Morir de amor: una y mil veces
Los madrigales de Carlo Gesualdo proporcionan la sustancia musical de un sencillo y extraordinario espectáculo ritual en los Teatros del Canal
Carlo Gesualdo sabía muy bien que amor y muerte están separados a veces por un hilo muy fino. El 16 de octubre de 1590, el príncipe de Venosa mató a su mujer, Maria d’Avalos, y a su amante, Fabrizio Carafa, duque de Andria, tras sorprender a ambos “in flagrante delicto di fragrante peccato”. Tras el doble asesinato, el aristócrata abandonó Nápoles y se retiró a la gran propiedad familiar de Gesualdo, donde compuso música quebrada, tortuosa, tanto sacra como profana, esta última en uno de los géneros más en boga en la Italia de la época: el madrigal. Hasta seis libros que contenían estas densas miniaturas de alto voltaje poético y musical aparecieron publicados hasta su muerte en 1613, los cuatro primeros en Ferrara (la ciudad de su segunda mujer, Leonora d’Este) y los dos últimos autoeditados por él mismo en Gesualdo en 1611.
Dos jóvenes directores y escenógrafos italianos, Davide y Giuseppe di Liberto, han elegido varios de estos madrigales como la espina dorsal de un espectáculo completado con otros dos elementos: una serie de piezas instrumentales que se tocan alternándose con los madrigales cantados y unos leves apuntes escénicos protagonizados por ellos mismos. El íncipit del que cierra su propuesta, Sparge la Morte, sirve a su vez de título de todo el conjunto, como si la muerte se derramara por músicas y textos como una gran mancha de aceite. Buena parte del público no podía saberlo, porque los textos de los madrigales ni se sobretitularon ni se imprimieron en el programa de mano virtual (había que descargarlo con un código QR antes de entrar en la sala), pero era el único poema con resonancias religiosas, una suerte de madrigal espiritual, por sus referencias inequívocas a Cristo en la cruz: “Esparce la Muerte sobre el rostro de mi Señor / entre terribles palideces / horrores lastimosísimos; / luego vuelve a mirarlo y siente lástima, / gime, suspira y no osa herirlo más. / Él, que la ve temer, / inclina la cabeza, esconde el rostro, y muere”.
Encaja muy bien este leve apunte religioso final con el enfoque abiertamente ritual que adoptan los hermanos Di Liberto en su plasmación escénica: en medio de una oscuridad casi total, solo rota por la iluminación de los atriles o por manchas de luz cálida en la parte trasera del escenario, destaca el blanco de los pañuelos que llevan al comienzo los cantantes sobre sus cabezas o las telas blancas que envuelven el cadáver (una fina barra de luz morada), velado por ambos de pie a uno y otro lado. Al final contemplamos incluso un posible amago de resurrección cuando ambos cargan simbólicamente el féretro sobre sus hombros y ascienden unos peldaños de dos pequeñas estructuras metálicas antes de que el escenario vuelva a quedar a oscuras definitivamente.
Exceptuado el primer madrigal, que se inicia con uno de esos oxímoros tan habituales en este tipo de poemas, “O dolorosa gioia” (el segundo verso, con retruécano añadido, es “o soave dolore”), todos los demás se abren sistemáticamente con referencias a la muerte: Mille volte il dì moro; Io moro; Languisco e moro; Se la mia morte brami; Ancidetemi pur grievi martiri; S’io non miro non moro; Moro, lasso, al mio duolo. Morir mil veces al día parece una exageración, pero no lo es tanto si leemos, y entendemos, el contenido del poema: “Muero mil veces al día, / y vosotros, malvados suspiros, / ¿no me permitís, ay, que al suspirar yo expire? / Y tú, alma cruel, si mi dolor / tanto te aflige, ¿por qué no huyes volando? / ¡Ah, tan solo la Muerte se apiada / de mi dolor cruel y amargo y acaba con mi vida! / Por ello mi alma y mis suspiros / son despiadados conmigo y piadosa la Muerte”. La vida sin amor es una carga insoportable, un martirio incesante, mientras que la muerte es un alivio permanentemente deseado. Todo tiene su envés y la carga semántica de muchas palabras se invierte en medio de tantas contraposiciones: “Muero si no miro, / no mirando no vivo; / por eso estoy muerto, pero no privado de vida. / Oh, milagro de amor, ay, extraña suerte, / que el vivir no sea vida, ni el morir muerte”.
