Guillaume Dufay, por ejemplo, permanece insuperado) y, aunque tradicionalmente se ha movido con mayor soltura en el repertorio –sacro y profano– de los siglos XIV y XV, aquí ha impartido una lección magistral de cómo abordar la polifonía española del siglo XVI, con maneras y sonoridades muy alejadas de las características de los grupos británicos, los más fieles y constantes valedores de este repertorio durante décadas, aunque Cantica Symphonia celebrará el próximo año su trigésimo aniversario: ahí es nada.
Si el concierto de Morales fue estrictamente a capela, Maletto decidió incorporar en el dedicado a Peñalosa a un trombonista (Mauro Morini) para reforzar el cantus firmus que aparece en el tenor de todas las secciones del Ordinario de su Missa Adieu mes amours, que toma su título (y ese motivo recurrente) de la chanson homónima de Josquin, interpretada en el arranque del concierto. Entre las secciones, y como conclusión, escuchamos cinco motetes hondos y sombríos del propio Peñalosa, que contienen música de tal calidad que uno de ellos, Sancta Mater, istud agas, aparece atribuido en algunas fuentes al mismísimo Josquin. En ambos conciertos, Maletto distribuyó y seleccionó a los cantantes, cuyas voces conoce mejor que nadie, con verdadera sabiduría y, salvo un despiste puntualísimo de las sopranos en Salve Regina de Morales, sábado y domingo asistimos a dos de esos conciertos que quedan firmemente anclados en la memoria.
Con un tactus siempre flexible, otorgando a cada pieza su carácter, dejando que el flujo polifónico crezca y decrezca, se agite o se remanse, Maletto (que ya no canta siempre, sino solo en contados momentos, y siempre al máximo nivel) ha conformado una manera de traducir este repertorio extremadamente personal y que, al mismo tiempo, resulta extrañamente natural. Cuenta con voces nacidas para interpretar este tipo de música (¿cuándo contaremos en España con cantantes como Laura Fabris, Francesca Cassinari, Elena Carzaniga, Gianluca Ferrarini, Raffaele Giordani o Marco Scavazza, que llevan tantos años haciéndonos felices?), pero tiene el mérito de haberlas amoldado perfectamente al ideal sonoro y estilístico que tiene en la cabeza. Si el concierto del sábado encumbró el arte de Morales, el del domingo logró elevarse aún más alto, hasta tal punto que resulta difícil imaginar que el festival vaya a regalarnos en esta semana un concierto mejor, más emocionante y, sobre todo, más necesario que el que dejó noqueado el domingo por la tarde a cientos de personas en la iglesia de San Agustín, y eso que era la primera vez que Cantica Symphonia interpretaba este monográfico dedicado a Peñalosa. Las piezas ofrecidas fuera de programa en uno y otro concierto (Ave dulcissima Maria de Carlo Gesualdo y Florentia, tempus est poenitentiae de Costanzo Festa, en este orden), sabiamente elegidas, y planteadas como una cesura, no como unos puntos suspensivos, sirvieron para devolvernos a la realidad.
La tarde-noche del sábado planteó un díptico de conciertos de enorme interés (y sorpresas inesperadas). En la sala grande del Vredenburg, Simon-Pierre Bestion volvió a ratificar sus credenciales como un gran creador de espectáculos totales y absorbentes. Lo hizo el año pasado con su personalísima visión ritual de las Vísperas de Monteverdi y ha vuelto a hacerlo ahora con un programa titulado Azahar en el que confrontaba, por un lado, la Messe de Nostre Dame, de Guillaume de Machaut (siglo XIV, la primera misa polifónica de autor conocido que ha llegado hasta nosotros) y la Mass (1948) de Igor Stravinsky, el gran transformista; por otro lado, las Cantigas de Santa María (siglo XIII) y cinco de las seis Cantigas (1954) de Maurice Ohana: la cuarta se titula Cantiga del Azahar, de ahí el título del concierto, tan adecuado para un festival dedicado a Sevilla. El francés se toma, como el año pasado, no pocas libertades, como empezar cantando bocca chiusa el Ave María de Stravinsky, pero muchas son intrínsecas a sus presupuestos iniciales. Así, las cornetas renacentistas sustituyen a las trompetas, y un oboe da caccia al corno inglés (aunque no siempre es posible técnicamente), en la obra de Stravinsky y la alternancia de las secciones del Ordinario de una y otra produce en el oyente el extraño efecto de una influencia mutua, bidireccional. Otro tanto puede predicarse de las dos colecciones de Cantigas: si Machaut fue el modelo evidente del compositor ruso, Alfonso X fue la influencia directa de Ohana, que se valió de textos históricos en español (de José de Valdivielso, Fray Ambrosio Montesino, Gonzalo de Berceo o Juan Álvarez Gato) y eligió como dedicatarios de sus modernas cantigas a José Bergamín, Rafael Alberti u Octavio Paz.