En semejantes textos, llenos de meandros manieristas y dobles sentidos (la posible carga sexual de “expirar” o “morir”, semejante a la que tiene el verbo “ahogarse” en los madrigalistas ingleses), Gesualdo se siente como pez en el agua, porque había experimentado en su propia carne el significado literal de todas estas palabras, de todos estos antónimos, y los plasma tal cual en su música, con cromatismos radicales y destellos casi expresionistas. Igor Stravinsky, que fue un temprano y resuelto admirador del italiano, y que recompuso instrumentalmente en 1960 tres de sus madrigales en Monumentum pro Gesualdo di Venosa (ad CD annum), habría contemplado lleno de admiración este espectáculo, al igual que lo hizo Donna Leon, ella sí presente en la Sala Roja de los Teatros del Canal. El compositor ruso visitó en 1959 la tumba del músico en Nápoles y su desvencijado castillo en Gesualdo, escenario de la película Death For Five Voices, por la que su director, Werner Herzog, ha sentido siempre un especial apego. Nada ansiaba más Stravinsky, y dejó constancia de ello por escrito en 1969, que la música de este atormentado “príncipe de las tinieblas”, como lo ha rebautizado Alex Ross, se cantara por fin, que dejara de ser patrimonio teórico de los musicólogos o tema de conversación por el morbo secular que ha suscitado su uxoricidio y se convirtiera en pan cotidiano de los músicos.
Pocos cantantes se han dedicado con más constancia al gran corpus madrigalístico italiano que el tenor Giuseppe Maletto, un cantante eternamente joven con varias décadas ya de modélica carrera a sus espaldas. Él y Raffaele Giordani, otro tenor de voz privilegiada y un digno sucesor de sus virtudes, flanquearon a izquierda y derecha al grupo de seis cantantes que integraron el sábado el grupo vocal —cuyo nombre lo dice todo— La Compagnia del Madrigale. Uno u otro fueron también los encargados de marcar discretamente el tempo para sus compañeros. Tras un comienzo inseguro, con una afinación dubitativa, a partir del díptico integrado por Mille volte il dì moro e Io moro (este último el único madrigal que no era de Gesualdo, sino de Pomponio Nenna: ambos fueron coetáneos y pusieron incluso música a varios textos idénticos), el grupo italiano, con Giordani y Maletto al frente, respectivamente, de uno y otro, fue enlazando una pequeña maravilla tras otra. En algunos madrigales a cinco voces, como Languisco e moro, S’io non miro non moro o Moro, lasso, al mio duolo, Maletto decidió reforzar discreta y puntualmente alguna de ellas (con el uso de dos tenores o dos sopranos), con resultados siempre extraordinarios y al servicio en todos y cada uno de los casos del texto poético.
Su grupo lo tiene todo para explotar el infinito potencial expresivo de esta música. Antes de nada, por supuesto, dicción. Hubo un tiempo en el que los madrigales italianos fueron patrimonio casi exclusivo de grupos británicos y cuando empezamos por fin a escucharlos a los compatriotas de Marenzio, de Luzzaschi, de Rore, de Gesualdo o de Monteverdi, se abrió una dimensión fonética enteramente nueva. En este repertorio, las voces tienen que ser también capaces de fundirse total (en las consonancias) o parcialmente (en los breves intercambios antifonales) al tiempo que conservan su impronta individual dentro del conjunto. Como llevan cantando juntos desde hace años y Maletto les ha infundido su profundo conocimiento de este repertorio, cuya extrema complejidad ellos saben traducir con una asombrosa naturalidad, logran alcanzar resultados antaño impensables.
Además del soporte central brindado por Maletto y/o Giordani, la labor de Elena Carzaniga, segurísima en todo momento en la afinación y situada a modo de eje, también visualmente, del sexteto fue asimismo crucial. Rossana Bertini y Francesca Cassinari son dos sopranos de extrema ductilidad vocal que rehúyen cualquier tipo de lucimiento, especialmente tímbrico, mientras que Matteo Bellotto tiende —al igual que su antecesor en el grupo, Daniele Carnovich— a agazaparse quizás en exceso, sobre todo en momentos en los que el bajo debería tener una mayor relevancia o prestancia sonora. Pero el entendimiento entre todos ellos es tal que su manera de abrir y cerrar las frases en perfecta comunión, como el flujo y reflujo natural de la marea, la claridad extrema de las notas breves (como esos inusuales grupos de cuatro semicorcheas que dibujan gráficamente el vuelo del alma al final de Se la mia morte brami), la ausencia de vibrato, el control milimétrico de la dinámica o la traducción de las disonancias previas a la consonancia final, deberían enseñarse en todas las escuelas de interpretación madrigalística. Hay pocos géneros vocales tan exigentes y, al mismo tiempo, tan capaces de ofrecer una gran recompensa a intérpretes y oyentes por igual.
No lo tenían fácil los cinco integrantes de Il Pomo d’Oro para estar a la altura de sus compañeros. Situados a la izquierda del escenario, formaban un compianto muy diferente, levemente iluminados y encargados de brindar las piezas instrumentales intercaladas entre los distintos madrigales. Sin embargo, también ellos nos regalaron una delicada sarta de lamentaciones, muy bien elegidas, por su carácter melancólico y por la secuencia tonal que conformaron. Con dos violines o dos violas (el español Jesús Merino alternó entre uno y otra), violonchelo y violone, tocaron música concebida originalmente para otros instrumentos (clave, consort de violas da gamba, con o sin laúd) sin que la transcripción rechinara un solo momento, sabiéndola recubrir de una cierta pátina fúnebre. Había piezas de compositores de varios países y de generaciones diferentes, de los que tan solo Giovanni de Macque (con quien quizás llegó incluso a estudiar) o Giovanni Maria Trabaci pueden situarse en el entorno geográfico y cronológico de Gesualdo. Pero las músicas elegidas de Antony Holborne, John Dowland, Samuel Scheidt, Biagio Marini y Henry Purcell (nacido casi un siglo después del italiano y representado con una de sus fantasías para violas da gamba), así tocadas, se erigieron también en la compañía perfecta de los madrigales de Gesualdo: dolor sobre dolor, Semper Dowland semper dolens.
El centro —físico y espiritual— lo ocupó aquí la violinista rusa Alfia Bakieva, una intérprete de muchísimos quilates que dejó innumerables muestras de musicalidad y adecuación a las sonoridades originales, hasta el punto de que, cerrando los ojos, podría llegar a pensarse que estaba tocando una viola tiple sobre sus piernas y no un violín sobre su hombro, tales eran la delicadeza y la tersura de su sonido o la suavidad de su manera de pasar el arco. El violonchelista Ludovico Minasi (hermano de Riccardo, el violinista y ahora también director al alza), extremadamente concentrado, fue el sostén de los bajos, reforzados por el violone discreto pero consistente de Riccardo Coelati. Aparte del ya citado Jesús Merino, magnífico con ambos instrumentos, el violista Giulio D’Alessio completaba el quinteto. Los cinco respiraron juntos en todo momento, emulando a los cantantes con quienes compartían escenario, y su contención y austeridad expresiva no restó un ápice de intensidad o emoción a sus interpretaciones, antes al contrario. Su planteamiento y resolución de las tensiones armónicas o su modo —igualmente comedido— de ornamentar en las repeticiones fueron también, sin palabras ni gestos, una plasmación musical de aquello que el antropólogo Ernesto De Martino teorizó magistralmente en su estudio, ya clásico, Morte e pianto rituale.
De Martino era napolitano y, en su ensayo, las costumbres de su ciudad tienen una relevancia especial. Una visita a un cementerio de, por supuesto, Nápoles inspiró también a Davide y Giuseppe di Liberto la idea de tender de alto en bajo a lo ancho del escenario esa suerte de cortinas de celofán (el mismo material que cubría algunas tumbas de ese cementerio) como toda escenografía de su espectáculo. Los pañuelos blancos (del mismo color que las sábanas que cuelgan de los balcones napolitanos en la festividad del Corpus Christi como elemento apotropaico para ahuyentar la muerte) y un empleo exiguo de la iluminación (fija y móvil) es lo único que necesitan para no sobrecargar de elementos innecesarios su propuesta y conferir toda la importancia a la música y a los textos. Tras sonar la última frase de Sparge la Morte, “Inchin’il capo, asconde il viso, e spira”, cantada casi en estado de trance por La Compagnia del Madrigale, con un doble y pronunciado descenso de tiple y bajo en terceras, las luces se apagan y los lamentos se acallan: “muere la Muerte”, como leemos en el último verso del Soneto 146 de Shakespeare (estricto coetáneo de Gesualdo), pero la vida vuelve.
Sparge la Morte
Piezas instrumentales de Giovanni Maria Trabaci, Samuel Scheidt, John Dowland, Biagio Marini, Antony Holborne, Giovanni de Macque y Henry Purcell. Madrigales de Carlo Gesualdo y Pomponio Nenna. Il Pomo d’Oro y La Compagnia del Madrigale. Concepto escénico: Davide y Giuseppe di Liberto. Teatros del Canal, Sala Roja, 21 de mayo.
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