Bestion tiene madera natural de líder y los integrantes de La Tempête parecen felices cantando, bailando, recorriendo a oscuras todos los rincones y galerías del Vredenburg y haciendo con total convicción cuanto les pide su director. Con una sencilla escenografía dominada por un gran círculo que sirve como espacio de proyección, como simbólica campana y como espejo reflectante de luz en su reverso, todos los instrumentistas tocan muy juntos rodeados en sendas tarimas por los miembros del coro, extraordinario de principio a fin, colectiva e individualmente. El resultado visual, auditivo y, si se quiere, histórico es irresistible y el público reaccionó con el entusiasmo previsible. Fuera de programa, Bestion optó por interpretar otra cantiga de Alfonso X (Quen na Virgen groriosa) y repetir la famosa Santa Maria, strela do día, con la que habían entrado procesionando al principio cantantes e instrumentistas en una sala sumida en la total oscuridad.
Justo a continuación, en una Pieterskerk en penumbra, Björn Schmelzer fue presa de lo que podría casi llamarse un ataque de normalidad. Su grupo, Graindelavoix, famoso por su deconstrucción sistemática de la polifonía, que suena deshilachada, hecha jirones, tras pasar por el taller conceptual del director belga, cantó de manera irreconocible lamentaciones del Jueves Santo (Francisco Guerrero y Alonso Lobo, este último otro genio que fue también maestro de capilla de la catedral de Sevilla) y del Sábado Santo (Cristóbal de Morales y, de nuevo, Lobo). Nada de melismas, sonidos guturales o dejos populares y orientalizantes: estas obras maestras, un dechado de dolor, espiritualidad y ascetismo, sonaron empastadas, expresivas, ¡afinadas! Hubo fugaces amagos de rebuscamiento o artificiosidad, y no acabó de entenderse la presencia en este repertorio de un arpa y una tiorba (tocadas, eso sí, con la máxima discreción), pero el resultado general fue de una intensidad extraordinaria y a buen seguro, para muchos, insólita (que se lo digan a la citada Olalla Alemán, que entregó sus mejores años al grupo belga en su etapa más transgresora y heterodoxa). Había caras nuevas, como la soprano Teodora Tommasi (que tocó simultáneamente el arpa) o el magnífico tenor español André Pérez Muiño, junto a muchos de los cantantes habituales, que sonaron transfigurados con respecto a años anteriores. ¿Seguirá Schmelzer en esta línea de cordura o retomará su condición de enfant terrible?
Muy decepcionante, en cambio, el domingo por la noche en el Vredenburg la Cappella Mediterranea y el Coro de Cámara de Namur bajo la dirección de Leonardo García-Alarcón, un director sobrevaloradísimo: su Salve Regina de Victoria (¡con violín y flauta de pico doblando las voces!) fue un auténtico despropósito y el concierto en general, pachanguero en su mayor parte, se hizo tedioso y, a ratos, incomprensible: mucho ruido (literalmente) y poquísimas nueces. Menos mal que, a renglón seguido, en una Pieterskerk de nuevo en penumbra, con decenas de velas encendidas en las escaleras que conducen al ábside, la gran dama de la música antigua María Cristina Kiehr (junto con el muy sensible vihuelista Ariel Abramovich) impartió una lección de todo lo contrario: intimidad, delicadeza, sentido común y buen gusto. Sonaron exclusivamente canciones y piezas para vihuela de Alonso de Mudarra, un sevillano de adopción que publicó allí, en la misma imprenta que editaría casi medio siglo después El Viage de Hierusalem de Guerrero, sus Tres libros de música en cifra para vihuela.
Para no perder las sanas costumbres, el carillón de la torre de la catedral (separada de la iglesia desde que un tornado destruyó parte de la iglesia en 1674, hace ahora 350 años) toca cada cuarto de hora músicas relacionadas con el tema del festival. Las elegidas este año han sido breves fragmentos de la Españoleta de Gaspar Sanz; el Fandango de Antonio Soler; el Canario de Francisco Guerau; y la Pavana VI de Luis de Milán. Después de varios años de obras, y despojada por fin casi por completo de su manto de andamios, la torre de la Domkerk, el símbolo por antonomasia de la ciudad, luce de nuevo imponente como una Giralda luterana que observa y acompasa las vidas de los habitantes de Utrecht, la moderna Traiectum romana.
Babelia
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